El gobierno de la ciudad

CIUDAD REAL EN LA EDAD MODERNA

EL GOBIERNO DE LA CIUDAD

El ayuntamiento presidió en Ciudad Real durante la época moderna, al igual que en las restantes localidades castellanas, todo el acontecer diario de la población y fue el cauce natural de actuación política de los grupos dirigentes. La progresiva centralización del aparato burocrático y administrativo de la Monarquía marginó a las ciudades de la toma de decisiones políticas, quedando muchas veces como meras ejecutoras de los dictados de la Administración central, aunque, con el tiempo, las oligarquías locales alcanzaron un notable grado de autonomía en la vida social y económica local. Desde épocas muy tempranas el Gobierno de Ciudad Real tuvo, como el de tantas otras localidades castellanas, un carácter oligárquico. La elite fue ennobleciéndose a lo largo del XVI, como ya hemos visto.

Para Ciudad Real fue una tragedia la incorporación de los maestrazgos de las Ordenes a la Corona, pues perdió su sentido originario de baluarte realengo frente a Calatrava. Ciudad Real apenas participó en los grandes acontecimientos de la historia externa de las épocas de Austrias y Borbones, salvo con el servicio de hombres y dineros. Los monarcas, cada vez más sedentarios, no se dignarán a visitarla y su papel será proclamar reyes, tremolando el pendón, recibir información, cada vez menos, de paces, viajes reales, jornadas y poco más. Por lo tanto, si sólo atendiéramos a los grandes acontecimientos habría poco que historiar.

La ausencia de voto en Cortes de la ciudad condicionó durante toda la edad moderna la vida de Ciudad Real, especialmente en un aspecto básico como fue la fiscalidad. En efecto, durante todo el siglo XVI y XVII no poseemos ninguna referencia de que los ciudarrealeños intervinieran en la concesión de tributos como alcabalas y servicios, ambos negociados a través de las Cortes. Pero, además, tras consultar todas las intervenciones de Toledo en el siglo XVI (más de veinte cuadernos de petición particular en Cortes) obtenemos una serie de conclusiones muy significativas; en primer lugar, que Toledo se arrogó la representación fiscal de Ciudad Real ante la mo narquía, situando a Ciudad Real como un partido fiscal incluido en la provincia de Toledo; segundo, que los procuradores toledanos fueron losencargados de distribuir y cobrar como receptores los servicios de la ciudad (de la que extraían, a título personal, el 1,5 por 100 de las cantidades); tercero, que los toledanos -frente a las tesis de Ciudad Real- se opusieron hasta 1535 al encabezamiento de alcabalas porque, aun siendo beneficioso para el común de las ciudades, era lesivo para los grupos dirigentes de Toledo, que prefirieron el sistema de arrendamiento al de gestión directa; en cuarto lugar, en fin, porque los representantes de Toledo jamás trasladaron a las Cortes ninguna otra petición que no fuera en beneficio de la propia ciudad, aunque sistemáticamente aludían a que representaban una jurisdicción más amplia, entre la que se incluía -y los textos de la época son elocuentes- Ciudad Real.

Ciudad Real ni siquiera contó un edificio en el que celebrar dignamente las sesiones municipales. Los testimonios sobre el mal estado de la casa de audiencia y cabildo serán constantes en los tiempos modernos. Ramón González Díaz ha descrito, entre otros, las vicisitudes de la Casa del concejo entre los siglos XVI y XVIII. Los Reyes Católicos concedieron a la ciudad en 1484 las casas y tienda del judaizante Alvar Díaz, confiscadas por la Inquisición en pena de su herejía, para destinarlas a ayuntamiento. El edificio contaba con una capilla dedicada a la Purísima Concepción de Nuestra Señora, abierta al culto en 1538, misterio de especial devoción para el cabildo de la ciudad. El Emperador autorizó al concejo a establecer una sisa en 1534 para obtener 120.000 mrs. con el fin de sufragar las obras del edificio. La fachada de la audiencia ciudarrealeña presentaba un corredor de madera sostenido por columnas del mismo material. En 1741 fue derribado y las columnas de madera sustituidas por arcos de mampostería. En los años centrales del XVIII se construyó una sala en la planta alta para celebrar sesiones y un balcón de hierro, colocándose unos escudos. La casa del ayuntamiento sufrió los efectos del terremoto de 1755 y, años más tarde, en 1765, un incendio

Foto de comienzos de siglo   Foto de comienzos de siglo. En primer término la casa consistorial del siglo XVII, hoy la única subsistente de la antigua plaza.

Las ordenanzas municipales de 1629, recogiendo una tradición anterior, disponían que se hicieran dos cabildos ordinarios a la semana, los lunes y viernes, convocados por el toque de la campana de la iglesia de San Pedro. Durante la Cuaresma, el de los viernes se trasladaba a los jueves por los sermones. Antes de comenzar la sesión, el cabildo oía en el oratorio una misa de Espíritu Santo, tal y como corresponde a una sociedad fuertemente imbuida de los valores de la religiosidad barroca. La asistencia de los regidores a los cabildos era obligatoria, salvo causa justificada, norma tan loable como reiteradamente incumplida. Marina Barba ha estudiado el absentismo de los regidores con las actas de sesiones del siglo XVIII. El desinterés que muestran por el gobierno de la ciudad, que no es específico de Ciudad Real, no tiene que ver ni con su escasa remuneración -1.000 mrs. al año-, ni tampoco expresa resistencia ante el sector dominante del ayuntamiento. Para la mentalidad del momento era más importante poseer un cargo que ejercerlo. La estadística nos engaña con sus asistencias y ausencias, pues no todas las sesiones son homogéneas; verdaderamente importantes había pocas al año. Las ordenanzas disponen que cuando en el concejo se tratare cualquier asunto referente a los regidores o a sus parientes deberían salir de la sala, medida tan justa como inútil, pues no se hace falta la presencia física para controlar una votación.

Ciudad Real, desde la Baja Edad Media, tuvo un corregidor que, generalmente, fue letrado, aunque no faltan algunos nobles al frente del ayuntamiento. El corregidor, «los ojos y oídos del rey», con sus funciones administrativas, gubernativas y judiciales, fue la figura principal del municipio. Dentro de la estimativa de los distintos corregimientos del reino, el de Ciudad Real fue poco apreciado por los pretendientes de cargos. Así, en una de las festivas «Cartas» de Eugenio de Salazar, dedicada a los pretendientes o catarriberas, fechada en 1560 y publicada en el Epistolario Español, el autor nos presenta a un grupo de estos individuos que esperan la provisión de oficios. Uno de ellos piensa que van a proveerse muchos y muy buenos y otro, le contradice con estas palabras:

«pues yo tengo un amigo en casa del secretario Eraso que me mostró la minuta de provisiones de oficios que están mandados hacer y no son sino siete, y ésas muy ruines, porque entran en ellas los corregimientos (o por mejor decir los corrimientos) de Madrigal, Ciudad Real y Tordesillas»

Ciertamente, una ciudad con escasos propios y jurisdicción reducida no resultaba muy atractiva para los representantes de la monarquía. En cambio, era una ciudad tranquila: el problema de los bandos estaba solucionado desde el XV, la oligarquía no parece haber sido especialmente conflictiva, los cuestiones de competencias fueron pocas y, por lo poco que sabemos de delincuencia, tampoco era una ciudad inquietante. Ventajas indudables que, sin embargo, tenían sus contrapartidas. Escaso salario, 4.400 reales a mediados del XVIII Pagados de los propios, pocas actuaciones judiciales y administrativas -por ejemplo, reducido término que se visitaba rápidamente- y también faltaban villas dependientes del corregimiento de la ciudad. En definitiva, menos derechos y menos actos por los que cobrar. Incluso en el siglo XVIII había dificultades para encontrar una vivienda digna al representante regio, como nos cuenta Marina Barba. El mismo autor ha descrito la toma de posesión del juez real. Se trata de una ceremonia sencilla y no exenta de cierta solemnidad. Dos regidores, los más antiguos, salían a recibirle a las puertas de la sala; posteriormente, el corregidor saliente le tomaba juramento. El corregidor tuvo, a veces, un alcalde mayor letrado y algunos nombraron tenientes de corregidor, casi siempre entre miembros de la oligarquía ciudadana.

EL REY

«Por cuanto la ciudad de Ciudad Real en memorial que puso en mis Reales manos me representó lo antiguo de su población, las honras que había merecido a los Reyes mis Predecesores en premio de sus servicios hechos a la Corona en todos tiempos, como lo manifestaba el haberse establecido en ella la Real Chancillería, que hoy reside en la ciudad de Granada, como también el Tribunal de la Santa Inquisición, que actualmente se halla en Toledo, y la Tesorería de Provincia con Arcas Reales, Superintendencia, Contaduría y las demás oficinas correspondientes, desempeñando esta distinción con el cuidado que era bien notario, hasta que en el año 1750 se mandó se uniese al Gobierno de la villa de Almagro la Intendencia y que residiese en ella el Intendente con las respectivas oficinas a su despacho, privando a Ciudad Real de las preeminencias y prerrogativas que gozaba como Capital de la Provincia de La Mancha; y me suplicó que en esta atención fuese servido de mandar se volviese y reintegrase a ella la Superintendencia, Tesorería, Arcas reales y demás Oficinas, y que corriesen en la misma forma que habían estado antes de pasar a la expresada Villa: Y vista esta instancia en mi Consejo de Hacienda y Sala de Millones (a donde tuve por bien de remitirla) y tomándose por él los informes y noticias convenientes de los Directores Generales de mis Rentas Reales, con lo expuesto también en su oposición por la citada villa de Almagro, y oído sobre todo a mis Fiscales, me hizo presente lo que se ofrecía en Consulta de 17 de octubre del año próximo pasado: y por resolución a ella vine en que se pasase a Ciudad Real la Intendencia con las Oficinas de Rentas, desde primero de enero de este presente año, agregándose al Intendente el Corregimiento, y nombrándose gobernador para Almagro...»

El proceso que llevó a Ciudad Real de mero corregimiento de los últimos del reino a capital de provincia fue largo, no exento de retrocesos. Si el número de hombres, es uno de los elementos que permite afirmar al primacía de unas localidades frente a otras, en la región manchega existieron, tanto en el XVI como en los dos siguientes, numerosos núcleos con población parecida a la de Ciudad. Baste pensar en Ocaña, Da¡miel, Almagro, etc., por no citar las de La Mancha oriental como Villarrobledo. A la capitalidad podían, por lo tanto, acceder numerosas localidades, una vez que la distribución por partidos, heredada de la Edad Media, resultara ineficaz. La organización hacendística está en los cimientos de la decimonónica división provincial. Los historiadores locales han aceptado unánimemente como primer paso hacia la capitalidad el establecimiento de la tesorería y contaduría de millones, reafirmado en tiempos de Carlos II. Si bien es cierto que la hacienda saltó por encima de los antiguos partidos, todavía quedaba un largo camino por recorrer.

En el reinado de Fernando VI, siendo ministro el conde de Valparaíso, personaje fuertemente ligado por vínculos económico y familiares a Almagro, consiguió el traslado de las oficinas hacendísticas a la capital calatraveña. La oligarquía de Ciudad Real, consciente de que sin una función administrativa, su ciudad quedaría convertida en un pueblo grande, inició un largo proceso de reclamación para conseguir la vuelta de la capitalidad. Idas y venidas a la corte, junto con la redacción de memoriales, configuran la larga lucha de una población que se resistía a quedar marginada. Dos caballeros diputados, ligados a las más rancias casas de la ciudad, don Luis Antonio Treviño y don Diego Muñoz y Vera, fueron los encargados de comunicar, en sesión extraordinaria celebrada en noviembre de 1760, la noticia de la vuelta de la capitalidad. La cédula de Carlos III, publicada por Isabel Pérez Valera, recoge, como sucede con documentos de este tipo, parte de los argumentos empleados por Ciudad Real en la larga contienda; los servicios prestados por la ciudad y, sobre todo, recordaron al monarca los organismos administrativos y judiciales que habían ido a parar a otras localidades. La oposición de Almagro no fue suficiente y así en 17 de octubre de 1760 se celebró consulta en la que se adoptó la resolución. La ciudad pidió un documento real y el rey envió su real cédula a 15 de febrero de 1761.

Cabe recordar aquí las palabras de Pérez Valera «¿Qué tipo de población sería Ciudad Real si no ostentara la capital de la capital de la provincia? ¿Almagro, sería una ciudad tan bella y armónica si hubiese tenido que albergar las dependencias oficiales?» Pero, con toda razón, podemos darle la vuelta al argumento: sin duda las dominicas, el torreón, la casa de la torrecilla, y un sinfín de palacetes de la calle de la Mata estarían en pie.

Localidades con los mismos méritos que Ciudad Real para convertirse en capital de provincia no faltaron. Ahora bien, quizá el ser realenga y contar con una oligarquía poderosa e influyente fueron factores determinantes. Esta elite no pudo luchar contra otras ciudades de la Corona de Castilla, como Granada y Toledo. Sin embargo, siempre resultó vencedora frente a los grandes poblaciones manchegos.

En el siglo XVIII, como sucederá en la Corona de Castilla, la figura centralizadora del intendente creará conflictos de competencias. La intendencia desapareció cuando las demás del reino hasta que 1749 corregimientos e intendencias se unieron, incrementándose el confusionismo. La intendencia pasó a Almagro y en 1761, como ya hemos dicho, volvió el intendente-corregidor. Poco después, ambos cargos se separarían. El corregimiento de Ciudad Real, persistió como corregimiento de letras desde 1770.

Los regidores constituyeron el verdadero gobierno de la ciudad, bajo la atenta mirada del corregidor. No tenían función judicial, salvo en casos excepcionales, y entre sus competencias estaba formar parte de las distintas diputaciones de la ciudad. Cargo de carácter temporal en origen, cuando se inicia la Edad Moderna en Ciudad Real se encontraban perpetuados. La ocupación de los regimientos dio lugar en los últimos tiempos de la Edad Media a luchas de bandos que, en ocasiones, tuvieron un carácter de enfrentamiento de castas: los. conversos con los cristianos viejos. Durante la guerra civil castellana quedaría el régimen municipal ciudarrealeño definitivamente establecido con la creación de cinco nuevos regimientos y la devolución del oficio a algunos de los desposeídos durante los altercados.

Recuerdo de las luchas medievales era el privilegio de que ningún comendador ni caballero de las Ordenes Militares pudiera tener oficio de regimiento, privilegio reiteradamente confirmado por los primeros monarcas de la Edad Moderna que, tras la incorporación de los maestrazgos y la transformación de las Ordenes, dejó de tener sentido, por lo que fue incumplido reiteradamente.

Mayor alcance social tuvo el privilegio otorgado por Enrique IV en 1468, a consecuencia de las luchas de bandos. Por él, los descendientes de conversos quedaron excluidos de todo cargo público. Así pues, el ayuntamiento de Ciudad Real tuvo el dudoso honor de ser el primero que contó con un estatuto de limpieza de sangre. Las luchas de bandos medievales, más los procesos contra judaizantes desencadenados por el tribunal inquisitorial ciudarrealeño debieron reforzar el odio hacia los manchados. Durante el siglo XVI, que sepamos, se observó este privilegio, dando lugar a conflictos. Veamos uno de ellos de enorme significación. Antonio Sierra gastó muchos maravedises en la compra de un oficio de regimiento de los dos que el rey mandó acrecentar en Ciudad Real en 1557. Con su flamante título se dirigió al ayuntamiento, donde, según su opinión, «por pasiones particulares que algunos de los regidores tenían con él», no quisieron darle la posesión de su oficio. Los enconos, pasiones y diferencias que el problema de la limpieza de sangre podía suscitar en una pequeña ciudad en particular, aparecen reflejados en este caso.

La ciudad se apoyó en las leyes del reino, en el privilegio del rey don Enrique IV y ofreció al Consejo de Hacienda servir con la misma cantidad pagada por éste.

Antonio Sierra alegó pasión contra él y otras razones. La más importante era que nunca se había usado, estando derogado por falta de uso y, sobre todo, que en aquel mismo momento ocupaban dos oficios de regidor y una, juradería, personas descendientes de conversos. El Consejo de Castilla desestimó por sentencias de vista y revista las pretensiones de Antonio Sierra.

Cuando el pleito estaba en estado de revista una serie de vecinos -un regidor, un escribano, un médico, un bachiller y varios mercaderes- se presentaron en el pleito para contradecir la postura del ayuntamiento, lo que, sin duda, fue una imprudencia social, pues gracias a su personación sabemos que eran confesos, como antes que nosotros, lo supieron otros muchos más. La argumentación constituye un bello alegato en contra de la discriminación entre cristianos por el momento de su conversión, basada en el derecho divino, la ley natural y el derecho canónico.

El cabildo de regidores de Ciudad Real tuvo un carácter aristocrático muy marcado desde fines de los tiempos medievales. Tanto fue ser una oligarquía de nobles que domina el ayuntamiento, como una oligarquía que se ennoblece precisamente porque domina el ayuntamiento. Con el tiempo llegarían a mantener que hacía falta ser noble para gozar de un oficio de regimiento y así la hidalguía local trataría de vedar el acceso de los pecheros a los cargos de regimiento. Cuando un regidor iba a tomar posesión de su oficio daba información sobre su calidad y limpieza. Este trámite se reducía a presentar unos cuantos testigos que contaban su genealogía. Por ejemplo, en el recibimiento, efectuado en 1594 de don Francisco de Galiana Bermúdez, éste presentó su genealogía: era hijo de Luis Bermúdez y de doña Juana de Alfaro Treviño, nieto de Cristóbal Bermúdez y doña Isabel Carrillo y de Francisco Treviño v de doña Constanza del Berrio. Su hermano, don Cristóbal, era familiar del Santo Oficio y don Luis Bermúdez, caballero del hábito de Montesa. Era tanto como decir que ni en una Orden Militar ni en el Santo Oficio se había puesto la menor tacha a su linaje.

Las dificultades de la Hacienda regia motivadas por la política exterior son responsables de la venta de oficios perpetuos, como el adquirido por el desdichado Antonio Sierra. Fue la ocasión que gentes con dinero aprovecharon para entrar en los ayuntamientos. El deseo de honra, las ansias de acaballeramiento en algunos casos patológica, y el anhelo de desempeñar un papel político-social en el marco de la vida ciudadana constituyen factores del éxito de estos arbitrios que alteraron la vida municipal castellana. Naturalmente, la ampliación de los oficios no dejó de producir recelos entre quienes los poseían; la apertura de la oligarquía a quienes tenían dinero devaluaba la posesión de los oficios; no es extraño que se utilizaran todos los medios para impedirlo, si el comprador no reunía las calidades requeridas por ellos. La primera alteración en el número de oficios tuvo lugar en 1543. Años más tarde, en 1547, el emperador ordenó que se incrementaran los oficios en las ciudades del reino y a Ciudad Real se le asignaron dos oficios de regimiento y dos de jurados. En 1557 se incrementó otro oficio de regidor. Seis años más tarde se vendió otro oficio de regidor y en 1570 otro más.

Según un informe del corregidor ciudarrealeño, remitido al Consejo de Hacienda en 1581, la ciudad contaba con 15 regidores, aunque su número antiguo era de 16. No obstante, hacia 1560 el número de regimientos debió situarse en 19 o 20. Desde 1561 unos se habían consumido y otros vacado, hasta llegar a los 15 citados y, según el juez regio, «para el buen gobierno no hay necesidad de acrecentar más». Pero las ventas no se hacían por razones de buen gobierno, sino por voracidad fiscal; así, ese mismo año hubo una nueva venta de otro regimiento, adquirido en 262.500 mrs.

Precisamente una de las ambiciones de los miembros de la oligarquía titular de los oficios fue el que éstos se perpetuaran, pues, aunque eran propiedad del titular, era preciso el trámite de renunciarlos, lo que en caso de muerte inesperada podía llevar a que el oficio quedara vacante. Así la Corona obtuvo también dinero de la perpetuación de oficios. En el primer cuarto del XVII entre 1616 y 1622 se perpetuaron once oficios, diez a 46.875 mrs. y uno a 56.250.

El ayuntamiento de Ciudad Real, al igual que el de otras tantas ciudades castellanas, presentará a principios del XVII una situación ridícula: población en continuo descenso, una ciudad empobrecida y medio en ruinas con un numeroso y lucido cabildo. Así, por ejemplo, en 1623 había 17 regimientos, 14 de ellos perpetuos y tres renunciables. Los primeros se tasaron en 334.125 mrs. y los segundos en 277.875. Es decir, en unas 550 y 454 fanegas de trigo a la tasa, respectivamente. A fines del siglo XVII, la ciudad alcanzó la cifra de 21 regidores perpetuos, según testimonio de Delgado Merchán.

Desde el mismo siglo XVII fue produciéndose una concentración de oficios en algunos linajes y serán frecuentes los depósitos de oficios en cabeza de un pariente, bien por estar disfrutando el titular uno o por impedimentos legales; por ejemplo, ser mujer o no tener edad suficiente. Con el tiempo se produjo un progresivo desinterés por los regimientos. A mediados del XVIII, el número de regidores era de 18, algunos de los cuales no se ejercían. Otros se concentraban en una misma persona. Así, don José Alfonso Velarde Muñoz poseía tres.

Ciudad Real, como tantas otras ciudades castellanas, tuvo que endeudarse para que no se incrementaran más los oficios. Los deseos de exclusividad de la oligarquía salían caros a las arcas municipales; en 1651 tuvo que pedir un censo para pagar los 1.000 ducados con que la ciudad sirvió a Su Majestad a cambio de que no se incrementaran más oficios. Gracias a estos memoriales contradiciendo las pretensiones de los posibles compradores, tenemos una visión más ajustada de las mentalidades del momento: los contradictores se extienden en señalar que las pretensiones son dañosas que nunca se cobrará y toda una serie de tachas que serviría para elaborar un voluminoso trabajo sobre la envidia y la emulación. Historias de tensiones soterradas que reflejan, en definitiva, numerosas miserias humanas. Veamos un ejemplo entre muchos.

Hacia 1646 Pedro de Velasco, hombre pechero, sintió, como otros muchos, deseo de formar parte del cabildo de la ciudad. Para ello adquirió un oficio de regidor perpetuo en 500 ducados, lo que demuestra ya una devaluación respecto a oficios anteriores. No tuvo suerte; el Ayuntamiento acudió al Consejo de Hacienda, contradijo la venta y en marzo de 1647, a cambio de un fuerte servicio pecuniario -los 500 ducados pagados por Pedro de Velasco más otros mil para el rey-, consiguió gracia para que nunca jamás se enajenara ningún oficio. Pero Pedro de Velasco no se dio por vencido; visto que no podía entrar de regidor, intentó ser procurador síndico perpetuo a cambio de 7.000 reales. El Consejo de Hacienda le despachó título que, inmediatamente, fue contradicho por el concejo, con los argumentos del excesivo número de oficios para la población de la ciudad, echando mano, una vez más, a las cifras míticas de vecinos de otras veces:

«y para tan corta vecindad es número excesivo los regimientos que tiene, pues cuando había diez y ocho mil vecinos no tenía más que diez y siete regidores...»

Además, acudieron a argumentos que revelan cierto cinismo viniendo de titulares de cargos venales; según el concejo, el cargo de procurador síndico al ser perpetuo no podría velar por los intereses del común y el daño sería mayor siendo del estado de los ciudadanos en quien se reparten semejantes cargas...

Una vez más, el concejo ciudarrealeño logró evitar la perpetuación del cargo de procurador síndico. Como los intentos de grupo dominante de frenar el aumento de cargos no siempre se vieron coronados por el éxito, el valor y, sobre todo, la estimación de los cargos de regimiento, como ya hemos visto, descendió, a la vez que subía el de los unipersonales, como son los del alférez y de alguacil mayor. Regidores perpetuos podía haber muchos, pero alféreces y alguaciles mayores sólo uno por ayuntamiento. En Ciudad Real, como en la mayoría de los concejos de cierta importancia, existía alférez desde la Edad Media, cargo provisto por Su Majestad, que también terminaría perpetuándose. En la mayor parte de la Edad Moderna el cargo de alférez tuvo un contenido totalmente simbólico, aunque su titular gozaba de ciertas atribuciones muy apreciadas para la época: llevar el pendón del concejo, desempeñar la jefatura de la milicia urbana, aunque no hubiera tal milicia, sentarse antes que los regidores y ocupar un lugar más preferente en las sesiones municipales y en los actos religiosos y, sobre todo, tremolar el pendón de la ciudad en el momento de la proclamación de los reyes y dar las voces de «Castilla, Castilla, Castilla por la Católica Majestad, Dios guarde y prospere muchos años...». No es por lo tanto extraño que este oficio, con el regimiento anejo, se tasara hacia 1630 en 787.500 mrs., el valor de 1.278 fanegas de trigo a la tasa.

No obstante, el oficio más caro y apreciado de todos los existentes en el ayuntamiento ciudarrealeño será el de alguacil mayor. El 30 de julio de 1630, el factor Bartolomé de Spínola, en nombre de Su Majestad, vendió a don Luis Bermúdez y Mexía de la Cerda el alguacilazgo en 3.196.000 mrs., es decir, el equivalente al patrimonio total de un labrador acomodado, o, si se prefiere, a más de 5.200 fanegas de trigo. Don Luis Bermúdez y Mexía de la Cerda constituye un ejemplo claro de pasión patológica por los oficios y mercedes venales. Años más tarde, como ya mencionamos en su momento, se convertiría en señor de vasallos. El comprador trató por todos los medios de singularizarse y de destacar del resto de la oligarquía. Así, no contento con ser alguacil mayor y señor de vasallos, adquirió otros cargos perpetuos o redondeó las atribuciones de los que tenía. En 1641 compró por 18.000 reales la facultad del primer asiento a la derecha del corregidor para su alguacilazgo. Asistamos a la sesión en la que, por vez primera, ejerció tan inútil como costosa preeminencia hasta entonces agregada al oficio de alférez. Tras presentar su título,

«y se levantó del asiento en que estaba asentado a la mano izquierda del dicho corregidor y se asentó en el lugar en que estaba asentado el dicho don Agustín Bermúdez, regidor y alférez mayor, y el dicho don Agustín se sentó en los asientos del izquierdo del dicho señor corregidor... »

Don Luis, además de poder nombrar teniente, poseía también el oficio de guardamayor de términos de la ciudad que, también por servicio pecuniario, agregó al cargo de alguacil mayor con facultad de nombrar dos de las cuatro guardas de campo. La alcaidía de la cárcel pública pertenecía a un vecino pechero de la ciudad que la había comprado en 1611. Don Luis consiguió que éste le renunciara la vara en su favor. Tal vara quedó incorporada a la alguacil mayor con facultad de nombrar sotalcaide. Así podía colocar a toda una clientela en los puestos claves de la ciudad. Tal cúmulo de competencias sólo despertó la oposición del hombre más rico de la ciudad, , don Gonzalo Muñoz, que entendió que el título de guardamayor era regalía de la ciudad, aunque el corregidor ordenó que se le diera la posesión, pues el rey lo mandaba.

Los regidores, como todos los cuerpos colegiados de todas las épocas, fueron celosos defensores de sus prerrogativas. Por ejemplo, las de cáracter judicial, acompañar al corregidor en las causas en que éste fuera recusado, lo que costó cumplir a algunos corregidores, como al licenciado don Diego de Acebedo contra quien la ciudad se querelló en 1601, por no querer aceptar a los nombrados por el ayuntamiento. Las posturas de los mantenimientos fue otra de las preeminencias exclusiva de los regidores. Y así varios corregidores fueron llevados ante el Consejo y Granada, por ejemplo, en 1591 y en 1613-1614. También pedirán en 1536 su derecho a estar presente el jueves Santo cuando se guardaba el Santísimo Sacramento y a custodiar las llaves. Los regidores antes de tomar posesión de su oficio juraban que suntentarían «la limpia concepción de Nuestra Señora, durante la Santa Madre Iglesia no determinare otra cosa...»

La institución del jurado es clásica de los grandes núcleos urbanos o de ciudades pequeñas con vocación urbana típica de la Meseta Sur y de Andalucía. Representantes de los intereses ciudadanos constituyeron la voz de las clases medias de la sociedad en el ayuntamiento. Cargo sin voto pero con voz, en el caso de Ciudad Real no llegaron a constituir cabildo.

En la primera mitad del siglo XVI fueron muy celosos de sus preeminencias, especialmente de la más preciada: confeccionar los padrones y, por tanto, intervenir en el encuadramiento estamental de la sociedad urbana. También presentaron querellas contra los representantes regios y tuvieron un papel muy activo en las residencias; por ejemplo, al licenciado Cerón le imputaron ciertos capítulos en 1543. Por otra parte, denunciaron a algunos regidores por infringir las leyes del reino; así en 1542 les acusaban de arrendar propios y tierras. Y, por supuesto, gozaron de ciertos privilegios. Así, en 1544 reivindicaban su derecho tradiconal a no pechar, contribuir ni a que les echasen huéspedes «sino como se guardaba a los hombres hidalgos de esta dicha ciudad». Es decir, los jurados disfrutaban de los privilegios de la hidalguía sin pertenecer a ella, lo que les fue discutido por los regidores. Sin embargo, estos conflictos fueron remitiendo con el transcurso del tiempo.

Naturalmente, como en tantas otras ocasiones, la perpetuación de los oficios desvirtuará el primitivo carácter de los jurados: la defensa de los intereses de la ciudad y la fiscalización del gobierno municipal. En 1581 había cuatro jurados, sin que al corregidor le constase que hubiese habido más número, aunque en los ayuntamientos de principios del XVI, llegan a aparecer hasta seis individuos con este cargo. El corregidor entendía que podían venderse dos o tres. En el año siguiente se vendieron dos a 60.000 mrs. y en 1597 otro en el mismo precio. Ciertamente, una diferencia muy grande, respecto al oficio de regidor. Si no se vendieron más fue por el escaso interés que despertaron entre los posibles compradores, entre otras razones porque era un cargo de pecheros. En el siglo XVIII había seis oficios de jurados.

La representación popular quedó a cargo del procurador síndico que desde fechas muy tempranas tenía el ayuntamiento de Ciudad Real. No se perpetuó, a pesar del intento de Pedro de Velasco, y, por lo tanto, siguió teniendo de carácter electivo. Al tratarse de un cargo unipersonal, un año lo desempeñaban los pecheros y otro los hidalgos. En principio elegido por las parroquias, desde fechas muy tempranas será nombrado por el propio ayuntamiento. Algunas veces este cargo fue desempeñado por jurados. Terminó reducido a la inoperancia, aunque no falten casos de procuradores síndicos muy combativos y trabajadores. Más bien dependió del talante concreto de la persona que de las funciones jurídicamente asignadas. Hubo intervenciones importantes y otras que no lo fueron. Su papel fue muy notable en todos los asuntos de arados de concejales, padrones, sobre todo en el XVI, redacción de ordenanzas, control de las actuaciones de los corregidores; por ejemplo, en 1623 se quejó el procurador síndico de que los corregidores hacían las visitas de las pesas y medidas cada cuatro meses, llevando 400 reales de derechos. Tanta visita era por lo poco que había que hacer. Veamos un caso curioso de intervención del procurador síndico en asuntos eclesiásticos. Juan Bautista Vélez otorgó testamento en 1633 y dejó todos sus bienes a la parroquia de Santa María del Prado con la obligación de decir una misa diaria a las once de la mañana. Luego la misa se pasó a los domingos a las doce y después hubo otras alteraciones. Lo importante para nosotros es que el procurador síndico intervenía en 1778 para solicitar el restablecimiento de la misa a las doce para que muchos viajeros no se quedasen sin oírla. Muy directamente intervino también durante el XVIII en cuestiones relativas al abasto, sanidad y langosta.

El problema de la mitad de oficios perdió pronto vigencia al imponerse el marcado carácter aristocrático en los cargos de honra. Sólo en los de Hermandad, en el ya citado de procurador síndico y en otros menores siguió en vigor en el siglo XVI. No dejó de originar pleitos y tensiones que se resolvieron por una ejecutoria y sobrecarta de 1585 y por otra sentencia de 1586.

A los cargos de la Hermandad general se les ha prestado poca atención en el ayuntamiento ciudarrealeño y es frecuente confundirlos con los alcaldes de la Hermandad Vieja, institución medieval que dura toda la Edad Moderna, a la que dedicaremos unas líneas más adelante.

La escribanía del ayuntamiento era servida en el siglo XVI por turno rotatorio entre los escribanos del número de la ciudad y estaba gravada con un censo perpetuo de 12.000 mrs., a favor del comendador de Fuente el Moral. En 1591 sería vendida por 1.000 ducados a Bautista de la Fuente, cantidad ciertamente muy elevada.

El siglo XVII conoció la venta de otros oficios públicos, además de los estrictamente vinculados al ayuntamiento. Hubo un depositario de penas de cámara agregado a la tesorería de alcabalas de la ciudad y su tierra y ambos oficios con 15.000 mrs. de salario se vendieron en 300.000 mrs. En 1581 había cuatro oficios de fieles ejecutores, uno a provisión de Su Majestad, y otros tres anuales que se sorteaban por parroquias. En 1592 se vendió la alcaidía de la cárcel por 180.200 mrs. a Juan Rosales de Salazar. En 1635 Bartolomá Spínola vendió la tesorería de millones a Antonio de Medina.

La ciudad tenía un oficio de corredor para mercadurías y otras cosas que se vendían en la ciudad y los arrendaba en 80.000 o 90.000 mrs. Pertenecía, por lo tanto, a los bienes de propios. Del valor del dicho oficio pagaba la ciudad 200 ducados de salario al año al corregidor, por lo que se contradijo el intento de venta alegando daño y perjuicio para la ciudad que no estaba sobrada de propios. Por este oficio, en caso de venderse, podían pedirse unos 4.000 ducados.