CIUDAD REAL DEL SIGLO XX
LA GUERRA CIVIL
En la copiosa bibliografía sobre la guerra civil española ofrece un característico apartado el estudio de las ciudades, tanto en su condición de objetivos militares como de centros de actividad política o de tensiones humanas. Con frecuencia algunos de tales estudios se reducen a catálogos, con mucha carga testimonial, de los horrores que durante aquellos dramáticos años vivió tal o cual comunidad urbana. No han sido, por el contrario, numerosas las investigaciones que de una forma programada y sistemática hayan abordado análisis, en un intento de historia total, de ciudades españolas -aparte de los casos paradigmáticos de Madrid y Barcelona- de la retaguardia. De ahí el valor de la tesis doctoral, aún inédita, de Francisco Alía Miranda. El Ciudad Real de la guerra contaba sólo con algunas aportaciones testimoniales, pero carecía hasta el citado estudio de una investigación adecuada.
La violencia desencadenada había tenido un antecedente en el intento revolucionario de octubre de 1934. También aquel conato tuvo su versión ciudarrealeña. Principales protagonistas fueron Antonio Cano Murillo, Calixto Pintor y Benigno Cardeñoso. Parece que las armas fueron suministradas por la Federación de Banca y ocultadas en el garaje municipal, del que era encargado Felipe Terol. El movimiento estaba previsto para la noche del 5 al 6 de octubre. Se instalaron artefactos explosivos en el puente de hierro, entre Ciudad Real y Fernáncaballero. Con todo, ni los artefactos causaron más daño que algunas traviesas voladas y escasos metros de rail levantados ni los comprometidos en el movimiento se echaron a la calle. Todo quedó en intento al que siguieron numerosas detenciones y un proceso que se prolongó hasta fines de marzo de 1935, imponiéndose a los conjurados diversas sentencias de cárcel, que cumplieron en los penales de Chinchilla y Cartagena hasta que, como consecuencia del triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, se les amnistiase. En esos meses, con sus principales dirigentes encarcelados y la Casa del Pueblo clausurada, el PSOE había sido el gran perdedor tras los sucesos de octubre del 34.
El clima de violencia que en la primavera de 1936 caracterizó toda la vida española estuvo en Ciudad Real protagonizado por la actividad paramilitar de las formaciones políticas y sindicales, tanto de la derecha como de la izquierda. La Falange contaba con 5 o 6 escuadras de muy reciente creación; por su parte las milicias tradicionalistas, el Requeté, cuyo jefe era Daniel Burgos, contaban con efectivos algo más reducidos, pero muy activos. El grupo de Renovación Española, con sede en la calle de la Cruz, número 8, tenía como dirigente a Manuel Navas Aguirre. Por su parte, las formaciones paramilitares comunistas y socialistas habían hecho acto de presencia en la vida ciudadana con la concentración celebrada en la Plaza de Toros el 21 de junio, en la que participaron unos 1.500 militantes, que desfilaron a los sones de la Internacional y de joven Guardia. La noticia de la muerte de José Calvo Sotelo contribuyó a exaltar los ánimos de los partidos y formaciones de la derecha, especialmente tras el funeral celebrado en la iglesia de La Merced, al que asistieron sus principales dirigentes. Conocida la noticia del alzamiento, el gobernador civil Germán Vidal Barreiro convocó a los principales líderes políticos y sindicales para tomar decisiones en defensa del régimen republicano. También lo hizo, por su parte, el coronel Salafranca, jefe de la escasa guarnición militar, así como las fuerzas de la Guardia Civil y de los Guardias de Asalto, aunque ambas fueran concentradas en Ciudad Real para ser enviadas en días inmediatos a Madrid.
La primera manifestación de la lucha que ya vivían otras ciudades españolas estuvo protagonizada en Ciudad Real por un grupo de falangistas, a cuyo frente estaba, enviado por la jefatura Nacional, Fernando Aguinaco Blanco, recién llegado de Madrid para preparar el alzamiento en Ciudad Real. Tuvo lugar al mediodía del 19 de julio y su escenario fue la llamada casa de los corcheros », por la industria allí establecida, perteneciente a la familia Mavor Macías, en el número 11 de la calle de Calatrava. Desde los balcones y tejados de la casa, un grupo de jóvenes falangistas, entre los que destacaban los hermanos Amadeo, Mateo e Isidoro Mayor, junto al citado Fernando Aguinaco, mantuvo un intenso tiroteo con las milicias populares, ya armadas en esas primeras horas. En la lucha hubo varios muertos, entre ellos Fernando Aguinaco, y varios milicianos heridos. Vencida la resistencia, fueron detenidos los hermanos Mayor Macías, Juan Cambronero, José Ruiz Cuevas y Manuel Ruyra, entre otros.
La violencia creció en los días siguientes, adueñándose de la vida ciudadana. El primero de agosto se producía la primera víctima de la represión: Daniel Burgos Grande, jefe del Requeté. Los próximos meses estarían caracterizados por la nota trágica de cientos de muertes violentas. Los numerosos refugiados que llegaban a la ciudad desde los frentes de batalla contribuyeron a exaltar los ánimos. La noticia del fusilamiento en Valladolid del alcalde José Maestro sumó razones a quienes proclamaban y ejercían la represión, pese a las voces que se levantaran contra ella. El Pueblo Manchego en su editorial del 15 de agosto, escribía: «Justicia y piedad. Nada de venganzas. Y si alguna se cometiese, que lo sería por parte de elementos indeseables metidos en nuestras filas, por individuos que, portadores de odios o rencores ajenos por completo a la limpieza y grandeza de nuestra causa, no han tenido el valor de liquidar sus cuestiones en otra época y se aprovechan de las circunstancias anormales en que vivimos. el Frente Popular debe ser el primer obligado a sancionarlos dura y ejemplarmente». Pero, como anota Francisco Alía, «de poco sirvió. La oleada represiva no había hecho más que empezar». No es cuestión de pormenorizar los nombres de todos aquellos vecinos de Ciudad Real que cayeron víctimas de esa violencia en los últimos meses de aquel aciago año. Baste recordar, como símbolo, al obispo de la diócesis, don Narciso de Esténaga, fusilado el 22 de agosto junto al Piélago.
La dimensión militar de la guerra
Se formarían en Ciudad Real varias unidades que inmediatamente partieron para el frente, sobre todo hacia la zona extremeña. Almadén era uno de los puntos clave de la provincia, tanto por su situación estratégica, en el camino hacia Andalucía, como por su riqueza minera. Entre las primeras unidades constituidas estaba la columna Miajada, organizada por el militante socialista Buenaventura Pintor, que el 30 de julio salía con destino inicial al frente de Córdoba, aunque posteriormente era desviada hacia Miajadas, en la provincia de Cáceres. Tras un primer encuentro con una columna enemiga, salida precisamente de esta última ciudad, se produjo una desbandada general de sus miembros, muchos de los cuales regresaron precipitadamente a Ciudad Real. Otra fue la columna Mérida, compuesta por 700 milicianos de la capital y de algunos pueblos de la provincia. A su frente iba el propio gobernador civil Vidal Barreiro. Su objetivo era Mérida. Al igual que la anterior sufrió un serio descalabro, producto fundamentalmente de la improvisación y de la falta de preparación y profesionalidad.
Entre los batallones de voluntarios, cabe recordar el batallón Adelante, organizado tras el regreso de la columna Mérida. En su reclutamiento y organización destacaron el capitán Cardeñoso, el teniente Tamayo y los alféreces de milicias Antonio Cano Murillo y Calixto Pintor. Estaba acuartelado en el antiguo colegio de los Marianistas y las prácticas de tiro las realizaba en la Atalaya. Su objetivo militar fue Talavera de la Reina. En su primer combate tuvo 30 heridos y dos muertos, uno de ellos Francisco Adamez, destacado miembro de las juventudes Socialistas Unificadas, cuyo entierro el 13 de septiembre fue una multitudinaria manifestación de duelo.
En noviembre se organizó el batallón José Serrano, nombre que tomaba del gobernador civil, que había regresado del frente donde había formado parte de la columna Mangada. En diciembre estaba destacado en Villarrobledo y en marzo de 1937 integrado en la 19 Brigada Mixta que operaba en el frente del Jarama. En enero de ese mismo año, la UGT organizaba el batallón José Maestro, con más de 500 componentes, que se incorporaba a la Brigada 32, y dentro del batallón Largo Caballero, combatiría en el frente de Madrid. Por su parte, Unión Republicana organizaría el batallón Martínez Barrio, formado por 575 hombres.
Las pérdidas materiales
El tesoro artístico sufrió también un duro golpe. La iglesia más afectada en daños había sido la catedral, utilizada primero como garaje y desde 1937 como cuartel. Aparte de la destrucción de la imagen de la Virgen del Prado, producida en fecha imprecisa en el verano de 1936, habían sido también destrozadas varias de las figuras del apostolado del retablo mayor, así como los altares e imágenes de las capillas laterales y la magnífica sillería del coro presidida por el sillón procedente del monasterio de Uclés. También el órgano colocado en 1907 fue destruido.
Se demolieron dos iglesias que ya estaban en situación muy ruinosa, la del antiguo convento desamortizado de San Juan de Dios, en la calle de Ruiz Morote, y la de los frailes carmelitas, junto al hospital, también sin culto desde la desamortización.
Una de las pérdidas mayores, desde el punto de vista artístico, fue la de todas las imágenes de los «pasos» de la Semana Santa, que ya contaba con una antigua tradición y un prestigio religioso y cultural en la región. Entre ellas había esculturas de los siglos XVII y XVIII procedentes de los talleres de Montañés o de la Roldana. Al lado de las imágenes procesionales, piezas escultóricas de singular valor destruidas fueron la Virgen de la Blanca, una talla del siglo XIII que conservaba la parroquia de Santiago, la Virgen de Alarcos, del siglo XIV, que presidía el santuario del cerro, y la Virgen de la Guía, una talla del siglo XVII, sentada en un sillón, procedente de Mejico y recubierta de plata.
El retablo de la catedral, obra de Giraldo de Merlo (s. XVII), sufrió grandes desperfectos durante la guerra civil. La antigua imagen de la Virgen del Prado, en el camarín, fue asimismo destruida. |
Por su reciente recuperación parcial merece unas líneas aparte el portapaz procedente del monasterio de Uclés, que tras la desamortización formó parte del tesoro de la catedral, siendo indudablemente su pieza más valiosa. En una de sus «Efemérides Manchegas», Francisco Pérez, «Antón de Villarreal», terminaba preguntándose: «¿Querrá Dios que algún día vuelva a enriquecer el tesoro de nuestra catedral-basílica el famoso portapaz de los caballeros de Uclés?» La pregunta iba a tener inesperada respuesta en el año 1986, justamente en el cincuentenario de su desaparición. De este hecho se hicieron eco todos los medios de comunicación, tanto locales como nacionales, que dedicaron su atención a describir aquella hermosa pieza formada por una placa de jade, de estilo bizantino, labrada en el siglo XI representando una «Anástasis» o bajada de Jesús al seno de los justos, enmarcada posteriormente en el siglo XVI en el taller conquense de los famosos plateros Becerril. Propiamente la joya constaba de dos piezas: la placa bizantina de jade y su precioso marco de plata dorada y esmaltes. Fue una de las piezas expuestas en la Exposición Internacional de 1929, asegurada por entonces en doscientas cincuenta mil pesetas.
Los hechos han venido a comprobar su sustracción en agosto de 1936, su paso por la Caja de Reparaciones del Ministerio de Hacienda, su posterior desguace para ser fundida su parte metálica y la existencia de 15 figuras, arrancadas de su marco quizá no susceptibles de ser fundidas por estar cubiertas en parte de esmaltes.
En un artículo publicado por el entonces director general de la Caja de Reparaciones, Amaro del Rosal, con el título de ¿Qué fue del tesoro del Vita?, resumía algunos aspectos de aquel episodio del final de la guerra y del comienzo del exilio republicano en Méjico y en otros países iberoamericanos. Viendo próximo el final de la guerra y su resultado adverso, el Gobierno comenzó a preparar el exilio y a habilitar fondos para esa operación. Por esas fechas se había adquirido el yate real Giralda que había pertenecido al rey Alfonso XIII. Una vez propiedad del gobierno republicano, se le dio el nombre de Vita. En enero de 1939 se había creado el Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles (SERE), presidido por el embajador Pablo de Azcárate. Dos funcionarios del Ministerio de Hacienda compraban en París 120 maletas donde se iban a transportar numerosas piezas de arte, depósitos de joyas de los Montes de Piedad y oro de numerosas incautaciones. «Su valor es aún misterioso -escribe Del Rosal-, pero en grandes líneas puede decirse que se componía de objetos de arte, oro en barras y amonedado, plata en barras y depósitos de diversos Montes de Piedad.» A finales de marzo, el Vita llegaba con ese valioso cargamento al puerto de Veracruz. Unos días antes había llegado a Méjico, donde permanecería, hasta su muerte, Indalecio Prieto. Tras dificultades con las autoridades de Méjico, el yate fue desplazado al puerto de Tampico donde se produjo el desembarco de su preciada carga, que el día 30 de marzo era transportada a la capital azteca. De qué se hizo con aquel tesoro previsto para el mantenimiento de los exiliados españoles, quedan aún numerosas incógnitas, tras una larga y agria polémica de acusaciones y justificaciones entre quienes fueron, directa o indirectamente, responsables de aquella operación. El propio Amaro del Rosal escribe: «A estas alturas resulta ineludible la pregunta clave que deben hacerse los españoles: ¿Qué fue de todo aquello? Están por explicar los paraderos, el empleo que se dio al oro, a la plata, a los valores y a las joyas y, sobre todo, debe aclararse qué se hizo con los objetos de arte», para concluir: «Mucho nos tememos que una gestión irresponsable convirtiera en lingotes de oro o plata aquellas colecciones numismáticas de valor incalculable y que se hiciera lo mismo con los objetos religiosos.» Ahí está sin duda la clave del destino del marco del portapaz, del que se desprendieron previamente las figuritas que ahora se han recuperado. Pero, insistimos, esto no aclara el paradero de la pieza central del portapaz, la placa de jade y su envío a Méjico posiblemente formando parte del tesoro del «Vita», el yate que transportó innumerables piezas del patrimonio artístico español. En el expediente elaborado por el entonces director general de la Caja de Reparaciones, Amaro del Rosal, quedan perfectamente claros tanto la intención de exonerar de culpa en tal expolio al entonces gobernador de Ciudad Real, José Serrano, como la ignorancia del proceso de destrucción del portapaz. De José Serrano asegura que «cursó instrucciones precisas para que actuaran con la misión de recuperar aquellos bienes y objetos de arte que elementos incontrolados venían apropiándose, al margen de todo derecho y ley. Esta acción tuvo sus resultados, lográndose la recuperación de varias partidas que fueron depositadas en el Gobierno Civil». Tales piezas fueron llevadas a la sucursal del Banco de España, a disposición de la Caja de Reparaciones, cuyo organismo central estaba situado en Valencia. Ahí se pierde la pista del portapaz, por lo menos en su integridad, pues unos meses después se encuentran algunas piezas que permiten asegurar que «por lamentable negligencia y fallo de control fue destruido en el servicio de fundición que la Caja de Reparaciones tenía establecido en Valencia y, sin duda, escapó al control técnico del representante del Patrimonio Nacional ante la Caja».
El proceso de la localización de los restos del portapaz y de su posterior entrega a la catedral queda sucintamente claro en la nota que, a tal efecto, facilitó la junta de Comunidades: «En el curso de una investigación destinada a una tesis doctoral sobre la guerra civil en Ciudad Real, su autor don Francisco Alía Miranda y, el director de dicha tesis profesor Manuel Espadas Burgos tuvieron noticia, tras una entrevista del primero con don Amaro del Rosal de que éste estaba preparando un expediente para la entrega al Ministerio de Cultura de unas figuras pertenecientes al portapaz de la catedral de Ciudad Real, la pieza más valiosa sin duda del tesoro catedralicio expoliado en 1936.
Transmitida esta información al consejero de Educación y Cultura don José María Barreda, se puso inmediatamente en contacto con el señor Del Rosal que aceptó la sugerencia de que las piezas fueran entregadas a la junta de Comunidades para que, posteriormente, retornaran a su propietario, la catedral de Ciudad Real.
Las incautaciones de edificios religiosos y civiles fueron numerosas. En cuanto a los primeros, todas las iglesias y centros eclesiásticos fueron incautados para luego ser destinados a otros menesteres, como cuarteles de tropa, almacenes o garajes. Tales destinos tuvieron la catedral y las parroquias, así como las capillas de algunos conventos. El seminario diocesano fue desde el 27 de julio sede de la Casa del Pueblo, trasladada desde su anterior ubicación en la calle de Ciruela; el palacio episcopal, a partir del 5 de agosto, fue destinado a sede del Partido Comunista; el colegio de San José albergó, desde fines de agosto, al Comité de Sanidad, para transformarse inmediatamente en un auténtico hospital de sangre; el colegio de los Marianistas, destinado primero como cuartel de la Guardia Civil, tras la salida de sus efectivos para el frente, fue incautado por las milicias y, más tarde, destinado a cuartel de los Guardias de Asalto.
Entre las incautaciones que afectaron a edificios civiles y de propiedad privada, cabe recordar la realizada por la FUE del Instituto de Enseñanza Media o las de la casa del marqués de Casa Treviño, en el Prado, para convertirla en sede del SIM, la de la familia Avala, en la calle de Alarcos, esquina a Juan II, incautada por la CNT, la de Elisa Cendrero, en la calle de Toledo, incautada por el Comité de Trabajadores de la Tierra, o la de don Juan Medrano, en la calle de la Paloma, destinada a sede de Izquierda Republicana.
Composición, con los restos recuperados del desaparecido portapaz de la catedral, situados en los lugares correspondientes del marro de plata dorada v esmaltes del taller de los Becerril (s. XVI). |
Empero, hay que hacer constar los esfuerzos que, desde Madrid, se hicieron para la protección del patrimonio, si bien éstos fueran estériles, al principio, por la absoluta anarquía reinante y por su nula incidencia en provincias como Ciudad Real totalmente en manos de las milicias populares. Tal es el caso de la junta de Incautación y Protección del Tesoro Artístico, creada a fines de julio de 1936, o de su continuadora, la junta Central del Tesoro Artístico, aprobada en abril de 1937, que pronto tuvo su delegación en Ciudad Real, donde ya prácticamente había poco que proteger, de la que fue presidente el director del Instituto de Segunda Enseñanza, Francisco Michavilla. De todas formas, en su reunión del 7 de junio se incluía entre sus cometidos inmediatos «que pronto tengamos en sitios seguros todos los testimonios de nuestro pasado glorioso, v el buen sentido revolucionario de todos habrá de procurar que el pueblo español, y no su clase privilegiada, disfrute del goce que proporcionaba la contemplación inteligente de las bellezas producidas por el genio de nuestros mayores en el transcurso de los siglos». La residencia de los jesuitas, que había sido utilizada como museo provincial desde 1932, tras la expulsión de la Compañía de Jesús, fue utilizada para preservar algunas de las piezas salvadas de la ola iconoclasta. Paralela v más interesada actividad desarrolló la Caja General de Reparaciones, destinada sobre todo a incautación de objetos de arte y dependiente del Ministerio de Hacienda, que presidía Amaro del Rosal, cuya delegación estaba en Calatrava, 7, y tenía como delegado en Ciudad Real al ex gobernador José Serrano, al que sucedió Angel García Simón. La investigación desarrollada por Francisco Alía ha podido comprobar la existencia de dos expediciones de objetos artísticos que, desde Ciudad Real y a través del Banco de España, se hicieron hacia Cartagena.
La antigua Dolorosa saliendo de la catedral, en una de las últimas semanas santas anteriores a la guerra civil, en que sería destruida. |
Las incautaciones de fincas
En cuanto a la propiedad rústica, el término municipal de Ciudad Real tenía 64.239 hectáreas, pertenecientes a 1.260 propietarios. El latifundismo era muy acusado, pues 55.022 hectáreas, es decir, el 85 por 100 de la superficie estaba en manos de sólo 19 propietarios. De acuerdo con el Registro de la Propiedad Expropiable, aplicando la base quinta de la Ley de Reforma Agraria de 1932, 8.864 hectáreas eran consideradas como expropiables.
A partir del mes de agosto, las incautaciones dirigidas por el Instituto de Reforma Agraria afectaron a varias de las grandes fincas, algunas de las cuales superaban las mil hectáreas, como «Benavente», «Valdarachas», «Santa María de las Navas», «La Puebla» y «Bienvenida». De la explotación de casi todas ellas se hizo cargo la Colectividad de Obreros Agrícolas de Ciudad Real, perteneciente a la Federación Española de Trabajadores de la Tierra, de U.G.T.
Una ciudad de la retaguardia
Se ha insistido, quizá sin demasiada base, en que Ciudad Real, pasada la efervescencia revolucionaria de los primeros meses de la guerra, con su secuela de violencia y represión, vivió los largos meses restantes «de espaldas a la guerra». Cierto es que, por una serie de razones, tanto la ciudad como su provincia quedaron marginadas de los frentes de batalla que se situaron en sus zonas limítrofes. Por otro lado, las medidas represivas que contra los artilleros, tras la subversión de 1929, impusiera Primo de Rivera y la salida de las fuerzas de la Guardia Civil hacia los frentes de combate, hicieron de Ciudad Real un recinto desmilitarizado, lo que no dejaba de ser paradójico en unos tiempos en que la figura del militar, de uno y otro bando, daban la tónica de la vida ciudadana.
Quizá con la sordina que imponía la lejanía de los frentes, la guerra se vivió en muchas de sus ingratas manifestaciones. Se vivió la realidad de una sociedad dividida, enfrentada e instalada en la delación y en el miedo. Se vivió en el compromiso de quienes marcharon a los frentes de combate y en el de quienes se esforzaban por mantener la moral de la retaguardia o de aquellos que actuaban, como quinta columna de otro bando contendiente. Se vivió en el hambre, en el frío y en las necesidades de aquellos tres lentos y lacerantes años. Se vivió en la experiencia de los miles de refugiados que, huyendo de las zonas azotadas por la lucha, cayeron sobre Ciudad Real. De los 26.228 habitantes que, según el padrón de 1935, tenía la ciudad, en la sesión del Consejo Provincial de diciembre de 1937, se daba la alarmante cifra, difícil de comprobar, de 75.000 personas. En cualquier caso, los efectos que sobre la vivienda, la convivencia ciudadana, los precios y el abastecimiento de la población produjo esta avalancha de refugiados, se hicieron sentir muy intensamente. Los «alojados», generalmente extremeños o cordobeses, las interminables colas, la imaginación para crear alimentos sustitutivos o el trueque de mercancías, ante la desaparición del papel moneda, se hicieron la norma de la vida ciudadana. Que, pese a la aparente calma, a veces se conmovía por el aviso o la realidad de un bombardeo. El bautismo de fuego de Ciudad Real tuvo lugar a las 12,30 del día 14 de diciembre de 1936, sin que las bombas arrojadas causaran víctimas ni grandes efectos materiales. La inesperada visita causó alarma pero también curiosidad, de forma que la prensa advertía, ante otro posible ataque, que la gente «no se estacionase en las calles», pues «las calles abarrotadas de público han sido por esta vez un incentivo a que el aparato hubiese lanzado contra ellas unas cuantas ráfagas mortíferas de ametralladora». El día 19 del mismo mes hubo otra visita de un avión que arrojó seis bombas, también sin daños personales. El ataque del día 21, a las 11 de la mañana, causó ya 10 heridos. De nuevo el 8 de enero se produjo otro bombardeo, igual que el día 11. El objetivo predilecto era la estación del ferrocarril. La frecuencia de estos bombardeos llevó a que se estudiase un plan de refugios, que nunca se llevó a cabo, al cesar los bombardeos, a que los vecinos habilitasen, a su buen saber y entender, los sótanos y cuevas de las viviendas, entonces muy frecuentes, y a que se instalase una sirena en la torre del Ayuntamiento para alertar a la población caso de un nuevo ataque.
En contraste con tales sobresaltos o con las dificultades apuntadas en el vivir diario, lo festivo también tuvo constante presencia. Espectáculos taurinos, fútbol, teatro y cine siguieron intentando paliar los efectos de la guerra, aunque su recuerdo era constante, pues casi todos los espectáculos tenían un fin benéfico para los combatientes o las víctimas, organizados muchos de ellos por el Socorro Rojo o por los numerosos comités. En algunos de los espectáculos taurinos intervenían diestros locales, como «Michelín» (Agustín Díaz) y «Grano de Oro» (Segundo Ureña). A veces a las funciones del teatro Cervantes venían figuras de Madrid, comprometidas en la lucha. Así en la sesión del 11 de octubre de 1936, intervenían Rafael Alberti y María Teresa León. Mientras que en el cine eran frecuentes las películas rusas, como las míticas El acorazado Potenkim, Octubre o Los marinos de Cronstadt. De unas de estas sesiones, comentaba El Pueblo Manchego: «Al abrirse el telón, apareció un magnífico retrato de Stalin, abarcando todo el fondo del escenario (...), se levantó de entre los espectadores que llenaban completamente el salón una verdadera oleada de entusiasmo, oyéndose vivas al guía del proletariado internacional.»
El final de la guerra
La crisis final de la guerra estuvo presidida, reflejo de lo que ocurría en Madrid, por el conflicto que el intento de golpe de Estado del coronel Segismundo Casado, en su afán de poner fin a la lucha, había originado entre las fuerzas políticas. La reacción de los comunistas a la Junta de Defensa creada por Casado, con apoyo de socialistas y cenetistas, tuvo también en Ciudad Real su versión. Se hicieron fuertes los primeros en su sede del antiguo palacio episcopal, llamado por entonces «palacio rojo», donde resistieron los ataques que desde varios lugares de la ciudad, principalmente desde la torre de la Catedral, donde se habían instalado dos ametralladoras, se les dirigían. El 11 de marzo el palacio fue asaltado por carros de combate, con el resultado de varias bajas. El gobernador civil, David Antona, militante de CNT, cortó por lo sano la resistencia comunista, muchos de cuyos combatientes pasaron a la cárcel, en la que se encontraban cuando las tropas de Franco hicieron su entrada pocos días mas tarde.
Superada la resistencia de los comunistas frente a los partidarios del coronel Casado, la situación en Ciudad Real estaba prácticamente liquidada. El día 27 de marzo se producía una gran ofensiva del ejército del Centro. Las fuerzas de los tres cuerpos de ejército que intervenían, al mando respectivamente de los generales Solchaga, García Valiño y Gambara, se desplegaron, dirigiéndose su extremo derecho hacia Ciudad Real. Al mismo tiempo, la quinta columna que había venido actuando durante los años de la guerra, se dispuso a tomar el poder en la ciudad. La Falange clandestina ocupó, sin resistencia, la comandancia militar y el gobierno civil, de donde unas horas antes su titular, David Antona, había huido hacia Alicante, donde sería detenido. En las últimas horas del día 28, desde Radio Ciudad Real, se daba cuenta del fin de la guerra y se emitía la Marcha Real.
Poco después de las seis de la tarde del día 29, las avanzadillas de las tropas vencedoras hacían su entrada en la ciudad. Era una sección de Transmisiones de la primera agrupación de la 13 División del Cuerpo de Ejército marroquí. En la mañana del 30 lo harían fuerzas de la 84 División, al mando del coronel manchego Alfredo Galera Paniagua, perteneciente al Cuerpo de Ejército del Maestrazgo, que mandaba García Valiño.
Inmediatamente se producía el relevo de autoridades. Luis Martínez se hacía cargo provisionalmente del Gobierno Civil, para cuyo cargo había sido nombrado, por Decreto del 29 de marzo, José Rosales Tardío, que tomaría posesión el 2 de abril. El mismo 30 se creaba una Comisión Gestora Municipal, presidida por Bernardo Peñuela y donde figuraban tanto hombres de la antigua Unión Patriótica primorriverista como de la joven Falange: Alfredo Ballester, Francisco Herencia, Antonio Prado, José Ruiz, Lorenzo Sánchez de León, Juan de la Cruz Espadas, Luis Martínez, José Cid, Juan Antonio Solís, Ramón Fontes, Isidoro Mayo y Ricardo Gómez Picazo.
La guerra había terminado, pero la paz tardaría en llegar, como ocurre en todas las guerras y, de forma más dramática, en las civiles. Comenzaba otro nuevo tiempo de represión. Las ejecuciones se iniciaron a comienzos de mayo. Los consejos de guerra se celebraban de acuerdo con la Ley de Responsabilidades Políticas promulgada en febrero de ese mismo año. Hasta noviembre de 1944, en que tuvieron lugar las últimas ejecuciones, se cumplió la sentencia de muerte en Ciudad Real capital de 988 personas, de ellas 150 eran vecinos de Ciudad Real y siete de Valverde y Las Casas.
Luego, el silencio se hizo sobre la ciudad. Como sobre toda la vida española. Represión, orden y hambre eran la triple expresión de un acontecer marcado por una victoria militar, por la consolidación de un régimen eh el que los valores de autoridad y orden eran axiales y por el precario contexto económico de un país desolado, de unos malos años agrícolas y de una vecindad europea marcada trágicamente por el comienzo de una guerra mundial.
Aún se atisba en algunas fachadas de Ciudad Real las improntas de los rostros del general Franco, con casco militar y la leyenda de «Franco, el caudillo» y del fundador de Falange Española, con la leyenda «José Antonio, el profeta», junto a otros textos de la época como el lema «Por la Patria, el pan y la justicia». Mientras, en los muros de la catedral persiste el nombre de José Antonio Primo de Rivera y hasta años muy recientes, en los jardines de Prado se elevaba el monumento a los caídos «por Dios y por España», hoy trasladado junto al cementerio como recuerdo de aquellos dramáticos años. La simbología del nuevo régimen estaba presente en toda la ciudad. Incluso algunos jardines reproducían en su seto el símbolo del yugo y de las flechas. Tal era el caso de los que adornaban la plazuela de la Audiencia.
Una ciudad callada
La vida religiosa y las solemnidades oficiales marcaban el calendario del lento discurrir de la ciudad. La primera, tras los años de persecución, se mostraba pujante y triunfal. Los templos, todavía con las huellas del expolio, abrían sus puertas y se veían repletos de fieles. Las manifestaciones en la calle eran numerosas: procesiones, rosarios de la aurota, misas de campaña... La Semana Santa iba recuperando poco a poco su antigua presencia en la vida de Ciudad Real. Perdidas sus antiguas imágenes, nuevos «pasos» sustituían, con mayor o menor acierto, a los destruidos. Se creaban nuevas cofradías muy en sintonía con el espíritu ascético y de .cruzada» de la época. Así la del Cristo de la Misericordia y la Virgen del Mayor Dolor, conocida desde su nacimiento como la «del silencio», que con el tiempo se convertiría en la más nutrida cofradía y en la procesión de más prestigio y fama de la Semana Santa ciudarrealeña.
Patio del Casino, símbolo de la sociedad burguesa de una capital de provincia. Fundado en 1887, su edificio es actualmente sede del Conservatorio de Música. |
Un hito importante en la vida religiosa de la ciudad fue la llegada de la nueva imagen de la Virgen del Prado, que iba a sustituir a la destruida durante la guerra. Era obra del escultor catalán Vicente Navarro y había sido policromada por el pintor manchego Carlos Vázquez. El 24 de mayo de 1940, víspera de la fiesta de San Urbano en que, según la tradición, había aparecido la Virgen, iban a recibir a la nueva imagen al límite provincial el alcalde, José Donado, el gobernador civil, José Antonio Elola, y en nombre de la cofradía, su hermano mayor, Miguel Espadas Cejuela, y su mayordomo mayor, Juan de la Cruz Espadas Bermúdez. La imagen entraría solemnemente en la ciudad el día 25. Aparte de la emoción del momento, a los ciudarrealeños les fue difícil identificar a su Virgen en aquella imagen, en la que ni el escultor ni, especialmente, el pintor habían reproducido con fidelidad las características de la antigua. Por si fuera poco, cuando los ciudarrealeños ya se habían identificado con la imagen, la carcoma la dañó tan seriamente que, diez años después, hubo que sustituirla por la actual imagen, obra de los escultores Rausell y Llorens, más fiel a la imagen primitiva.
Otro hito de aquellos años fue la visita a la ciudad del general Franco, del «Caudillo», el 17 de enero de 1940. El Ayuntamiento presidido por Fernando Bustamante le impondría la medalla de oro de la ciudad. Tras la visita a la Virgen del Prado, el discurso de Franco y el aplauso popular tuvieron como escenario el balcón central del palacio de la Diputación. Fue la más prolongada estancia de Franco en una ciudad en la que se prodigó poco, siendo más frecuente su presencia en la provincia con motivo de cacerías y monterías, uno de los símbolos sociales del régimen. En alguna de esas fugaces pasadas, bordeaba la comitiva oficial la ciudad por la ronda, donde las «autoridades y jerarquías» le cumplimentaban y donde el pueblo, arracimado tras el férreo cordón policial, atisbaba en qué coche iba el Caudillo y, con mayor o menor entusiasmo, daba muestras de «inquebrantable adhesión», como informaba la prensa.
El discurrir de una capital de provincia
Los actos y fiestas oficiales y las celebraciones religiosas marcaban el calendario y la vida de la ciudad, que social y urbanísticamente no se diferenciaba mucho de la de comienzos de siglo. Su mentalidad y sus criterios de comportamiento colectivo eran en esencia los mismos: un marcado clasismo social, más burgués que aristocrático, por lo tanto más preocupado de las apariencias que de las realidades; un código de valores individualistas y restrictivos, propios de una sociedad cerrada, afirmada tras una victoria militar en unos dogmas que consideraba inconmovibles. Esto, naturalmente, obligaba a mucho y cualquier peligrosa novedad podía remover las bases que sustentaban una sociedad aparentemente segura. A ello atendía el celo de la autoridad eclesiástica y con no menor denuedo el de la jerarquía oficial. Sólo en contadas ocasiones tales instancias entraban en breve conflicto. Pudieron ser casos como el estreno de la película Gilda, que ya había levantado su oleada de escándalo en Madrid y que, en Ciudad Real, originó protestas de las organizaciones católicas y un acto de desagravio en la Catedral en el que el Obispo Prior ocupó el púlpito para elevar su voz contra aquel atentado a las sanas costumbres. Pero esto era lo excepcional. Lo normal era que los criterios coincidiesen. Los cines, que eran los mismos «de antes de la guerra», el Proyecciones, el teatro Cervantes y el Olimpa, procuraban evitar en su programación las películas «granas» e incluso el último de los citados, de carácter muy familiar, se propuso proyectar sólo películas «blancas» y a lo sumo «azules», es decir, «aptas para todos los públicos». La diversión decente de la juventud y de las familias de buen tono quedaba así asegurada. La función de cine, que solía incluir un elevado consumo de todo género de frutos sectos, sobre todo en las localidades de «general», las más populares, incluía también su parte informativa y «formativa» en lo político, como eran el documental de Imágenes y el noticiario NO-DO. Las ocasionales apariciones del venerado Papa Pío XII solían originar un nutrido aplauso en el cine, reflejo tanto de una religiosidad militante como de la conciencia de «reserva espiritual de Occidente» con que se tenía a España. Alguna que otra película hizo época. Tal fue el caso de La Lola se va a los puertos, de Juanita Reina, que se proyectó durante varias semanas y desplazó a Ciudad Real a numerosos vecinos de los pueblos colindantes; o a comienzos de la década de los cincuenta, de Locura de amor o de Balarrasa, todo un mensaje para nos sociedad basada en los valores de cruzada.
En el Ciudad Real de la postguerra, una centuria del Frente de Juventudes. Al fondo, la Puerta de Toledo con los símbolos del nuevo régimen y la cruz en recuerdo de los caídos. |
Todavía el ritmo de las estaciones y de los cambios astronómicos, más que de los meteorológicos, imponía el uso del vestuario adecuado e incluso el lugar y tipo de paseo. El ciclo de invierno comenzaba indefectiblemente el día de los Santos, el uno de noviembre. Tal día y el siguiente, e de «los finaos», veían las iglesias más rebosantes que de continuo. El olor a naftalina era característico, pues las prendas de abrigo, hiciera o no hiciera frío, se sacaban de armarios y baúles. O «se estrenaba abrigo». Era la anterior semana de intensa actividad, incluso de agobio, para sastres y modistas. El 20 de ese mismo mes, el llamado «Día del dolor», el funeral de José Antonio, el «caralsol» ante el monumento de los «caídos», en el Prado, y los desfiles de centurias de Falange y del Frente de Juventudes daban la tónica a la ciudad. La Navidad era, por cierto, más callada y familiar y menos consumista y carnavalera que la actual. La asistencia a la «misa del gallo» y alguna que otra pandilla de gente del pueblo, jamás de la «buena sociedad», cantando villancicos por la calle, caracterizaban la Nochebuena. La de fin de año significaba algún baile «de sociedad» en el casino, algunos, no muchos, guateques en casas particulares, presididos naturalmente por los padres, no fuera que los chicos, en la insensatez de sus años, se desmandasen, y contados grupos, más o menos alegres, en la calle. Muchas personas comenzaban el año en la vigilia que la Adoración Nocturna celebraba en la iglesia de San Pedro.
El invierno transcurría monótono y hogareño. El cine y alguna excepcional función de teatro, cuando venía una compañía de Madrid, constituían la diversión semanal. La diaria estaba asegurada por la radio, con los «partes» de Radio Nacional, por los discos dedicados de «Radio Ciudad Real EAJ65», por los seriales de la cadena SER-inolvidables éxitos los de Ama Rosa o Lo que nunca muere o por la Cabalgata fin de semana de Bobby Deglané. Ninguna otra fiesta alegraba la vida ciudadana, pues los Carnavales habían sido borrados oficialmente del calendario festivo. Y más en la capital de la provincia que debía dar ejemplo y si no lo hacía, para eso estaban los gobernadores, atentos guardianes del orden público, uno de los valores supremos del régimen.
La Semana Santa abría el ciclo de primavera. El tiempo que fuera a hacer era preocupación familiar e incluso social. Las fachadas de lo que era todavía un pueblo manchego se encalaban, algunas calles adecentaban su adoquinado o su empedrado, los sastres y las modistas volvían a quedarse «hasta las tantas» terminando urgentes encargos para el Domingo de Ramos en que, indefectiblemente, había que estrenar. La calle era tal día, mucho más si lucía el sol, un desfile de trajes y vestidos nuevos. Muchos adolescentes pasaban del pantalón corto al «bombacho», mientras sus hermanos mayores pasaban de éste al largo. Otros lucían el «traje vuelto» del padre o de un hermano mayor. Toda la ciudad estaba pendiente de si se estrenaba algún estandarte, de si desfilaba alguna nueva cofradías o de la banda, a ser posible militar, que alegraría la mañana del Viernes Santo. Muchas chicas esperaban la llegada del jueves Santos para lucir la «tradicional» mantilla española, con la que ataviadas con discreto vestido negro y con un rosario de nácar o de azabache en las manos y acompañadas de un chico que, con frecuencia, vestía por primera vez su traje largo, visitarían los «monumentos» de las diversas iglesias, tras el final de los oficios.
El bello edificio de estilo racionalista del cine Proyecciones, obra del arquitecta Luís Labat Calvo (1933). Se inauguró el 28 de febrero de 1935 con la película «Romanza húngara |
Luego se tornaba a la monotonía. La fiesta del Corpus Christi inauguraba el verano. Se sacaba ese día la ropa de aquella estación, hiciera o no aún calor. Y comenzaban las verbenas: San Antonio, San Pedro, la Virgen del Carmen, Santiago. En realidad se reducían a numerosos puestos de golosinas, destacando las tradicionales «llaves», colocados en las inmediaciones de las respectivas iglesias que permanecían abiertas hasta muy entrada la noche para que se alternara la devoción con la distracción del paseo y, más bien, de la aglomeración popular.
Fueron años en los que la hoy recuperada Pandorga apenas se celebraba. La Catedral abría sus puertas hasta medianoche, mientras los escasos asistentes paseaban por el Prado, consumían algún refresco o presenciaban alguna breve muestra de bailes manchegos, mantenidos por el tesón del ya anciano «Mazzantini». La Feria era un punto y aparte en la vida ciudadana: las dos procesiones de la Virgen del Prado, las corridas de toros, los puestos y los carruseles en el Parque y, después de cenar, las dos verbenas, símbolo todavía de una división social muy arraigada en la mentalidad de la ciudad: la «Pérgola», en los años cuarenta y la «Talaverana», en las siguientes décadas, para las clases bien, y la «Ferroviaria», la popular «Ferro», para los demás. Marcaban además las Ferias el final del verano, al margen de los termómetros. Después de la « Octava» quedaba el Parque solitario; se paseaba entre la Plaza y el Pilar; si acaso, se avanzaba hasta la farola que se dedicara durante la República a José Maestro, entonces en el centro de la calle de Alarcos, ante la «emisora». Los últimos restos del verano quedaban definitivamente aventados con la romería de San Miguel, las fiestas de la Poblachuela, a las que acudían andando o en bicicleta muchos ciudarrealeños, indudablemente los más argoteros. Cerraba también San Miguel el año agrícola y era un punto y aparte en una ciudad todavía definida por el campo y la administración.
«Por ahora, hace diecinueve años, una mañana de junio entré por primera vez en el jardín del Instituto. Aunque había llegado la noche anterior, la impresión de Ciudad Real que se me quedó más grabada fue la vista de la calle de Caballeros, desde la esquina de la del Camarín. Entonces no estaba adoquinada y en las piedras del tosco pavimento y en las blancas paredes de las casas se reflejaba deslumbrando la luz del sol. Desde allí pude ver por primera vez el edificio donde habría de pasar, casi sin saberlo, los mejores años de mi vida. Penetré por la puerta de hierro de su jardín, de aspecto conventual, solitario entonces, pues ya era época de vacaciones. El paseo central, con sus árboles añosos, las viejas casas de la izquierda, la verja; ya todo ha desaparecido, como igualmente muchas de las personas que conocí aquella mañana. Pocos recuerdos conservo del viejo jardín, que no tardaría mucho en desaparecer. Creo que fue en 1946 ó 1947 cuando comenzaron a derribar las casas. Luego cayeron los árboles v quedó una gran explanada frente aÍ Instituto, que las lluvias del invierno convinieron en sucio barrizal. Aún recuerdo ver al señor Zorita, el viejo conserje, ir y venir nervioso entre los troncos caídos. ¡Había visto aquellos árboles reverdecer tantas veces en primavera!» Carlos López Bustos: «El Jardín del Instituto». En Un madrileño recuerda La Mancha. I.E.M., 1973. |