El poder y las instituciones

CIUDAD REAL EN LA EDAD MEDIA

EL PODER Y LAS INSTITUCIONES

Foralidad

Cuando en 1297 Ferrán Pérez, escribano público de Villa Real, redacta un documento de compraventa de unos molinos, anota que las cláusulas de dicho acto se llevan a cabo «segúnt fuero de Villa Real manda», fechando y «robrando» la carta en dicha población «segúnt fuero». La expresión trasluce con toda claridad la existencia de un estatuto, de unas señas de identidad jurídica de esa comunidad. Resultaba lógico. La fundación de una ciudad en el período medieval llevaba siempre aparejada la concesión de una serie de pormenores, ventajas y privilegios tendentes a atraer nuevos pobladores o a fijar los ya existentes. Unas y otros eran enumerados y quedaban precisados en un texto escrito, carta-puebla o fuero, de extensión y carácter diverso, que servía de base para el gobierno y administración de la comunidad. El tema de la foralidad del territorio, pues, resultaba importante si se pretendían conseguir unos objetivos.

En el documento fundacional de 1255 Alfonso X lo expresa con toda claridad. Su voluntad era crear una gran población a la que «corriessen todos por fuero e que fuese cabesca de toda aquella tierra». Estas palabras, aparte de significar la distinción y rango de la nueva población, hacen referencia también a la identidad foral que debía tener el distrito circundante que dependía de ella. Por otra parte, resulta lógico que el monarca se determinase por el llamado Fuero de Cuenca, ya que resultaba sin duda el más apropiado para la nueva población, con mayores cotas de autonomía urbana, amén de la labor emprendida por él de una reorganización y unificación del régimen jurídico tomando, en cierto modo, dicho texto como base. Desde el primer momento así lo dispone: «dóles e otórgoles pora siempre jamás e a todos los moradores que fueren en esta Villa Real la sobredicha e en todo su término que ayan el fuero de Cuenca en todas cosas.» Si se trata de la concesión del fuero mismo de Cuenca o del formulario revisado y perfeccionado como Fuero de Cuenca a mediados del siglo XIII, nada se puede afirmar al respecto, aun que a tenor del fragmento citado de la carta fundacional, cabe pensar que se trató de la concesión del fuero mismo. La posibilidad de un fuero específico de Ciudad Real, «escripto en libro» y sellado por el rey, hay que descartarla. Sin embargo, la serie de pecualiaridades existentes en el territorio de Villa Real harían difícil la exacta aplicación del mismo. Tal inadecuación parcial, al menos para sus primeros momentos, claramente queda expresada al indicar el monarca que otorgaba la «mejoría» a los caballeros que fuesen a poblar de todas «aquellas franquezas en todas cosas que han los cavalleros de Toledo». Con tal disposición el monarca pone de manifiesto lo que apuntaba en otras palabras del texto, que el grado de autonomía urbana debía recortarse en función de determinados intereses de la Corona y que el papel de la caballería villana debía ser amplio en el gobierno de la nueva población.

El territorio sobre el que se asentó la nueva población, comenzó a gozar, al menos desde 1261, de una foralidad que posiblemente lo diferenciaba aun más del resto de los territorios vecinos, en manos, la mayor parte de ellos, de Calatrava. Esta distinción, por el cambio producido con la adopción del Fuero Real, fue sin duda la causante de que en 1267 se reuniesen en Calatrava la Vieja el maestre don Juan González y los representantes del concejo de Ciudad Real para llegar a un acuerdo sobre los fueros de la mencionada ciudad y de los lugares de la Orden. Pero el llamado Fuero Real quedó nuevamente en suspenso a raíz de sus crisis y se volvió otra vez al de Cuenca. Cuándo se produjo este nuevo cambio en la ciudad, no se puede afirmar; posiblemente en la década de los setenta de dicho siglo, pues en 1282 el infante don Sancho, hijo de Alfonso el Sabio, se refiere a «nuestros fueros» cuando confirma a Ciudad Real los privilegios que monarcas anteriores le habían concedido, y en el documento del mismo año por el que dicho infante promete hacer donación de la ciudad a Calatrava, orden a ésta «que tengades a sus fueros e a sus ussos e a todos sus derechos en todas cossas para siempre a todos los moradores de Villa Real e de su territorio assí como los avían con el rey mío padre». El regreso a la antigua foralidad ya se habría producido en esos momentos. En la venta de unos molinos efectuada en 1297 entre particulares, al final de las cláusulas de fianza y salvedad, se añade «segúnt fuero de Villa Real manda», expresión que se vuelve a repetir en la data. Con toda claridad así lo indica, cuando menos, un documento de 1302 de la reina doña María sobre la elección de los alamines entre los tejedores de Ciudad Real, a los que ordena «que juzgen todas las cosas de su menester según se usa en Cuenca, onde vos avedes el fuero». La salvaguarda de estos fueros aparece también en 1334 y en su confirmación de 1379, así como en la documentación posterior.

El que se tratase de un fuero concejil y no señorial, con la serie de características que distinguían a uno y otro, aparte su conveniencia, podía resultar perjudicial a determinados aspectos de la vida urbana que se pretendían establecer y potenciar. Esa objeción no pasó desapercibida al Rey Sabio, ya que desde el momento de su fundación concede «de meioría a los caballeros fijosdalgo que hy moraren que ayan aquellas franquezas en todas cosas que han los cavalleros de Toledo». Su pretensión de potenciar al máximo la nueva población resulta evidente. Medida similar a ésta fue adoptada por el monarca en otras ocasiones en que impulsó la repoblación de un territorio, sobre todo si éste se encontraba próximo a la frontera. Ese carácter fronterizo de la disposición sorprende en una ciudad que no tenía situación de tal, a no ser que se explique por el hecho de encontrarse rodeada por territorios de algunas Ordenes Militares y como medida para frenar cualquier intento anexionista por parte de ellas, o bien porque pretendiese con ese mecanismo un rápido poblamiento. Cuando se produjo la aplicación del Fuero Real, Alfonso el Sabio introdujo en el documento la enumeración de aquellas franquezas que concedía a los caballeros «por fazerles bien a merced e por darles galardón por los muchos servicios que fizieron al muy noble e muy alto e mucho onrrado rey don Fernando, nuestro padre, e a nos ante que reynasemos e después que reynamos». Es difícil precisar si estas palabras hacen referencia a una determinada foralidad existente en el territorio antes de la fundación de la ciudad, tema que se desconoce; y, por otro lado, si las franquezas que otorga a continuación en el documento son las mismas, o parecidas, que gozaban los caballeros antes de la fundación. Quizá hacia ello apunten las menciones que hace de los servicios prestados a Fernando III y al propio Alfonso antes de reinar. La enumeración de franquezas es variada, aunque siempre siguiendo la trayectoria marcada para la caballería villana: exención de pechos en todo el reino para aquellos que tuvieren casa poblada en Ciudad Real, con las condiciones que determina, y siempre y cuando mantuviesen los atributos de tales; al objeto de potenciar su papel social, podían excusar de tributación a toda una serie de gentes en situación de dependencia respecto a ellos, mientras se cumpliesen una serie de requisitos. Algunos de éstos, lo que evidencia las bases económicas sobre las que descansaba el poder de tales caballeros, estaban ligados a las actividades ganaderas. Otros, finalmente, vinculados a la gestión de la casa y patrimonio familiar.

El llamado Torreón del Alcázar   El llamado Torreón del Alcázar, único resto del que se levantara en tiempo de Juan 11.  Esta foto muestra su estado en los años cincuenta. Hoy, muy reconstruido, preside el polígono que lleva su nombre.

Si se mira por encima esta serie de concesiones, da la impresión que no deben incluirse dentro del apartado de la foralidad del territorio, puesto que ésta sería un concepto que haría referencia a la totalidad de sus pobladores, mientras que las franquezas parecen ir dirigidas exclusivamente a un determinado grupo o sector social. Este pensamiento en parte puede resultar válido, aunque esté regulado más directamente los privilegios de determinado grupo social. En tal sentido apuntan las limitaciones de la cuantía de los excusados, del valor máximo de los bienes de los mismos, la condición de ser conocidos con anterioridad por el resto del pueblo, que fuesen elegidos de entre los presentados por los confeccionadores del padrón... Pero, sobre todo, existe una disposición que no se podría explicar más que de esta forma; se trata de la última concesión que hace en el documento, que dice así: «E otrosí les otorgamos que el anno que el conceio fuere a la hueste por mandado del rey, que non pechen los pueblos de las aldeas la martiniega.»

Resultan difíciles las explicaciones del porqué este concreto tipo de legislación aplicado al territorio, máxime si se atiende a las concesiones otorgadas a ese grupo social formado por los caballeros villanos. Al respecto se pueden aducir diversos elementos tendentes a ello. En primer lugar, hay que subrayar las estrechas vinculaciones existentes entre el Fuero de Cuenca y el fenómeno ganadero. Ello no es privativo de este fuero, sino que se produce en todos los fueros de las Extremaduras, leonesa y castellana. En segundo lugar, cabe pensar que al adoptarse una legislación más genérica, como podía ser el llamado Fuero Real, no quedasen incluidas en la misma una serie de cuestiones referentes a esta materia, que se regulan posteriormente, como es el caso de los privilegios aludidos. Dentro del mundo ganadero gozaban de una gran relevancia, por el servicio de vigilancia que prestaban, los caballeros villanos, unas veces en su calidad de propietarios del ganado, otras como parte del servicio que debían al concejo, o bien en representación de pequeños grupos de propietarios, quienes debían formar aparcerías y contratar los servicios de los caballeros villanos a cambio de un salario. Con otras palabras, la actuación de Alfonso el Sabio iba en la línea de intentar crear una infraestructura legislativa para el posterior desarrollo de la Mesta, bien sea en su voluntad de fomentar la producción de lana para desarrollar así la industria textil castellana (tesis de Sánchez Albomoz), bien para favorecer la trashumancia y poder aumentar los tributos que ingresar en la exhausta Real Hacienda (tesis de Vicens Vives). Sea cuál fuere la intencionalidad del monarca, la determinación de una de estas posturas, o la integración de las dos, apunta a las razones de la fundación de la ciudad y al porqué de una determinada foralidad o régimen administrativo.

La organización concejil

Nada se conoce de la contemplada por la normativa vigente entre las comunidades asentadas en el territorio, tanto en el núcleo preexistente donde se desarrolló la fundación, como en los otros que fueron integrados en su circunscripción territorial; nada se puede afirmar, en consecuencia, sobre los rasgos que los mismos tuvieran, aunque se haya sospechado que eran bastante similares. Pero cabe suponer que acabaron sufriendo una cierta transformación a partir del momento en que se fundó la ciudad, a la cual se la dotaba con la normativa de un determinado fuero, tal como se ha dicho. El cambio jurídico de aldea a villa y la adecuación de los restantes núcleos aldeanos a la nueva cabeza, de carácter más urbano y menos militar, aunque sin perder éste, así como los procedimientos que tendrían que regir la nueva situación, no cabe la menor duda que permiten suponer ciertas transformaciones, aunque las mismas no irían quizás en la línea de modificar un régimen abierto, de participación de todos los vecinos de la comunidad en las asambleas y decisiones, que posiblemente no se daba, a otro de tipo cerrado, de participación más restringida y que corría a cargo de un número determinado de oficiales. Sin embargo, también cabría apuntar que el tránsito de una situación a otra se llevó a cabo de manera paulatina y nada traumática, quizá debido a la similitud de marcos jurídicos, puesto que la documentación no registra ninguna modificación violenta.

A decir verdad, todo concejo castellano de la época se constituía como tal a través de la conjunción de tres elementos básicos: la ciudad propiamente dicha o núcleo de población principal, el territorio que se le asigna y el conjunto de sus habitantes de una y otro. A tales aspectos ya se le dedica su apartado en estas páginas; aquí lo que interesa más es la consideración de tal concejo en la acepción más imprecisa y restringida del término, como órgano de poder, es decir, como indicadora del conjunto de funcionarios a cuyo cargo corría el gobierno y la administración de la ciudad y su territorio, el ejercicio del poder, la composición institucional del mismo.

En tanto que órgano de gobierno de la colectividad y, en definitiva, de poder, dicho concejo tenía unos elementos que, aparte su funcionalidad, resultaban también emblemáticos y subrayaban su carácter; tales eran su lugar de reunión y diversos símbolos distintivos de su autoridad. Por lo que se refiere al lugar de reunión del mismo, es muy probable que se produjese una variación a raíz de la fundación de la ciudad. De una desconocida ubicación existente en la antigua demarcación de Pozuelo de Don Gil, se pasó, una vez puestas las bases materiales de la nueva villa, a un local de la plaza, lindero con la alcaicería, que es donde se instaló el nuevo centro administrativo. Allí permaneció probablemente hasta finales del siglo XIV, ya que el incendio sufrido en 1396 en la zona obligó a su traslado. La ruina de dicho emplazamiento, así como el que se pretendiese posiblemente lograr un local más adecuado y acorde con su papel y funciones, agravadas ambas circunstancias por la penuria y agobios económicos endémicos, impidieron su reedificación y motivaron el que se pospusiese la construcción de un inmueble que cumpliese con tales cometidos. Ante esas carencias, las reuniones pasaron a celebrarse, como claramente señalan los documentos, al pie de la torre de la iglesia de San Pedro. El lugar exacto presenta algunas variaciones: durante un primer período parece que se llevaron a cabo en él cementerio de dicha iglesia, al pie de la torre, posiblemente en el espacio que hoy ocupa el atrio de entrada por la calle de General Rey; con posterioridad parece que pasaron a celebrarse en una casa, propiedad de la mencionada iglesia, próxima al lugar indicado. La carencia de un inmueble adecuado, al igual que ocurría en otras ciudades castellanas, fue lo que motivó ciertas actuaciones de la Corona en tal sentido a finales del siglo XV. Concretamente en 1484, coincidiendo con el establecimiento en la ciudad del tribunal inquisitorial, los Reyes Católicos hicieron donación al concejo de la casa-tienda del judaizante Alvar Díaz, sita en la plaza, junto a la calle Correhería, para que allí edificasen su ayuntamiento. Consta que diez años después todavía no se habían llevado a cabo las obras pertinentes a falta de dinero, por ser el concejo pobre, finalizando el siglo sin que se llegase a condicionar mínimamente. Esta ausencia de centro administrativo llevó consigo el que se trasladasen todos los efectos municipales a la mencionada iglesia de San Pedro, en la que se instaló también el arca del concejo, colocada en el lado de la epístola, y en cuyo interior se guardaban los documentos y papeles del archivo, así como el sello concejil. Dicha arca, cerrada con tres llaves, cada una de las cuales tenía un oficial diferente (uno de los alcaldes, uno de los regidores y el procurador síndico), aún permanecía en dicho lugar a comienzos del siglo XVI, dato que evidencia la carencia de un inmueble adecuado en el nuevo emplazamiento.

Prácticamente desde sus inicios contó el concejo con su sello, elemento material y simbólico de la autoridad que emanaba de dicha institución. Al parecer constaba de dos mitades, cuando se utilizaba bajo la forma de pendiente, utilizando sólo la impronta del anverso cuando se usaba en forma de placa. Quizá el reverso contase con alguna contramarca, pues no parece que tuviese impronta, pero no consta descripción más que del anverso. Díaz jurado señala que lo concedió el monarca fundador, describiéndolo como redondo, en cuyo interior se encontraba un círculo de torres y en el centro del mismo un asiento real donde aparecía dicho monarca en majestad, tocado con la corona, con una espada levantada en la mano derecha y en la izquierda una bola del mundo. En definitiva, igual que el que hoy mantiene el escudo de la ciudad. Tal vez rodeándolo todo, y quizá con alguna abreviatura, como era corriente, la inscripción: Sigillum conciii Villae Regalis.

Finalmente, la forma de convocatoria del mencionado cabildo se llevaba a efecto, al menos desde finales del siglo XIV, mediante el toque de una determinada campana de las instaladas en la torre de San Pedro, que se destinaba a tal efecto. Sin embargo, nada se sabe de la periodicidad efectiva con que se reunía el cabildo en Ciudad Real, no la que contemplaba el Fuero de Cuenca, que era cada viernes.

Arquivoltas de la puerta del Perdón de la parroquia de San Pedro (s. XVIII)   Arquivoltas de la puerta del Perdón de la parroquia de San Pedro (s. XVIII). Hay la tradición de que en ella se reunía el Concejo de la Villa.

La mayor madurez que habían conseguido las instituciones municipales ya en la época de fundación de la ciudad, cristalizadas en el texto foral que regía la misma, sin duda hicieron poco operativa la presencia del palatium en ella, por lo que apenas se tienen referencias de la misma. El gobierno y la administración se encontraban en manos de una reducida asamblea de vecinos, compuesta por caballeros y hombres buenos o del común de los ciudadanos. Se encontraba formada desde los primeros tiempos por un número determinado de magistrados, de los que dependían otros, en cuya designación y nombramiento intervenían a veces algunas instancias que no eran la propia comunidad urbana. Es posible que en los primeros momentos participase el monarca en la designación de varios de ellos, pero pronto pasó a depender de la colectividad vecinal bajo diversas modalidades. Respecto a la elección y al tiempo de permanencia en el cargo, parece que variaban en unas y otras instituciones. Prevalecía la anualidad, salvo en algunos casos, y eran designados bien por el monarca, bien por otras magistraturas superiores, bien por una colectividad de vecinos. Su composición, tal como ordenaba el fuero, básicamente perduró a todo lo largo del período medieval, viéndose algo modificada con el paso del tiempo, en la medida que fueron poniéndose en funcionamiento otras magistraturas en coyunturas precisas. Estaba integrado por un juez, varios alcaldes y una serie de oficiales o agentes que tenían competencias específicas, aunque en varios de sus perfiles imbricadas. Las magistraturas de más alto rango sin duda eran las de juez y alcalde, que tenían competencias judiciales y gubernativas amplias y de variada índole, a las que se añadieron con posterioridad otras, cuando el marco institucional, que no permaneció inmutable, sufrió determinadas variaciones en el segundo cuarto del siglo XIV cal cabido siguiente. Esta asamblea o cabido tenía competencias en todos los ámbitos de la administración, dentro del marco que venía indicado por su carta foral. Las figuras de los diferentes oficiales nos aparecen algo complejas, pues el marco de la normativa foral pronto quedó estrecho y a las mismas se fueron añadiendo diferentes competencias que no siempre la documentación registra con la suficiente claridad.

Como magistraturas que tenían competencias semejantes a las del juez, y un rango superior en determinados asuntos de la gestión urbana, estaban los alcaldes, que constituían un tribunal colegiado presidido en ocasiones por aquél, conocedores de la peculiar legislación del municipio. Tal debió ser la situación en Ciudad Real, puesto que existen menciones de estos oficiales ya desde 1264, reiteradas a lo largo de dicho siglo y del siguiente, amén de otras posteriores. Eran tres, uno por cada collación, elegidos dentro de cada una de ellas. En 1297 ya aparecen los tres simultáneamente. Sus atribuciones eran fundamentalmente judiciales, aunque también se extendían a terrenos administrativos (policía rústica y urbana), económicos (pesos, medidas, precios), incluso militares (organización de la hueste municipal), lo cual hace que en ocasiones se confundan con los jueces. Pagados con cargo a los presupuestos del concejo, su duración en el cargo era anual, procediéndose, como norma general, a su elección el día primero de octubre. La aparición de la figura del corregidor, cuya primera mención es de 1407, complicó un tanto el tema, puesto que el mismo nombraba a su vez a otros alcaldes.

Los alguaciles eran oficiales judiciales subalternos de carácter ejecutivo, cuya misión consistía fundamentalmente en citar a juicio cuando el juez lo ordenaba, cumplir las órdenes de los magistrados municipales, prender a los delincuentes, tomar prendas, etc.; en resumen, actuar como ejecutores de los fallos y decisiones de los alcaldes y otros magistrados locales. Su número en la ciudad parece que fue de uno sólo, tal como contemplaba el fuero, hasta la regularización del régimen del corregimiento. Se constata su existencia desde 1280, en que un tal Gómez García desempeñaba el cargo. A tenor de noticias posteriores, parece ser que era elegido por el concejo anualmente y, lo mismo que en el caso de los alcaldes, el cargo era desempeñado por caballeros e hidalgos.

El concejo también contaba con otra serie de magistraturas cuyas competencias giraban fundamentalmente en torno al ámbito de las actividades económicas, como los fieles y el almotacén. Los fieles eran unos oficiales asimilados a los jurados, en cuanto delegados o mandatarios del concejo, que atendían a la defensa de los intereses concejiles, especialmente de los económicos, y fiscalizaban la actuación de magistrados y oficiales locales. Eran funcionarios anuales encargados de recaudar las multas en que se incurriera por incumplimiento de las ordenanzas sobre pesos, medidas y abastos. Por lo que respecta a Ciudad Real, las menciones que proporciona la documentación no sacan de dudas. Bajo tal denominación aparecen ya en 1264 don Miguel Sancho y don Remondo, cada uno de los cuales tenía una parte del sello concejil. Sin embargo, el número de estos oficiales fue de tres, corres pondientes a cada una de las collaciones, elegidos anualmente, y el desempeño del cargo fue con el paso del tiempo acaparado por los hidalgos, aunque con anterioridad no estuviese reservado a ellos, sino que se elegía entre todos los vecinos.

El oficio era incompatible con cualquier otro del concejo. Así lo atestigua el caso del bachiller Gonzalo Rodríguez, vecino de Ciudad Real, el cual «teniendo el dicho oficio fue rescebido por regidor de la dicha ciudad e por la dicha causa ovo de dexar e dexó el dicho oficio de fieldad». Otra de las condiciones, obvia por otra parte, era que los fieles debían ser vecinos. Uno de sus cometidos, como se ha indicado, era la vigilancia sobre las pesas de la ciudad. En 1490 los tejedores de Ciudad Real se quejaban ante los reyes de que no se les guardaba el privilegio que tenían de «que ningunos almotacenes ni fieles de la dicha ciu-dad no les pudiesen prendar por razón de las pesas con que tomavan el filado de las buenas gentes». Dicho privilegio no se les respetaba y se les había impuesto una multa de 2.000 maravedís «por no aver tomado esas de fierro e ferradas de los fieles de dicha ciudad». No se sabe si por esta razón de las pesas pero sí por incumplimiento de la ordenanza sobre la fabricación de paños, por esas mismas fechas los regidores y fieles de la ciudad impusieron una multa al tejedor Juan de la Sierra, el cual dudaba de su justicia al ir aplicadas estas multas a dichos oficiales. Como se desprende de este último caso, se encargaban también del cobro de multas impuestas principalmente por los regidores.

Con competencias similares se encontraba el almotacén, uno de los oficios concejiles más antiguos. De origen hispanomusulmán estaba encargado de la inspección y fiel contraste de los pesos y medidas y de la vigilancia del mercado, comerciantes y artesanos de la ciudad. Su similitud de competencias con las de los fieles, hace que en ocasiones se les confunda e iguale, aunque parece ser que eran cargos perfectamente distintos, tal como se puede apreciar por lo dicho en el caso de aquéllos. Su presencia en Ciudad Real aparece claramente atestiguada por un documento de 1302 referente a los tejedores, a los que se eximía de utilizar las pesas de los almotacenes, volviéndose a repetir la mención, por idéntico motivo, en 1490.

Si bien los oficios locales, durante la Edad Media, eran oficios jurados, en el sentido de que la prestación de juramente era obligada en la toma de posesión, aparecen en las ciudades castellanas unos oficiales designados específicamente con el nombre de tales: los jurados. Su significación, formas de designación, número de miembros y atribuciones, varía según las ciudades y las épocas, pero cabe designarlos como una especie de órgano colegiado, representativo de la comunidad, que velaba por la defensa de sus intereses, para lo que la normativa les reconoce una competencia que se traduce en una serie de atribuciones de orden judicial, político-administrativo y de representación. Sus facultades eran variadas y afectaban a las distintas esferas de la administración municipal: representaban y velaban por la defensa de los intereses de la comunidad de vecinos; vigilaban la observancia, por parte de los otros cargos y oficios, de los derechos y privilegios de la ciudad; fiscalizaban la actuación de los restantes cargos; fiscalizaban, igualmente, los ingresos y gastos del municipio; confeccionaban los padrones vecinales, inspeccionaban el reparto de pechos y tributaciones de la ciudad, etc. Por lo que respecta a Ciudad Real, estos oficiales tuvieron sin duda en el concejo desde los primeros tiempos, aunque las referencias que se tienen de su existencia son bastante tardías; el primero que se conoce como tal es Alfonso García de los Olmos, que aparece desempeñando el cargo en 1447.

Dentro del ámbito de las competencias económicas, otro de los oficiales que aparece formando parte del concejo de la ciudad es el mayordomo, especie de intendente que cuidaba de la administración económica y de la percepción de las rentas del mismo. Que estos oficiales formasen parte del concejo de la ciudad desde sus inicios, no consta, aun cuando es casi seguro que así fuese; las menciones documentales que de ellos se tienen son bastante tardías. El sistema de acceso era mediante elección, aunque no queda totalmente excluida una cierta participación de alguna otra instancia, quizás a través de la ratificación del nombramiento. Que el sistema era electivo claramente viene determinado en un documento de 1484 por el que los caba lleros y escuderos de la ciudad se quejaban ante los reyes de que los regidores «les no guardavan el uso e costunbre en que los dichos cavalleros diz que estavan de elegir mayordomo e contador en la dicha ciudad». La elección debió ser la norma general; ahora bien, habría que precisar con exactitud si la misma se producía nombrando a un individuo de entre los caballeros y escuderos, o si éstos designaban a una persona competente aunque perteneciese a otro estamento social. Es posible que en un principio ocurriese de la segunda forma, pero quizá con el paso del tiempo y con la tendencia de esta clase social al monopolio, el método se modificó. En este sentido -esto es, en el de designar una persona dentro de la misma clase- parece ser que se pronuncia otro documento del mismo año que trata el asunto de las quejas contra los regidores. En él los caballeros argumentaban que «las mensagerías... pertenescen a cavalleros e escuderos e que los dichos regidores las toman para sy e asy mismo las mayordomía e contaduría de la dicha ciudad». No es de extrañar la pugna por ocupar el cargo, puesto que el oficio estaba remunerado. Al igual que los regidores, procurador, contador y letrado, el mayordomo del concejo solía percibir de salario anual 1.000 maravedís, a tenor de lo que se dice en 1491. Es obvio, pues -aparte su participación en alguna parcela de poder- que el oficio estuviese solicitado.

Distinto del mayordomo, aunque dentro de la misma esfera y con funciones muy similares, quizá subalterno suyo, se encuentra el contador. Su figura apenas aparece reflejada, pero los escasos datos que se poseen permiten distinguirlo claramente del mayordomo. La cita de 1484, antes registrada, habla de «la mayordomía e contaduría de la dicha ciudad», dando a entender que se trataba de entes perfectamente diferenciados. Y la de 1491, también recogida, señala «que los dichos regidores e pro' curador e mayordomo e contador e letrado suelen llevar de salario en cada un año mill maravedís», texto que no sólo permite distinguirlos, sino precisar también el salario que percibía. Es posible que dada la similitud de funciones con el mayordomo, el acceso al cargo se hiciese de igual modo, aunque no consta con exactitud; tampoco se puede decir nada de la duración de los mismos.

Distinto del mayordomo, aunque dentro de la misma esfera y con funciones muy similares, quizá subalterno suyo, se encuentra el contador. Su figura apenas aparece reflejada, pero los escasos datos que se poseen permiten distinguirlo claramente del mayordomo. La cita de 1484, antes registrada, habla de «la mayordomía e contaduría de la dicha ciudad», dando a entender que se trataba de entes perfectamente diferenciados. Y la de 1491, también recogida, señala «que los dichos regidores e pro' curador e mayordomo e contador e letrado suelen llevar de salario en cada un año mill maravedís», texto que no sólo permite distinguirlos, sino precisar también el salario que percibía. Es posible que dada la similitud de funciones con el mayordomo, el acceso al cargo se hiciese de igual modo, aunque no consta con exactitud; tampoco se puede decir nada de la duración de los mismos.

Funciones de asesoría jurídica tenía el letrado, cuya existencia parece estar probada desde los inicios. En 1480 los jurados de la ciudad se dirigían a los reyes señalando «que de muy antiguos tiempos a esta parte, tanto que memoria de omes no es en contrario, acostumbraron thener letrado». El acceso al puesto se hacía mediante elección, a tenor de lo que se señala en 1494, aunque no se determine entre quiénes ni durante cuánto tiempo, pero es lógico pensar que esa elección se encontraba sujeta a una normativa precisa, que se desconoce. Al igual que otros oficiales, percibía anualmente 1.000 maravedís en concepto de salario. Sus funciones hacen que aparezca como un híbrido entre asesor jurídico del concejo y defensor del pueblo. Una referencia de 1480 así lo hace sospechar: los jurados de Ciudad Real señalan «que acostumbra entrar con ellos en los cabildos e ayuntamientos desa ciudad quando se fasen con la justicia e regidores della», y su carácter asesor queda también reflejado al explicar los jurados la necesidad de su asistencia «para ayer e entender con ellos en las cosas e casos tocantes al bien público desa cibdad». Pero su actuación no se reducía a esa asesoría jurídica, sino que en ocasiones se constituía también junto a los jurados, con los que se encontraban estrechamente vinculado, en defensor de los privilegios de los ciudadanos frente a determinadas conculcaciones por parte del cabildo. Como tal aparece en el mismo documento, donde se argumenta «que algunas beses el dicho su letrado, defendiendo el bien público desa ciudad, dis que vosotros o algunos de vos atendedes que el dicho letrado no entre en vuestro ayuntamiento ni esté en ellos», lo cual, si así ocurriese, «será... daño del pro común de la dicha ciudad e contra lo que syenpre se acostumbró en ella». En definitiva, estaba puesto como asesor de la defensa de los derechos y privilegios ciudadanos, estrechamente vinculado a los jurados, aunque no se sabe nada de cómo accedía al cargo ni cuánto duraba en el mismo.

La figura del procurador del concejo aparece poco precisa. Lo encontramos integrando el de Ciudad Real desde 1325, en un documento en que aparece desempeñando el cargo un tal Díaz Alvarez, y en 1407 Alfonso de la Ruvia, «procurador de nos el dicho concejo», sustituyendo a Antón Sánchez de Piedrabuena. También es designado como «procurador del concejo», en 1424, Juan Alfonso de Pareja, que iría con otros a entrevistarse con el maestre de Calatrava. En 1435 lo era un tal Juan, de apellido desconocido, escribano, y que probablemente sería el mismo Juan Martínez Cejudo, escribano, que aparece en 1447 como «procurador síndico del concejo». Bajo esta última denominación aparece en 1473 Antón Sánchez de la Membrilla y en 1478 Rodrigo de Guzmán. La asimilación de éstos, en plural, a la representación en Cortes, puede entreverse en algunos documentosa. Al parecer, a partir de 1297 Fernando IV concedió a la ciudad ciertos derechos en Cortes, que no se especifican; uno de ellos fue el poder mandar representantes, tal como se deduce al instar Alfonso XI, en 1325, a enviarlos en segunda convocatoria. Algo más tarde, en 1329, vuelven a aparecer estos procuradores de Ciudad Real en las Cortes celebradas en Madrid, en número de cuatro y reseñados con sus nombres: Juan Fernández, Pedro Martínez, Cristóbal Fernández y Juan Núñez. Pero éstos no se limitaban a representar a la ciudad en las Cortes, sino que su oficio se extendía también a otras instancias y organismos, tales como la corte del rey y la Orden de Calatrava.

Sin embargo, tales procuradores hay que diferenciarlos del procurador del concejo, cargo específico que detentaba una persona dentro del cabildo de la ciudad y que, en ocasiones, viene denominado como procurador síndico. El acceso se hacía mediante elección, tal como se dice en 1491: «el procurador e jurados que son elegidos en esa dicha cibdad»; y con mayor claridad en 1494: «que en esa dicha ciudad tienen por costumbre antigua de repartir e elegir por perrochias, de dos en dos años por el día de sant Miguell, los oficios de procurador e jurados, e que el domingo de san Miguel que agora pasó deste presente año, dis que cumplió el procurador Alonso Díaz dos años por que estava elegido por procurador por la collación de Santiago, e que la eleción de la procuracion del dicho oficio venía a la collación de Santa María». El texto refleja con toda evidencia la duración, dos años, y la rotación del mismo entre las distintas collaciones de la ciudad.

Sepulcro en alabastro de don Fernando Alonso de Coca   Sepulcro en alabastro de don Fernando Alonso de Coca, capellán de los Reyes Católicas. Posiblemente obra del maestro Sebastián de Toledo (siglo XV).

Cuando menos desde el reinado de Alfonso XI el oficio comenzó a ser desempeñado en Ciudad Real con unos cometidos específicos y perfectamente distinto de otros procuradores y de los mismos jurados. El carácter de representante del común de la ciudad aparece claramente definido en todas las citas, pero esta representatividad se concreta ba en actuaciones precisas. Su presencia en el cabildo o ayuntamiento está fuera de toda duda y a él acudían para poder ejercer algunas de sus funciones, que se pueden concretar en las siguientes: vigilancia de los privilegios de la ciudad y vecinos, fiscalización de los otros oficios concejiles, se encargaba de confeccionar, junto con los jurados, los padrones, inspeccionando los repartimientos y percepción de otros tributos, etc. Uno de los privilegios que tenía, era que se encontraba exento de pechar durante su mandato, al igual de los jurados. A diferencia de lo que ocurre en otros casos, no aparece nunca bajo la denominación de personero.

Ciertos escribanos públicos ejercían su oficio afectos de modo especial a los concejos de las villas y ciudades, estando comprendidos dentro del número de sus oficiales para todos los actos y efectos administrativos. Es evidente que, en sus comienzos, el concejo de la ciudad no contó con escribano propio, siendo desempeñado el oficio por otro de los existentes en la misma, bien del rey, bien público; tal hecho se puede colegir de su suscripción del traslado del documento fundacional llevado a cabo en 1264, en el que se aprecia cómo el concejo encargó hacer el mismo a un escribano de la ciudad. La primera mención que se tiene de un escribano del concejo, vinculado al mismo y desempeñando tal cargo, es de 1445, en que aparece Arias Mejía como «escrivano de los fechos del concejo de Ciudad Real». Sin embargo, se puede decir que lo simultaneaba, tal como aparece en menciones anteriores y posteriores. Con anterioridad a esa fecha aparece desempeñándolo un escribano público en 1424 y un escribano y notario público en 1444; en 1449 Juan Alfonso de Coca, se titula «escrivano de vuestra altesa e escrivano público e del ayuntamiento de la dicha cibdad». El cargo existía desde los inicios de los órganos de gobierno de la ciudad, pero siempre se encontró desempeñado por alguno de los escribanos públicos del número de la misma. No era vitalicio, pese a ciertos intentos de que así lo fuera; era desempeñado por un período de tiempo determinado, mes de acabar el cual el cabildo no podía designar a otro para que lo ejerciese, salvo que estuviese de acuerdo e) legítimo. Era elegido por el concejo, al parecer, aunque con cierta intervención de los escribanos del número, de entre los cuales era nombrado.

El marco de gobierno que el fuero determinaba sufrió una serie de modificaciones casi un siglo después de la fundación de la ciudad, con la introducción en la misma del sistema de regimiento en época de Alfonso XI. La implantación del mismo era la culminación de un proceso de prevalencia de la oligarquía que se había ido desarrollando a lo lar go de la etapa anterior. Los regidores pasan a constituirse en el elemento más importante del gobierno de la municipalidad; su aparición hay que suponerla desde 1346, aunque claramente es constatado desde 1407. Designados por el rey o por el señor de la ciudad-, éste concedía la merced libremente, si bien en ocasiones lo hacía a propuesta del concejo, cuya costumbre parece ser que se regularizó en Ciudad Real, o también a propuesta de algún particular, que las tres modalidades aparecen en la documentación. El nombramiento podía recaer en individuos no vinculados a la ciudad o que no tenían carta de vecindad en ella, tal como fue el caso de los nombrados a instancia de la marquesa de Moya en 1492 y 1493, y su carencia es esgrimida en ocasiones por el concejo, una de ellas en 1484, como excusa para no aceptar el nombramiento, concretamente en este caso de Martín de Burgos, aunque su petición no fue escuchada. El carácter de estos nombramientos era como medio de otorgar mercedes, remunerar servicios o percibir ingresos por parte de la Corona, debido a lo cual los regidores se constituirán en elementos eficaces de la política centralizadora de los monarcas. Pero también servían para aunar solidaridades y buscar apoyos más amplios para el control del poder en el seno de la oligarquía. Aunque el acceso al oficio se encontraba abierto, en Ciudad Real aparece estrechamente vinculado el estamento oligárquico.

Su número era variable, aunque en tiempo de los Reyes Católicos estaba regularizado en diez, si bien no cabe descartar el que llegase a establecerse el número de doce, como algún autor señala. Esta cifra es deducible por la decisión adoptada, después de la concordia con el maestre de Calatrava tras la guerra civil, de «acrecentar» en cinco el número de regidores de entre los que había salido despojados de él a raíz de la misma; pero el número de despojados era mayor, ya que a tres de ellos se le asignan a cada 2.000 maravedís de merced vitalicia en lugar del oficio de regimiento. Su remuneración no era diferente a la de otros cargos; en Ciudad Real el salario de un regidor se estimaba, en 1491, en 1.000 maravedís anuales, cifra sin duda pequeña, pero que no impedía que el cargo fuese apetecido, pues dicha cantidad se podía redondear con otros ingresos y, sobre todo, por la capacidad de maniobra que les otorgaba, permitiéndoles intervenir en los asuntos del concejo y derivarlos hacia intereses personales de un modo satisfactorio. Estaban encargados de regirla plaza o mercado de la ciudad, lo que hacían de forma rotativa, en número de dos cada mes, y les debía representar una fuente saneada de ingresos a tenor de cómo se expresan los vecinos de la ciudad en 1484. Según las ordenanzas, estaban encargados del cobro de penas, en las que participaban, concretamente con un tercio de ellas, junto con otros oficiales; también tenían como cometido firmar los padrones de pecheros, paso previo a la actuación del procurador y jurados en el asunto, lo cual indica el carácter de encargados de la supervisión de asuntos económicos de la municipalidad, ya que no se podía gastar nada sin su licencia. Ello planteó frecuentes tensiones con otros oficiales; su interferencia en los asuntos económicos, cuya competencia recaía más directamente sobre el procurador y jurados, hizo más fácil su reconducción en favor de intereses personales. Ya en 1456 la reina Juana les ordenaba que «no hagan excriptos» en los repartimientos, y la misma intromisión, por idénticos motivos, aparecen en 1491. El inmiscuirse en ellos se aprecia también en el tema de las sisas echadas en la ciudad, que en ocasiones aparecen decididas por los regidores sin solicitar previamente el permiso a los monarcas.

La hacienda municipal

Dado el carácter de la documentación conservada, es difícil abordar el tema tributario de la ciudad con ciertas posibilidades de éxito; la carencia de datos precisos y seriados produce bastante confusionismo. Sin embargo, y aunque no podamos aproximarnos a él más que de forma cualitativa, no cabe duda de que el sistema impositivo global aplicado afectó fuertemente la vida ciudadana. Como ya se ha visto, la ciudad atravesó por períodos críticos en su poblamiento que obligaron a los monarcas a paliarlos mediante la exención de tributos; tal ocurrió ya en 1273 cuando el infante don Fadrique, señor de la ciudad, hizo francos por siete años a todos aquellos que fueren a poblar la nueva villa. Un caso similar aconteció a mediados del si glo XV, motivando que en 1452 Enrique IV otorgase dichas exenciones por unos años a los que llegasen a repoblar. Nuevas exenciones concedió el mismo monarca en 1469 a determinados vecinos de la ciudad por mantenerse fieles a su partido durante la usurpación del infante Alfonso, así como en 1473.

Pero el concejo tenía que hacer frente a una serie de obligaciones y gastos, para lo cual necesitaba disponer de ciertas cantidades. Ya se ha hecho mención a lo que debía pagar a determinados oficiales del cabildo, a cuyo montante hay que añadir los gastos de procuradores y mensajerías, militares, obras de construcción y reparación, gastos para fiestas de variada índole y regalos, asistenciales de médicos y cirujanos, etc. Todo ello, entonces como ahora, debía salir principalmente de los bolsillos de los vecinos, aunque contase con otras fuentes de ingresos. Estos procedían en parte de los denominados propios del concejo, de los que se conoce su existencia, pero no muy bien en qué consistían ni a qué cuantía podían ascender anualmente. Las escasas referencias que de los mismos se tienen permiten distinguir en ellos zonas de pastos, sobre las que se cobraba por su uso o arrendamiento, así como ciertas cantidades, pequeñas, de dinero bajo la modalidad de juros. Cuando en 1424 se establece el acuerdo entre Ciudad Real y Calatrava, el concejo nombró a varios procuradores otorgándoles plenos poderes, «so obligación de los bienes de nos el dicho concejo, muebles e rayses, avidos e por aver», para pactar, expresión no meramente formularia, sino que obedecía a una realidad. En efecto, en un documento de 1474 se habla de tierras concejiles que algunos vecinos de la ciudad habían usurpado para labrarlas, en perjuicio de los ganados a cuyo pasto estaban destinadas. Sin embargo, los propios de la ciudad, tanto en tierras como en dinero, debían ser escasos, pues a partir del reinado de los Reyes Católicos las quejas al respecto fueron continuas. En 1475 los monarcas confirmaron la merced hecha por Enrique IV de 36.000 maravedís de juro de heredad sitos en las rentas de la misma, prueba de su penuria; ese mismo año, la reina hizo donación de las rentas del almojarifazgo y escribanías públicas al secuestrárselas al maestre de Calatrava, cuyas eran, si bien su percepción duró escaso tiempo; en la concordia entre los monarcas y el maestre calatravo de 1477 se encuentra una disposición que habla de otros 10.000 maravedís de juro de heredad que los monarcas habían concedido a la ciudad «para propios della», de los cuales ordenaban pagar 6.000 maravedís anuales de por vida a determinados vecinos de ella, estando dicho juro situado sobre las alcabalas y tercias de la ciudad, tal como explicitan los documentos del mismo año que desarrollan la disposición de la concordia. La devolución del almojarifazgo a la Orden de Calatrava, hizo que los monarcas tuviesen que compensar a Ciudad Real con un juro de 10.000 maravedís, si bien no se puede precisar si es el mismo a que hacen referencia las disposiciones anteriores u otro distinto. Dentro de estos bienes de propios se englobaban también otros conceptos sobre los que apenas se está informado. Sin embargo, las cantidades recaudadas por ese bloque de rentas resultaban totalmente insuficientes.

Es claro que a las arcas municipales revertían otros conceptos tributarios, aparte las multas o caloñas impuestas por los oficiales en razón de diversos motivos. En este sentido, parece ser que engrosaban su escaso caudal determinadas cantidades productos del arriendo de las carnicerías, donde el concejo tenía una tabla para vender los ganados de los vecinos y donde, al parecer, arrendaba y cobraba el propio y romana de las mismas. También ingresaba cierta suma por el arrendamiento de la correduría, acerca de lo cual se tiene una única mención de dicho arriendo en 1495 a Rodrigo de Alcázar. La ciudad también arrendaba el peso y romana, por cuyo concepto también ingresaba cierta cuantía, aunque de ella se hallaban exentos los tejedores, tal como aparece en los documentos de comienzos del siglo XIV, encontrándose obligados a pesar el resto de los mercaderes que acudían a la ciudad. Sin embargo, en 1491 los vecinos se quejaban de «que en la cicha cibdad ay un peso donde se pesan muchas mercaderías, que a causa de no dar salario alguno al que las pesa dis que cesan de se pesar las dichas mercaderías, de lo qual dis que viene gran daño e perjuizio a la dicha cibdad e a los dueños de las mercaderías»; los monarcas, ante esto, ordenan al año siguiente al concejo que designe una persona para pesarlas mercancías que entraban en la ciudad y que pagasen el llamado derecho de «blanquilla». Nada se sabe, no obstante, de posibles aranceles que debieran pagar productos que entraban en la ciudad para ser vendidos en ella. Otro de los impuestos que cobraba el municipio era el de la mancebía, sobre el que tampoco se poseen muchos datos. En 1477 aparece un tal Juan Ruiz de Molina como posesor del privilegio y merced de que las mujeres públicas de la ciudad no podían estar en otros lugares sino en unas casas suyas, «cerca del adarve», por cuyo aposentamiento le pagaban siete maravedís cada una; pero a petición de ciertas personas pasó a alojarlas en otra su casa que tenía en la plaza, bajo promesa de que le pagarían diez maravedís, de cuyo pago se excusaron una vez realizado el traslado. Al parecer, tenía dicha merced desde 1459, según consta por un documento de fecha posterior en que se quejaba a los monarcas de que los alguaciles de la ciudad, y éste es el dato que aquí más interesa, cuando se ausentaban dichas mujeres de ella, les volvían a llevar nuevamente los «derechos de perdices», siendo así que no podían percibirlos más que una vez al año. Sin embargo, se desconoce cual podría ser la cuantía de este impuesto ni lo que podía representar. En cambio, sí parece desprenderse que dicho impuesto revertía a las arcas municipales y que debía representar algo dentro de su escasez. Sin embargo, todo ese bloque de rentas no era la única fuente de ingresos, sino que se recurrió a otros sistemas para recaudar fondos con el fin de subvenir a las necesidades de la ciudad. Uno de ellos era el repartimiento o derramas de ciertas cantidades entre los vecinos que estaban obligados a tributar y que se debió utilizar desde su fundación. Cuando menos se sabe que en 1453 Enrique IV concedió licencia para repartir 3.000 maravedís entre los pecheros de la ciudad con el fin de hacer frente a una serie de necesidades, y que tal sistema fue utilizado también en época de los Reyes Católicos cuando en 1477 ordenaron repartir lo que faltaba para pagar los gastos ocasionados con motivo de la revuelta de 1474. En el nombramiento de García de Cotes como corregidor, ese mismo año, se ordena a la ciudad que pague su salario, dejando a su juicio el modo de recaudar la cantidad requerida, bien por repartimiento, bien por sisa. Estos repartimientos debieron regularizarse, puesto que en 1456 la reina Juana, como señora de la ciudad, ordenaba que se hiciesen sin agraviar a nadie y que no se inmiscuyesen en ellos los regidores con el fin de hacer «excriptos» o exentos a ninguno. La regularización se aprecia claramente en 1480 por el que los monarcas ordenaron a los procuradores y jurados que habían ocupado tales cargos en los últimos siete años, que diesen cuenta de los «muchos repartimientos» que habían hecho «en grandes contías», resultando que su deuda se elevaba a 100.000 maravedís. Como se puede apreciar, una de las causas de la escasez de numerario probablemente haya que buscarla en la corrupción y mala administración del concejo.

En 1484 la reina notificaba al concejo que su intención no era que se agraviase a los hidalgos, dueñas ni doncellas, que estaban exentos, al hacer ciertos repartimientos en la ciudad, prueba de que la presión fiscal, llevada a sus extremos por los oficiales concejiles, era manifiesta. Por otro lado, la deficiente administración y endeudamiento, con gastos que sobrepasaban las posibilidades económicas del concejo se aprecia en un documento del año siguiente, por el que éste pedía licencia para hacer determinada imposición con el fin de pagar el regalo que le habían hecho a la reina en su paso por la ciudad y para otras necesidades, a lo que los monarcas accedieron. En tal medida se encontraban empobrecidas las arcas municipales, que los monarcas le concedieron en ese año de 1484, «por ser esa ciudad probre de rentas», una casa para edificar su ayuntamiento. Esas carencias se aprecian nuevamente en 1489, cuando los monarcas conceden licencia para echar otra sisa con el fin de reparar la muralla; y, abundando en ello, en 1496, para pagar los gastos ocasionados por las exequias de doña Isabel, la reina madre, el concejo tuvo que recurrir a pedir prestado a ciertos vecinos, cuyos prestamos tuvieron que ser devueltos mediante una sisa.

A partir de esas fechas de mitad de la década de los ochenta del siglo XV el sistema impositivo parece que sufrió ciertas modificaciones de modo preferente mediante procedimientos indirectos. Sin abandonar el repartimiento, que quizá se hizo más ocasional, se aprecia una predilección por el sistema de sisas, indirecto, ya que «los dichos omes buenos pecheros están muy fatigados», aunque en ocasiones se duda sobre el modo. Ambos sistemas coexistieron, tal como se desprende de una noticia de 1491 en que los vecinos se quejaban de la intromisión de los regidores en los repartimientos, siendo así que competía al procurador y jurados. Un poco en este sentido, aunque abundando en la complejidad del sistema impositivo, habla también la de 1494 en que los monarcas ordenan que se tomen cuentas «de los propios e derramas e sysas e repartimientos que en esa ciudad se an hecho de ocho años a esta parte», puesto que existían fundadas sospechas y acusaciones de fraudes.

La penuria de numerario se detecta con claridad en las menciones de las sisas echadas en la ciudad, sistema tributario al que se recurrió con más frecuencia a fines de la etapa medieval. El cuadro de las echadas durante finales del siglo XV y las fechas en que comienza a aparecer el sistema resultan indicativas de la penuria económica del concejo y de una fuerte presión fiscal, que determinó esa falta de liquidez. No obstante el cambio, el sistema adoptado es denunciado como lesivo a los intereses de las rentas de la Corona, aun cuando los monarcas no lo consideraron tal; al contrario, permitieron dichas sisas con bastante frecuencia. Hay que notar la repetición anual de determinados conceptos, tales como el salario del corregidor, el pago de peones para la guerra y la tributación a la Hermandad, por lo que se recurría a esas sisas. Con ellas se gravaba fundamentalmente el consumo de «comestibles», «carnes y pescados» o «mantenimientos», es decir, de productos de primera necesidad, aunque en otras ocasiones, las menos, se carga sobre «tintas y mercancías», probablemente textiles, sacadas fuera de la ciudad. Pese a todo el concejo se embarcó en proyectos de obras públicas de una cierta envergadura, como la construcción de un puente sobre el Guadiana, para cuya realización no dudó en echar una sisa en 1493 por un montante de 100.000 maravedís y al año siguiente por 70.000.

La falta endémica de recursos, la deficiente gestión, cuando no fraudulenta, de las recaudaciones y la fuerte presión fiscal parece que fueron rasgos de la hacienda municipal de Ciudad Real a lo largo del período medieval.

La ciudad y la Corona

Pese a las cotas de autonomismo concejil alcanzadas por Ciudad Real en el transcurso del tiempo, no podía encontrarse ausente de la misma la Corona, bajo cuya jurisdicción estaba y por la que se veía obligada a determinadas prestaciones y servicios. Como realengo, el territorio se encontraba sujeto de manera directa al poder real, que administraban los oficiales y agentes del monarca. Dicho poder actuaba en la ciudad, a través del palatium, con determinados instrumentos y sobre diferentes esferas, entre las que cabría destacar las políticas, bajo diversas ópticas, y las fiscales. Toda la serie de derechos que sobre ella tenía se consideraba que entraban dentro del patrimonio real y, en consecuencia, podían ser objeto de enajenación temporal, total o parcialmente. Durante determinados períodos de su historia la ciudad y su territorio pasaron a depender jurisdiccionalmente de otros señores, dando lugar a la formación de señoríos en la misma. La primera mención de una situación de este tipo aparece en 1272, fecha en que el infante don Fadrique, hijo de Fernando 111 y, por tanto, hermano del Rey Sabio, claramente lo indica: «Sepades que el rey tohiera por bien de mandar e de me dar a Villa Real.» La concesión debió ser algo anterior al mes de abril de dicho año, aun cuando no mucho, desconociéndose el momento exacto de su comienzo. En agosto del año siguiente el infante continuaba como señor del territorio, puesto que hace francos «de todo pecho por siete annos a todos aquellos que vinieren a poblar en estos lugares». Pero su señorío no debió durar mucho tiempo más, pues en octubre de 1274 se ve de nuevo actuando en la ciudad a Alfonso el Sabio, pese a que dicho infante moriría en 1276.

La muerte de Fernando de la Cerda, precisamente en ella, abrió un período de peligro para la vinculación de la misma a la Corona. Sancho IV, siendo infante, prometió en 1280 donársela a Calatrava, aunque no llegó a llevarlo a efecto, pese a las reiteraciones de 1281 y 1282. Dadas tales circunstancias y el peligro que suponía la anexión por Calatrava, Alfonso X concedió el señorío de la ciudad a su hija la infanta Isabel. La única referencia que se tiene de esta concesión la proporciona el extracto de un documento fechado en mayo de 1284, que plantea ciertos problemas. Poco debió durar también ese señorío, puesto que en marzo de 1287 se ve a Sancho IV confirmando su fuero y las franquezas concedidas por su padre a los caballeros de Ciudad Real en 1261, aunque a fines de 1292 o comienzos del 93, se debió plantear litigio sobre este asunto, pues el 12 de enero de este mismo año Sancho IV ordenaba que no se pudiese enajenar la población de la Corona real.

El advenimiento al trono de Fernando IV supuso también algún problema al respecto. Dada su minoridad, es lógico que en la documentación aparezca su madre, la reina doña María, la cual a partir de determinado momento obtuvo su señorío, si bien la fecha en que este hecho se produjo resulta difícil de establecer. En 1297 se la ve dirigiéndose al concejo de la ciudad para que guarden una carta de Alfonso X en favor de los judíos, apareciendo también en documentos posteriores; pero en 1302 ya debía estar en posesión del mismo, pues a ella se dirijen los menestrales de los tejedores en demanda de ayuda, disponiendo ella determinadas medidas. Quizás el comienzo de su señorío haya que retrotraerlo a 1297, a partir de las Cortes celebradas por Fernando IV, pero lo que parece muy claro es que en 1305 estaba en posesión del mismo, como se expresa en el documento expedido por el monarca en febrero de ese año. Cuando relata la queja de la señora porque los calatravos no permitían el aprovechamiento de su territorio a los vecinos de la ciudad, una de las razones aducidas es «que ella por esto que pierde mucho del su sennorío que a en Villa Real et de los derechos que y devía ave», ante lo cual el monarca se determinó a actuar «por ruego de la reina mi madre et porque la su villa de Villa Real sea guardada et mejor poblada et los sus derechos que ella y a non se menguen ende ninguna cosa». El último dato que se tiene del señorío de la reina doña María es de 1312, cuando en junio de dicho año aparece pidiendo a Fernando IV que haga cumplir el privilegio de exención de portazgo: «Et la reyna mi madre rogóme que esta mercet que mandasse guardar.» Entre esa fecha y el 9 de septiembre del mismo año, en que se produjo la muerte del rey, debió acabar el señorío de doña María, pues se conoce un documento, datado solamente por el año, por el que Fernando IV hace donación a su esposa doña Constanza de Portugal de las rentas y pechos de Villa Real para su mantenimiento. No es claro que este documento haga referencia directa al señorío de la ciudad, aun cuando podría entenderse como un recorte de la autoridad del señor, bien fuese el rey, bien doña María. Caso de entenderse como tal el supuesto señorío duraría aproximadamente un año, ya que doña Constanza murió el 18 de noviembre de 1313.

Convento e iglesia de la Merced   Convento e iglesia de la Merced, fundado por la reina doña Leonor, madre de doña Beatriz de Portugal, mujer de Juan I de Castilla. Doña Leonor vivió en Villarreal.

Tras ese breve paréntesis la ciudad parece que volvió a doña María, superviviente a su hijo y cotutora de su nieto, aun cuando no se tengan referencias muy precisas. En febrero de 1323, ya muerta la reina, el infante don Felipe relata que los realengos recibían muchos daños de los calatravos, sobre todo «después que la reyna donna María mi madre... finó, que les non dexavan usar de los privillegios que an». Quizá tales palabras deben entenderse en el sentido de que, hasta 1321, fecha de su muerte, doña María continuó siendo señora de la ciudad.

Parece que al tratar del casamiento entre Alfonso XI y doña María de Portugal, ocurrido en 1328, el monarca concedió la ciudad como dote a la reina. No se sabe si se llevó a efecto, pues un documento posterior registra la anulación de tal concesión. Si en aquella ocasión no se llevó a cabo, sí lo fue sin duda a la muerte de su esposo, tal como lo permiten suponer un par de documentos de 1351.

Otra de las señoras de la ciudad fue doña Blanca, esposa de Pedro I, que en octubre de 1354 remitió un documento al concejo para que defendiese y guardase el servicio del rey contra los parientes y seguidores de doña María Díaz de Padilla. Su señorío no debió durar mucho y la ciudad volvió a quedar vinculada a la Corona hasta octubre de 1383 en que Juan I, celebrando Cortes en Segovia, dio el señorío de la misma, así como el de Madrid y Andújar, a León V de Armenia mientras viviese. No gustó mucho el gesto del monarca, puesto que en dicho documento él mismo prometía a los de Ciudad Real no darla a otros, sino que siempre se mantendría vinculada a la Corona. En torno al 19 de octubre debieron prestar los realengos pleito homenaje a su señor en Segovia, actuando como sus representantes Arias Díaz Quijada y Juan García. En otro documento de la misma fecha aparecía ya León V como señor «de Madrit e de Villa Real e de Andújar», durando su señorío hasta abril de 1391 en que Enrique III, celebrando Cortes en Madrid, la revoca la merced, si bien continuó cobrando la pensión concedida, percibiéndola de su antiguo señorío, hasta noviembre de 1392, fecha de su muerte en París.

En 1382 Juan I casaba con Beatriz de Portugal, la siguiente señora de Ciudad Real, aunque es difícil que en aquel año se le concediese el señorío, ya que fue otorgado a León V de Armenia. Lo que sucedió fue que, tras la revocación de 1391, Enrique III se lo concedió a doña Beatriz, pues en 1396 se la ve en posesión de tal, debido a que Enrique, sin duda ante las quejas de los de Ciudad Real, confirmó la merced de Juan I para que a la muerde de la reina volviese la ciudad a la Corona y no se pudiese enajenar de ella. Al morir el padre de dicha señora, Fernando I de Portugal, su madre, doña Leonor, a causa de las luchas sucesorias desencadenadas, dejó la regencia y, al parecer, se fue a vivir a Villa Real, dominio de su hija, donde fundaría el convento de La Merced. Doña Beatriz aún continuaría en posesión del mencionado señorío durante los primeros años del siglo XV, hasta 1413 cuando menos.

Muerta doña Beatriz, la ciudad siguió vinculada a la Corona hasta 1437, fecha en que Juan II la concedió como dote, junto con otras ciudades y villas, a doña Blanca, hija de Carlos III el Noble de Navarra, por desposarse con su hijo Enrique. Este gesto no debió sentar nada bien, puesto que, ante las quejas, el monarca les comunicaría en 1439 que no pensaba enajenarla de la Corona. Sin embargo, la revocación de la merced hecha a doña Blanca no llegó hasta 1442 debido a las presiones ejercidas por los de la ciudad. La solución del asunto no debió resultar fácil, puesto que en 1444 el futuro Enrique IV se dirige a los de Ciudad Real para que conserven el servicio del rey contra todos los que pretendieran enajenar la ciudad de la Corona, prometiéndoles nuevas mercedes. La solución adoptada, que explicaría lo anterior, fue sin duda traspasar el señorío de la ciudad al príncipe Enrique. Así debió ocurrir, puesto que en 1452 Lope de Cernadilla se declaraba «corregidor e justicia mayor desta dicha ciudad por nuestro señor el príncipe».

A fines de 1453 se inician las capitulaciones del nuevo matrimonio de Enrique con doña Juana de Portugal, mediante las cuales el infante percibiría 100.000 florines de oro del cuño de Aragón, ofreciendo a cambio 18.000 doblas anuales de renta en Ciudad Real, Ciudad Rodrigo y Cáceres. En el acuerdo se declaraba «que si en los dichos logares Ciudad Rodrigo e Ciudad Real e villa de Cáceres ha algunas personas que tengan de nos o del dicho señor rey mi padre o de algunos de sus antecesores o de otra alguna persona algunas rentas, derechos, fueros e jurediciones por cualquier manera que sea, de mercet o de juro o de heredat o de cierto tiempo, nos las fagamos tirar, librar o desenbargar para las la dicha infante aver conplida mente sin fallescimiento alguno»; precisando más adelante: "Otrosí nos obligamos... los dichos lugares... Ciudad Rodrigo, Ciudad Real e la villa de Cáceres, e prometemos por el dicho juramento que actual e verdaderamente los daremos en prendas por la dicha mantenencia, dote e arras, con todas sus fortalezas, castillos, rentas, derechos, costunbres, jurediciones ceviles e criminales, alto o baxo, mero e mixto inperio e faremos meter la dicha señora... en la posesión actual e corporal dellas e las faremos libres.» El 1 de diciembre Lope Gonzáles, procurador de doña Juana, depositaba los 100.000 florines en manos del mercader Fernán López de Medina y de Fernán Rodríguez de Ciudad Real.

Poco habían durado las promesas y la ciudad volvía a ser objeto de las conveniencias de la Corona. Las negociaciones continuaron hasta enero de 1455 en que se establecieron las definitivas, siendo confirmadas por el monarca en febrero de ese año. Las propuestas se convirtieron en realidad: «Fue acordado e firmado... que por conservación e seguranca de las dichas arras fuese emperrada e obligada... Ciudad Real, que agora es del dicho señor rey de Castilla e en sus reynos, con todas sus tierras e términos e juresdisción cevil e criminal, alta e baxa, e mero e mixto inperio, rentas, patronadgos de yglesias e conplidamente con todos sus derechos e pertenencias..., de guisa que ella aya e posea la dicha cibdat con todas sus pertenencias e cosas sobredichas como al libre e entero señorío della pertenescen e deven pertenescer, salvo aquellas rentas e cosas que son dan conjuntas a la Corona real... que nunca las ovieron las reynas que andes della fueron... E que la dicha cibdat le será entregada con este entendimiento, que las rentas al señorío della pertenescentes que la dicha señora infante o sus herederos ovieren non se ayan de descontar en las dichas arras nin en parte dellas... Los quales veinte mill florines puesto que pagados sean, si el matrimonio fuere departido por muerte del dicho señor rey... que la dicha señora infante tenga por ende la dicha Ciudad Real en toda su vida... así e dan conplidamente como si los dichos veinte mill florines non fuesen pagados. E muriendo la dicha señora infante después de los dichos veinte mill florines ser pagados, entonces la dicha Ciudad Real finque livre e desenbargada al rey.» También se acordó que el rey «mande asentar e sean asentados en sus libros a la dicha señora infante un quento e quinientos mill maravedis..., los quales ella averá en cada un año para ayuda del mantenimiento de su persona e casa... Especialmente le serán librados todos en las alcabalas e tercias de iglesias e qualesquier otras rentas que al dicho señor rey pertenescieren... en la dicha Ciudad Real e villa de Olmedo..., e averá los dichos un quento e quinientos mill maravedis desde este perimero día de enero..., e desde este mismo día averá las rentas que después dello tendiesen la dicha Ciudad Real e villa de Olmedo o de otra villa que en su lugar fuere dada». En caso de que el matrimonio no fuese consumado, aunque sí celebrado, y ocurriese algo que plantease dificultades, se estableció «que ella aya por ende todas sus arras e la dicha Ciudad Real en la forma que encima es declarada, e tanbien aya la dicha villa de Olmedo o otro lugar que le por ella fuere dado». Como se puede apreciar, la vinculación de Ciudad Real era la que no cambiaba ni se ponía en cuestión. En marzo de 1456 se la ve ya ejerciendo el señorío al ordenar que se hagan los repartimientos en la ciudad sin hacer agravios y que los regidores no hagan «excriptos» a ninguno. En 1462 Enrique IV incrementó la dotación al hacer merced a la reina de los pedidos y monedas de Ciudad Real, Olmedo y Torregalindo y sus tierras. Los incidentes surgidos con el nombramiento del infante Alfonso como rey de Avila, era lógico que afectasen fuertemente a la ciudad. Sus habitantes no veían con buenos ojos la figura del rey ni la de su señora, lo cual explica la autorización que dio el monarca a don Juan Pacheco en 1466 con el fin de que domase criados para la casa real de las ciudades de Ubeda, Baeza y Ciudad Real, para que estas ciudades estuviesen más a su favor. Tanto Enrique como Alfonso se disputaron los favores de la ciudad y su señorío.

Parroquia de Santiago   Parroquia de Santiago (s. XIII) tras la restauración terminada en 1991, que devolvió al templo su estructura original.

Muerto Alfonso, Enrique IV reconoce como heredera a la infanta Isabel por el Tratado de los Toros de Guisando. En él, de nuevo, aparece la ciudad sometida a los vaivenes de la política, pues Enrique le concedía como patrimonio a Isabel varias ciudades, entre las que se encontraba Escalona, lo cual planteaba ciertos inconvenientes, estableciéndose que «si por ventura la dicha villa de Escalona no se le diere, que se le aya de dar e dé Ciudad Real o la villa de Olmedo o Tordesillas». Con posterioridad Isabel optó por quedarse con Olmedo. Doña Juana, mientras dando, continuaba ostentando el señorío de la ciudad, y en 1473 y 74 se la ve disponiendo determinados asuntos; pero ya son tiempos de poca estabilidad en todo el reino, que afectarán considerablemente a Ciudad Real, y, como era inevitable, ésta se vio envuelta e las luchas sucesorias. Su señorío, no obstante, no aparecerá discutido, hasta que en abril de 1475 los Reyes Católicos levanten el juramento de fidelidad y pleito homenaje que hicieran a doña Juana.

La ciudad quedó vinculada a los monarcas, que no concedieron su señorío hasta finales del siglo XV, siendo la destinataria la princesa Margarita, esposa de don Juan, el heredero, la cual en 1498 le confirmó todos sus privilegios y mercedes. Dada la proximidad de esta fecha a la del matrimonio de esta princesa con el heredero, es probable que le fuese concedida como dote. Y aunque el heredero murió a los posos meses de casado, en octubre de 1497, la princesa conservaría el señorío. A finales de septiembre de 1500 aún se hallaba en posesión de él, siendo una posible fecha de su término la de su segundo matrimonio con Filiberto, duque de Saboya, en 1501.

Como se ve, derechos y rentas de la Corona en la ciudad fueron enajenadas en diferentes momentos, aunque no en su totalidad, si bien en la mayor parte de los casos a personas muy allegadas al monarca, a personas de su familia y de su entorno más próximo. Pero siempre conservó parte del aparato recaudatorio de los diferentes tributos, a través de los cuales hacía presente también su poder en el núcleo.

Pese a los privilegios concedidos, Ciudad Real tuvo que contribuir a la hacienda real. Ya desde 1261, al conceder Alfonso X ciertas franquezas a los caballeros de la ciudad, se habla «de aquellos que el nuestro padrón fizieren», expresión que está haciendo referencia al ámbito tributario de la misma y que más adelante explicita al mencionar los excusados y martiniega, aunque ocasionalmente se concedieron franquicias parciales por un determinado período de tiempo, como ocurrió en 1273 para acelerar el poblamiento. Sin embargo, con el paso del tiempo las cantidades recaudadas para engrosar la hacienda real fueron subiendo de cuantía, debido al aumento de su población. Sin saber exactamente a cuánto podía ascender su montante, es indicativo el hecho de que en 1312 Fernando IV hiciese donación de las cantidades recaudadas a su esposa doña Constanza para su mantenimiento. No obstante, la ciudad atravesó también por períodos críticos de cierto despoblamiento que obligaron a los monarcas a paliarlos mediante la exención de tributos. Un caso de este tipo ocurrió a mediados del siglo XV y motivó que en 1452 Enrique IV otorgase dichas exenciones por unos años a los que llegasen a repoblar.

Es durante el reinado de este monarca cuando se conoce que las rentas reales en la ciudad constituían principado y que su montante en el año 1468 ascendía a 480.000 maravedís, cifra de cierta relevancia dentro del ámbito tributario. Prueba de ello es la referida concesión de su señorío a determinadas personas de la familia real e incluso la anterior pretensión anexionista de la Orden de Calatrava.

Sin embargo, el sistema impositivo y el abanico tributario que la Corona mantuvo en la ciudad se vio inmerso en las transformaciones introducidas para el conjunto del reino. Ciudad Real era un enclave más diluido en el total. Se mantendrían, fosilizadas, ciertas tributaciones del sistema antiguo, como el yantar, la martiniega, la fonsadera y la moneda forera.

El yantar era un tributo consistente en la redención, mediante una cierta cantidad de dinero, del deber que tenían los súbditos de albergar y sustentar en sus casas al rey y su séquito cuando aquél pasaba con su corte por la ciudad o lugar que ellos habitaban. Sancho IV se lo reservó cuando, siendo infante, prometió en 1282 entregar la ciudad a la Orden de Calatrava. Sin embargo, se puede decir que el yantar debió ser pagado a los monarcas durante casi toda la Edad Media, dado el carácter de la ciudad como lugar de tránsito y de las variadas estancias de los reyes en ella. En cierto modo asimilado a este impuesto, aunque se trata de algo distinto, se encuentra la obligación que tenía el concejo de aposentar y dar ropa a determinadas personas enviadas por los reyes a la ciudad. Si bien fue motivo de ciertas irregularidades, este concepto gravaba a determinados vecinos de la ciudad, como los que se vieron obligados a aposentar en sus casas a los oficiales de la chancillería, una vez creada ésta en dicha población, aunque con posterioridad se permitió echar sisa para pagar sus posadas.

La martiniega era la renta o tributo territorial que los terrazgueros de los lugares de señorío debían al señor por el disfrute de la tierra y en reconocimiento del dominio ajeno sobre el predio que poseían. Esta renta, pagada al rey en los territorios realengos, adquirió la significación de un impuesto de carácter público. Se pagó en el territorio de la ciudad desde muy temprano, posiblemente ya con anterioridad a la fundación, puesto que en 1261, cuando se señala que no la paguen los vecinos de las aldeas cuando el concejo fuere a la hueste por mandato del rey, ya aparece mencionado. sin embargo, no se vuelve a tener noticias de él hasta 1492 en que aparece un tal Juan de León, con el cargo de «cogedor de la martiniega» de dicha ciudad, cobrando «el dicho derecho de martiniega de un Garci Sánchez, tundidor». Esta última mención permite bien a las claras establecer la continuidad de este tributo durante todo el período medieval, luego fosilizado y que se mantuvo en 12.000 maravedís. Como es obvio, existía la exención de pagarla «de muros adentro».

La fonsadera era el tributo consistente en la redención en metálico del servicio militar. Dada su finalidad, cabe suponerlo no regularizado, sino condicionado a la actividad guerrera, y en determinados casos no se recaudaría. La obligación del concejo de participar en la hueste o fonsado del rey, se aprecia claramente, pues en 1261 Alfonso X, al conceder el Fuero Real a la ciudad y determinadas franquezas a sus caballeros, habla de «el anno que el conceio fuere a la hueste por mandado del rey», al igual que se conoce que en 1297 Fernando IV envió a Bartolomé Martínez para que cobrase en la ciudad el servicio de la fonsadera, que no había sido pagado en dos años.

Ciertas cantidades de «moneda para la guerra», que parecen confundirse con la fonsadera, quedan registradas en la documentación desde 1297, en que se detraen de ella 8.000 maravedís para construir ciertas torres y murallas de la población.

La moneda forera era un tributo que se pagaba al rey cada siete años, derivado de que los concejos compraban de este modo al monarca su derecho de acuñar moneda, facilitando a la hacienda real los recursos necesarios a cambio de que no se acuñase durante un período de tiempo determinado. Su percepción se la reservó también para sí Sancho IV cuando, siendo infante, prometió en 1280 dar Ciudad Real a la Orden de Calatrava. Cuando en 1469 Enrique IV hizo francos y libres a ciertos vecinos de la ciudad de una serie de tributos, menciona todavía la moneda forera, aunque no se puede precisar si se trata de una mera fórmula diplomática u obedecía a un hecho real. Al estar más o menos vinculado este tributo a las fluctuaciones monetarias, es lógico que su percepción aparezca de un modo más irregular y no de forma muy clara.

Probablemente en la época de Alfonso XI se introdujo en la ciudad el cobro de las alcabalas, tipo de renta que acabó siendo ordinaria y que terminó gravando con el 10 por 100 el valor de las compraventas y cambios que se efectuaban, generalizándose en el reinado de Enrique III. La primera noticia que se tiene de su cobro en la ciudad es de 1376, si bien no se puede determinar si fue ocasional o se encontraba ya institucionalizado, pues no se vuelve a tener noticia del mismo hasta 1423 en que Alfonso Sánchez Tesorido, arrendador de las alcabalas de la ciudad, no pudiendo hacer frente al pago del arrendamiento, tuvo que vender un trozo de majuelo y un quiñón, cuyo importe recibiría Sancho Ruiz de Olmedo, recaudador de las alcabalas. Parece probable que con anterioridad a dicha fecha se encontrase ya regularizado.

Apenas se tienen noticias sobre lo que podía suponer su recaudación, pero sí debía resultar de una cierta entidad, puesto que con cargo a ellas se concedieron juros a determinadas personas e instituciones. En 1475, doña Catalina de Castilla, priora de Santo Domingo el Real de Toledo, tenía 15.000 maravedís situados en dichas alcabalas; en 1477 los reyes concedieron a la ciudad un juro de 10.000 maravedís sobre ellas, del cual tendrían que descontar unos 6.000 para pagar a una serie de vecinos, y en 1493 los mencionados monarcas trasladaron a la alcabala de carnes de Ciudad Real el juro de 10.000 maravedís anuales concedido al prior y convento de Calatrava sobre las de la ciudad de Córdoba.

Tales alcabalas se integraban en un conjunto de rentas, de las que en 1492 era arrendador el judío don Eca, el cual tenía como recaudador de las de Ciudad Real a Diego de Torquemada. A su vez una serie de rentas se encontraban subarrendadas a determinados vecinos de la ciudad, tales como Lope Franco, «arrendador de la renta de los paños»; Diego de Haro, «arrendador de los linos e sayales»; Lope de los Olivos, «arrendador de la renta del pan», y Bartolomé Sánchez, «arrendador de la renta de la leña». Todos éstos lo eran en el mencionado año, pero en el anterior aparecen como arrendadores Antón Bravo y Fernando Alfonso de Moya, «arrendador del pan e liencos e sayales». Un par de años más tarde aparece como arrendador de la renta de la zapatería de la ciudad un tal Francisco de Hinojos, el cual se quejó a los monarcas de que los oficiales de la misma habían hecho liga con el fin de defraudar al «arrendador del alcavala de la dicha renta». El documento es bastante ilustrativo de cuál era el sistema empleado en la percepción de los determinados tributos que debía pagar la ciudad.

A finales de 1491 hubo una especie de movimiento en el concejo con la pretensión de excusarse del pago de las alcabalas, alegando que la ciudad tenía mercado franco, lo cual debió motivar algún revuelo en la misma, aunque se sabe que en 1474 eran percibidas por doña Juana, señora de la ciudad.

En cierto modo asimilado a las alcabalas, y también en el reinado de Alfonso XI, aparece el llamado derecho de la vara, tributo que gravaba la venta de paños por menudo, «a varas», en la ciudad. Este tipo de impuesto no es desconocido ni exclusivo de la misma, sino que se daba probablemente en aquellas poblaciones donde la producción textil adquirió una cierta relevancia. El control de dicho impuesto se efectuaba mediante el registro y sellado trimestral de los paños que tuvieron los mercaderes, traperos y tenderos, así como otros vendedores, y mediante esta periodicidad se obtenía el control automático de las ventas. Este tributo, que percibía la Corona, fue enajenado por Alfonso XI a favor de Leonor Fernández, doncella de doña Leonor de Guzmán, en 1324, aunque no parece que la percepción del mismo la llevase a efecto, puesto que diez años más tarde el mismo monarca le confirmó el susodicho derecho ordenando que le acudiesen con él y le guardasen en todo su privilegio. Sin embargo, los realengos acudieron en solicitud de ayuda a doña Leonor de Guzmán, alegando que era cosa desacostumbrada en dicha población, a lo cual contestó doña Leonor que no lo pagasen. A partir de ese momento no se vuelve a tener noticia del mismo. La contestación a doña Leonor de guzmán de que no lo pagasen ni al rey hace sospechar que fuese quitado como tributo independiente, quedando englobado bajo otra denominación fiscal.

Cuando menos las alcabalas acabaron recaudándose conjuntamente con las denominadas tercias reales, integradas por las dos novenas partes del diezmo eclesiástico que se cobraba sobre cereales, vino, ganados y otros menudos de la producción agraria. Tal como queda registrado en la documentación, parece ser que su arrendamiento se hacía por separado, si bien recaería en múltiples ocasiones en los mismos arrendadores de las alcabalas. Aunque se trata de dos conceptos impositivos distintos, las cantidades recaudadas por ambos formaban generalmente una sola, por cuyo motivo resulta difícil su diferenciación en lo que respecta a sus cuantías. Sobre el importe de estas tercias en el arcedianazgo de Calatrava, tenían situados en 1401 los frailes de San Francisco de Ciudad Real 2.000 maravedís, cantidad que luego fue trasvasada a las tercias de la ciudad. En tiempos de Juan II, dicho monarca dio esta cantidad a la ciudad, lo cual fue confirmado por Enrique IV, y en 1498 los Reyes Católicos trasladaron su percepción a la Orden de Calatrava.

El almojarifazgo que se recaudaba en Ciudad Real se encontraba integrado por un conjunto de derechos de la Corona, entre los que se incluían algunos de carácter aduanero, sobre el comercio de importación y exportación, pero que abarcaba también otros ingresos. La percepción de esta renta, de la que no se conocen sus inicios, revertía a la Corona hasta que en 1421 fue enajenada a favor de don Alvaro de Luna, el cual la cambiaría, junto con las escribanías, a la Orden de Calatrava en 1434. Esta lo disfrutó durante el resto de la Edad Media, pues en la visita de 1510 todavía se cita, salvo un corto período entre 1475 y 1477 en que le fue secuestrado a la Orden por seguir al partido portugués.

Las comunidades judía y mudéjar, gentes del rey, se encontraban sometidas al pago de la cabeza de pecho, servicio y medio servicio. El impuesto aparece documentado en Ciudad Real en 1473, cuando Enrique IV hizo exentos a los vecinos, tanto cristianos como judíos y moros, de todo pedido, moneda y moneda forera; sin embargo, «los dichos judíos e moros que agora biven e moran... en la dicha cibdad en su tierra no sean quitos de la cabega del pecho e servigio e medio servicio que de cada anno les es repartido e pagan, mas antes que sean tenidos e obligados a pagar en cada un anno la dicha cabega del pecho e servigio e medio servicio». Dicho impuesto sería transformación de otro cobrado con anterioridad a dichas comunidades. En el reparto de las aljamas de judíos hecho en 1290, se encabezó a la de Ciudad Real con 26.486 maravedís, cifra superior a la de otras juderías de renombre. Probablemente, de la cifra recaudada por tal concepto desglosó Enrique II en 1371 los mil maravedís que concedió al maestre de Calatrava.

Durante un corto período de tiempo la Corona también extrajo en Ciudad Real una serie de derechos de la casa de moneda, correspondientes a la acunación que de la misma se hizo en la susodicha ceca de la ciudad cuando fue creada por el infante Alfonso en 1467 y nuevamente refundada al año siguiente por Enrique IV. Estos derechos que el monarca tenía sobre la acuñación fueron concedidos en 1469 por Enrique IV a su criado Juan de Salcedo.

Las cantidades que el fisco recaudaba en Ciudad Real por los diferentes conceptos no son apenas conocidas. Tampoco su montante global, salvo menciones dispersas, hasta época de los Reyes Católicos, en que se registran con una cierta regularidad. Hay que hacer notar el incremento progresivo de los totales a partir de 1490, con una diferencia considerable en 1495.

Las exenciones concedidas por Enrique IV, agravadas por la situación caótica por la que atravesó la ciudad durante la guerra con Portugal, acarrearon a la larga problemas al fisco, teniendo que recurrir los monarcas a determinadas posturas de dureza con el fin de que no continuasen los fraudes. Dicha defraudación fue practicada no sólo mediante las llamadas ligas o monipodios», acciones llevadas a cabo por determinados gremios o sectores artesanales con el fin de que valiesen menos sus rentas, sino también mediante la donación ficticia a eclesiásticos, los cuales estaban exentos de tributación. Al parecer, tampoco el fraude fue sólo obra de los pecheros, sino en ocasiones de los recaudadores. A veces se incurrió en ilegalidades tales como que los escribanos de rentas se entrometiesen en arrendar las mismas, no pudiéndolo hacer. Ante agobios económicos coyunturales, aunque cada vez más frecuentes, los monarcas no sólo aumentaron la presión fiscal, sino que tuvieron que recurrir a veces a otros sistemas, además de los repartimientos y monedas, como eran los préstamos de la ciudad, concretamente para la guerra de Granada. En 1487 ascendieron a la cantidad de 440.000 maravedís, subiendo en 1489 a 477.000 maravedís.

Para finalizar, añadir que el cobro de las alcabalas y tercias acabó haciéndose mediante el llamado encabezamiento, consistente en una cantidad global que se debía pagar en concepto de renta, corriendo el cobro a cargo del concejo. Este hecho, por lo que respecta a Ciudad Real, queda reflejado en la documentación a partir de 1496, fecha en que es de suponer que quedó regularizado.

La Corona no perdió tampoco oportunidad de interferir en los mecanismos del gobierno urbano. La forma de hacer presente al palatium fue mediante la designación de ciertas magistraturas que quedaban fuera del gobierno concejil o de la duplicación de otras similares.

A partir del siglo XIII comenzaron a aparecer en los municipios alcaldes nombrados directamente por el rey (alcaldes del rey), cuyo caso pudo ser el de Nuño García en 1280, para nuestra ciudad, y el de Juan Fernández de Pedrosa en 1444, lo cual marca un intervencionismo en la designación, que queda patente cuando en 1307 la reina doña María ordena al concejo que guarde su carta sobre el nombramiento de este oficial. Dicho intervencionismo a través de estos oficiales aumentó al implantarse el corregimiento, cuyos alcaldes, dependientes de él, anulan a los denominados alcaldes foreros. La tensión que estos alcaldes del rey y alcaldes ordinarios, como luego se denominaron, provocó en el municipio fue sin duda respecto a su coexistencia con los alcaldes concejiles y a la extensión del oficio a pecheros, puesto que era privilegio de caballeros e hidalgos. Caso similar ocurrió con el alguacil, pues cuando se implanta el corregimiento, se ve a los alguaciles, ahora varios, dependiendo del mismo o del juez de residencia, aun cuando sus competencias eran iguales que en épocas anteriores. Con frecuencia, estos alguaciles dependientes de los corregidores tenían participación en las multas, lo que explica la actuación de algunos de ellos en la ciudad, aunque eran pagados por el concejo y llevaban otros derechos. Al final del período estuvieron, en ocasiones, subordinados a un alguacil mayor, cuyo cargo aparece en nuestra ciudad a partir de la instalación de la chancillería. La misma interferencia del poder central se produce en el caso de los fieles, como se puede apreciar por el documento de 1466 del infante don Alfonso ya mencionado, que registra el intento de conversión de estos oficios en perpetuos y de designación por parte de la Corona.

El reciente proceso de limpieza y restauración devolvió la austera belleza de sus bóvedas, con restos de la decoración original de dragones en el ábside de la capilla mayor (Parroquia de Santiago)   El reciente proceso de limpieza y restauración devolvió la austera belleza de sus bóvedas, con restos de la decoración original de dragones en el ábside de la capilla mayor (Parroquia de Santiago).

Sin embargo, el palatium contó desde el comienzo con la posibilidad de hacerse presente en el contexto urbano a través de una serie de magistraturas, aunque las mismas no incidiesen de manera primordial en la trayectoria de la vida municipal. Ya se ha citado el caso del juez, al que hay que añadir otros oficiales, cuyas competencias giraban de modo preferente sobre el ámbito militar, tales como el alférez y al alcalde.

El alférez aparece en Ciudad Real algo tardíamente, pues desempeñando dicho cargo aparece en 1473 Juan de Torres, al cual se le confiscó en 1476 por seguir el partido portugués y posteriormente se le devolvió, ocupándolo hasta su fallecimiento. En 1477 aparece este individuo designado como «alférez mayor», expresión que hace sospechar la coexistencia de otros. El cargo, sin embargo, no es desconocido dentro del concejo medieval, puesto que se sabe con precisión que era la persona que ejercía el mando militar de las milicias concejiles. Por lo que respecta a Ciudad Real, formaba parte del cabildo o ayuntamiento, pues en 1473, siendo requerido éste por el procurador para sacar el traslado de un privilegio, firma entre los testigos Juan de Torres, que en aquella fecha lo ocupaba. El acceso al mismo era por designación real, como claramente queda recogido en la documentación.

Con funciones similares aparece también la figura del alcaide, aunque sus competencias eran algo diferentes. Son escasas y confusas las menciones que proporciona la documentación sobre su existencia en la ciudad; lo único claro es que era designado por la Corona. Tal vez desde su fundación existió alguna persona desempeñando el oficio, ya que Alfonso el Sabio mandó levantar el alcázar en la nueva población, pero resulta sorprendente que las menciones sean tardías. Lo que no aparece por ninguna parte es que el receptor de dicho cargo, si es que existió de forma regular, formase parte del concejo de la ciudad, tal como ocurrió en otras poblaciones.

Pese a todo, el gran instrumento utilizado por el poder central para intervenir en el gobierno urbano fue el corregidor, funcionario designado directamente por el monarca, que vino a sustituir en cierto modo a los jueces, aunque sus competencias fueron más amplias. Ya se ha indicado que el cambio se produjo en el reinado de Enrique 111 y la primera mención que ofrecen los documentos de la presencia de este personaje en la ciudad es de junio de 1407, en que aparece desempeñándolo Juan González de Zamora, que se titula «juez e corregidor», lo que hace suponer que la implantación del régimen de corregimiento se habría realizado hacía poco tiempo, puesto que el uso del término anterior aún perdura. Aunque estos funcionarios eran designados por el rey y, por tanto, se constituían en representantes por antonomasia de la autoridad y poder regios en la esfera local, se dan casos, como es el de Ciudad Real, en que son señoriales, si bien sus competencias son las mismas. Tal es el caso del dicho Juan González de Zamora (1407), Lope de Cernadilla (1452) y Juan de Bovadilla (1473). Tenían obligación de residir en la población durante el tiempo de ejercicio del cargo, aunque se aprecie el absentismo, en cuyo caso ocupaba su puesto el lugarteniente, si bien en algún momento parece que sus funciones fueron desempeñadas por el asistente, personaje cuya condición jurídica difiere muy poco de la del corregidor.

El corregidor designaba a los alcaldes y alguacil, como muestran los documentos de nombramiento, siendo uno de estos alcaldes el que ocupaba el puesto de lugarteniente en caso de ausencia. Respecto a la duración del cargo, es variable; si bien en sus comienzos intenta mantenerse la anualidad, posteriormente se llega a una fórmula mixta: anualidad con sucesivas prórrogas. Mientras ocupaban el cargo, estaban sujetos a inspección a través de los pesquisidores o veedores, y al finalizar su mandato quedaban sometidos al llamado juicio de residencia, que comenzaba una vez cesado el corregidor, cese que afectaba también a sus colaboradores. En cuanto a su retribución, si bien estos oficiales ingresaban algunas cantidades en concepto de determinados derechos (por la vista de procesos, por ejecuciones, por intervención de asuntos fiscales, etc.), el grueso de su salario era pagado por el municipio, que debía extraerlo de los bienes propios o por otro medio. Las retribuciones de los corregidores de Ciudad Real varían: en 1454 Gonzalo Carrillo cobraba 40.000 maravedís, mientras que dos años más tarde a Fernando de Silva se le asignan 24.000. Tales fluctuaciones quedan reguladas desde época de los Reyes Católicos, al asignar los monarcas en 1477 la cantidad de 200 maravedís al día para el corregidor García de Coces; la cantidad resultante, 73.000 maravedís, se mantendrá al menos hasta 1492. Esta suma, debido sin duda a las fluctuaciones económicas y a la pérdida de algunos derechos, se hizo insuficiente, motivando una queja ante los monarcas para que se les respetasen otros ingresos que tenían en concepto de ropa y posada, derechos que, suprimidos por los reyes, tuvieron que ser restituidos a los sucesivos corregidores, que alegaban insuficiencia del salario. Pese a todo, al municipio le resultaba una cantidad onerosa y que no podía cubrir con sus bienes de propios, por lo que tuvo que optar por otras medidas, como fue el establecimiento de una sisa para poder hacer frente a dicho concepto.

La guerra sucesoria desencadenada a la muerte de Enrique IV marca el límite del cambio de este oficial. Los Reyes Católicos, más preocupados por el poder de la Corona, es lógico que atribuyesen al corregidor una importancia que hasta entonces no había tenido, y bajo su reinado lo que se consolida no es el oficial, cuyas características definitorias no se alteran, sino el oficio, que se hace regular y permanente. Este hecho se aprecia claramente en Ciudad Real, puesto que la lista de corregidores prácticamente es continua desde 1475.

El campo de actuación de estos oficiales abarca los aspectos más variados de la vida ciudadana. Aunque su actuación comenzó centrándose en competencias de carácter jurisdiccional, tanto en materia civil como penal, no se redujo solamente a la instrucción de procesos, sino que tuvieron facultades propiamente decisorias. En este terreno, como representantes y guardianes de la jurisdicción regia, entraron frecuentemente en conflicto con la jurisdicción eclesiástica. Su ámbito de actuación, al menos desde época de los Reyes Católicos, rebasa los límites de la administración puramente local, pues su jurisdicción abarca el territorio circundante, el alfoz, como es el caso de Ciudad Real, y en este punto la documentación plantea algunos interrogantes, como es la supuesta extensión de su jurisdicción a otros territorios, bien de la Orden de Calatrava, como de otros. En el terreno municipal y fiscal, el corregidor presidía el concejo y se encargaba de revisar y modificar, si era el caso, las ordenanzas del municipio. Su vertiente policial hacía que se encargase de los servicios de limpieza y abastecimiento, conservación y promoción de servicios y obras públicas, reparación de muros..., así como la fiscalización de ingresos del municipio, cuentas de propios, repartimientos, etc. Estaban encargados también del orden público, persecución de blasfemia, usura, pecados públicos..., y, ocasionalmente, se ponían al frente de las milicias concejiles, adoptando una vertiente militar. Su actuación también estaba relacionada con la política económica general (cría y conservación del ganado caballar, inspección de mercancías foráneas...), y con la religiosa de la monarquía (relación con minorías confesionales, por ejemplo). En definitiva, su figura, con muy amplias competencias, resultó crucial para dar al traste con las cotas de autonomismo local, siempre recortado y condicionado, que habían adquirido los municipios tras la concesión de su carta foral.

Pero la Corona, aunque no lo pretendiese en sus orígenes, aprovechó la existencia de la ciudad para que le sirviese de punto de anclaje en sus intervenciones sobre un contexto mucho más amplio que el estrecho marco territorial de la misma, no sólo desde el punto de vista político, sino también económico y social. Para ello no dudó en reutilizar y hacer derivar hacia su provecho la formación de determinadas instituciones en su seno, sobre todo la de la Hermandad Vieja. En momentos delicados, como en 1282, la ciudad había hecho un pacto de hermandad con Toledo para defenderse contra todo aquél que quisiere conculcarles sus fueros y libertades; en 1295 firmó también la general del reino, así como en 1298. Pese a todo, la zona era una espacio en el que se refugiaban ladrones y maleantes, que, asaltando a los viandantes, ponían en peligro el normal desarrollo del núcleo. La monarquía requirió a los alcaldes de la ciudad su persecución, que comenzó a hacerse efectiva cuando se organizó un colectivo que acabó denominándose Hermandad Vieja. Pese a que su instauración había sido realizada hasta determinado plazo, su operatividad aconsejó su mantenimiento, encargándose incluso de sancionarla la Santa Sede a fines del siglo XIII. Funcionaba de forma autónoma respecto a las de Toledo y Talavera, con las que se unió bajo un tipo de federación en 1302.

Apoyándose en ella, así como en las de las otras ciudades, la Corona pudo actuar sobre espacios que no pertenecían a la ciudad, pero sobre los que le interesaba ejercer ciertos controles. Así fue vista sobre todo por Alfonso XI, que ratificó su existencia y perduración en otro de los momentos en que iba a disolverse. Su importancia fue en aumento y no fue abolida cuando los Reyes Católicos crearon la Hermandad en todo el reino.