El nacimiento de una gran villa e bona


CIUDAD REAL EN LA EDAD MEDIA

EL NACIMIENTO DE «UNA GRAN VILLA E BONA»

La laboriosa creación de un núcleo urbano

Cuando Alfonso VII el Emperador arrebató en 1147 la plaza de Calatrava a los musulmanes, se abrió una nueva etapa en la historia de la cuenca del Guadiana, sin duda diferenciada, aunque continuadora, de la de su predecesor, el conquistador de Toledo. Sin embargo, esta nueva situación no se encontró exenta de titubeos y vacilaciones. Pese a los esfuerzos realizados por la Corona castellana para conseguir unas estructuras que consolidasen el control de la región manchega, instalando en ella a varios nobles y entregándola luego en su mayor parte a la Orden de Calatrava, la actuación de ésta en el ámbito de la organización de dicho espacio parece que no resultaba completamente satisfactoria, pues no llegaba a cuajar una estructuración lo suficientemente sólida como para poder dar respuesta a los retos que las nuevas coyunturas del reino le demandaban. La zona, por otra parte, resultaba crucial, dada su posición de centralidad en el conjunto del espacio, realidad que debe entenderse considerando tanto el punto de vista político-militar, como los factores socioeconómicos.

El documento más importante para la historia de la ciudad   El documento más importante para la historia de la ciudad. Su acta de nacimiento: La «Carta Puebla» otorgada por Alfonso el Sabio (1255).

Alfonso VIII había hecho un último intento de confiar en las potencialidades de la mencionada Orden, aunque, si se analizan bien los hechos, parece que siempre se guardó alguna solución de reserva. En este caso, en circunstancias un tanto oscuras y difíciles de explicar, se había quedado con el control del territorio de Alarcos, pese a que en 1189 expidiera a favor de la Orden ese documento tan generoso sobre delimitación de sus términos jurisdiccionales hacia la zona sur e impulsase, probablemente, a otros nobles a que transfirieran las tierras que poseían en la región a dicha institución. Como quiera que los resultados no llegaron a satisfacerle, decidió, para afrontar la nueva amenaza almohade desencadenada en tierras sureñas, fortalecer y fortificar - o si se quiere de otro modo, fortalecer fortificando- el núcleo defensivo de Alarcos. La precipitación de los acontecimientos, sigilosamente desencadenados, le sorprendieron sin que hubiera podido finalizar la tarea, dando al traste con la potenciación y organización de un núcleo fuerte que ejerciese funciones organizativas y centralizadoras en la región en todos los terrenos. Lo conseguido hasta esos momentos en la zona se vino abajo como consecuencia del gran desastre de Alarcos (1195) y toda la empresa quedó paralizada hasta tiempo después de la nueva consecución del control del territorio tras la victoria de Las Navas (1212). La muerte de dicho monarca, acaecida poco después de la batalla, así como la prematura de su heredero y los problemas sucesorios desencadenados por tal motivo, frenaron de nuevo el reinicio de los proyectos mencionados, no sin antes haber introducido pequeños cambios que se revelaban imprescindibles para la consecución de tales objetivos: así, el desvío, marginando en cierto modo a Calatrava, de la ruta Toledo-Córdoba, que se derivó hacia el territorio controlado por la Corona, constituyéndolo en final de etapa, con todo lo que ello conllevaba.

Estatua de Alfonso X el Sabio, fundador de la ciudad   Estatua de Alfonso X el Sabio, fundador de la ciudad, que preside la Plaza Mayor (abra de Joaquín García Donaire).

Fernando III no parece que prestó una especial atención a la formación de un núcleo fuerte, controlado por la Corona, en la zona, de tal modo que se tuvo que conformar con lo conseguido por su predecesor y reforzarlo que había. Sus preocupaciones eran otras. Su espíritu expansionista, así como el tener que hacer frente a la solución de problemas sucesorios que condujeron a la unificación del reino castellano-leonés, posiblemente dificultaron el asunto. No quiere ello decir que olvidase la región y que no estuviese atento a los asuntos de la misma, puesto que es en su reinado cuando se documentan los primeros intentos de control por parte de la Corona en la nominación y designación de maestres de Calatrava, pero no acometió la solución a los problemas organizativos del territorio.

El nacimiento de una «gran villa e bona

Las adversas circunstancias con que se encontró a la llegada al trono, así como la decidida política -luego fracasada por modernizar su reino e instalarlo dentro de las nuevas corrientes europeas, obligaron a Alfonso X a preocuparse del tema, adoptando una nueva fórmula luego de haber experimentado en persona y nuevamente el fracaso de la solución Alarcos. Sin duda la coyuntura resultaba ahora en parte más favorable para ello y, por otro lado, forzaba a la misma: la frontera se había alejado de manera sensible, la fuerza de los musulmanes peninsulares estaba francamente debilitada y el territorio, en consecuencia, no necesitaba de una solución meramente militar, de creación de un fuerte núcleo defensivo, sino ante todo aglutinadora y dinamizadora de los aspectos económicos, cuyo flujo circulaba por la zona, pero del que apenas se obtenían beneficios para la Corona. El traslado del centro económico de Toledo a Sevilla, o cuando menos el surgimiento de este último compartiendo funciones, había golpeado muy negativamente a los núcleos urbanos de la región cuyas funciones, mientras habían permanecido en frontera, jugaron un papel interesante. Ello dejaba a nuestra región en una situación de vacío que era necesario subsanar. Para ello nada mejor que crear un núcleo urbano. Porque, en definitiva, el nacimiento de Villa Real debe inscribirse sobre el telón de fondo de la situación socioeconómica general del reino castellano y en la más concreta de su entorno inmediato. El modelo económico calatravo se revelaba inoperante frente a las nuevas directrices económicas; nada mejor, pues, que crear en el centro de dicho espacio un núcleo urbano que ejerciese funciones organizativas, se surtiese de él y lo conectara con el resto de los territorios.

El monarca manifestó prisas en sus actuaciones, haciendo patente de este modo que pretendía poner en marcha un paquete de soluciones a la aguda crisis económica del reino. Todo se desarrolló en un corto espacio de tiempo: había accedido al trono casi al mediar 1252; hacia mediados de enero de 1254 -tal vez a su paso por la zona camino de Toledo procedente de las tierras andaluzas-, concedió exención de todo pecho y pedido, exceptuando moneda, fonsadera y yantar, a cuantos fuesen a poblar y se estableciesen en el interior de los muros con objeto de revitalizar el poblamiento de Alarcos y crear allí un núcleo urbano. Fue su intento, fallido, de aplicar la solución Alarcos. La explicación de su insalubridad resulta poco consistente, pues se olvida que la nueva fundación se realizó junto a una laguna que ha perdurado hasta el siglo pasado. Lo «doliente» del emplazamiento, ciertamente, era más bien de carácter moral: el desastre estaba próximo en el tiempo y la población todavía lo mantenía en el recuerdo. Fue, en fin, como alternativa al fracaso como buscó el emplazamiento en Pozuelo de Don Gil, aldea del territorio de Alarcos por donde transitaba el camino que unía Toledo con Córdoba, el cual sin duda ofrecía mayores posibilidades de éxito.

Con una celeridad sorprendente, procedió a reorganizar el control de ese espacio central, haciendo pasar a manos de la Corona, mediante cambios -pues no estaba en condiciones de adquirirlos de otro modo-, los bienes que determinadas instituciones y particulares poseían en el entorno de Alarcos y que la propia Corona había enajenado tiempo atrás.

Ciruela fue un caso a todas luces paradigmático de esa forma de actuar de Alfonso el Sabio. Concedida por Alfonso VII a Armildo Meléndez en 1156, su hija había recuperado sus derechos tras Las Navas y repoblado su territorio. Pero allí mismo obtuvo también propiedades el arzobispo toledano, que, entre 1225-1235, compró las heredades de los Armíldez, quedando así como único propietario. Permaneció en manos de la mitra toledana hasta que el 5 de febrero de 1255 -es decir, pasado casi un año del intento fallido de Alarcos y unos quince días antes de redactar el documento fundacional de Villa Real- el monarca cambia dicha aldea por la de Fuentes, en territorio de Hita (Guadalajara).

Villar del Pozo había pasado, posiblemente hacia mediados de los años 20 del siglo XIII, a menos de Alfonso Téllez, García Fernández y Ordoño Alvarez. Dicha aldea fue entregada por los mismos a la Orden del Hospital en 1226, encargándose la mencionada institución de otorgarle carta de población dos años más tarde. Su inclusión en el territorio de Ciudad Real motivó la reacción de los hospitalarios, que entablaron una disputa con la Corona por el control de tal circunscripción, saldada a su favor tras una sentencia de 1289.

Uno de los nobles mencionados, García Fernández, recibió en 1226 de Fernando III La Higueruela, sin que se conozca hasta qué fecha la retuvo en sus manos.

Poblete se encontraba en manos del Hospital del Rey de Burgos desde una fecha que se podría aproximar a las anteriores. Y en sus manos permanecía, al parecer, en el momento de la fundación de la ciudad. Ello motivó tal vez una serie de quejas, que acabarían solucionándose mediante la concesión por el monarca a comienzos de enero de 1256, a cambio de dicha aldea, de 300 arrobas de aceite anuales situadas en el almojarifazgo de Sevilla.

De Alvalá no se tienen noticias de que se encontrase en otras manos, e igualmente sorprende la no inclusión de Ballesteros.

Tales circunscripciones serían las que se otorgaron a la nueva villa, si bien resulta algo paradójico que el documento fundacional silencie por completo el enclave de Alarcos -cuya población y territorio fueron trasvasados al poco tiempo (hacia 1258) a la nueva villa, pero que quedaría como punto fundamental para cumplir las funciones defensivomilitares-, y sobre todo, el de Ballesteros. Este se encontraba en manos -casi con toda seguridad desde comienzos del segundo cuarto de ese siglo XIII, como en los casos anteriores- de los hermanos Tello Alfonso y Alfonso Téllez. Ambos dieron allí, en 1233, a la Orden de Santiago dos yugadas de tierra con destino al hospital de cautivos que la mencionada Orden tenía en Toledo. Y en manos de sus sucesores permanecería hasta que en 1371 la otorgaran a la Orden de Calatrava.

Sobre esa base territorial, ciertamente escasa para lo que era común en la época, pero esclarecedora de sus pretensiones y motivaciones, se decidió Alfonso en 1255 a fundar Villa Real. Porque lo que el Rey Sabio pretendía, en definitiva, con sus diferentes intentos, era crear un centro urbano con determinadas características: una «gran villa e bona», como dice el texto de la carta-puebla, y como él mismo repite en lo que atañe a su intento fallido sobre Alarcos. La expresión no es meramente literaria ni estereotipada y baladí. Es sumamente elocuente, pues resulta una transliteración de fórmulas empleadas, con un sentido preciso, en el territorio de la vecina Francia por esas mismas fechas y que, en todo caso, refleja la enorme modernidad y puesta al día del monarca fundador y su entorno más próximo. La fórmula concreta, la pretensión de levantar no un castillo o plaza fuerte, sino un centro urbano («villa»), con toda la serie de características que dicha palabra contiene y que tuviese, además, un volumen de población importante y organizado («grande»), unos determinados niveles de autonomía gubernativa y libertades, un dinámico mundo mercantil y que anudara unas especiales relaciones de vinculación con la Corona («buena»). En una palabra, Alfonso el Sabio pretendía con su fundación una realidad distinta a la de una ciudad a secas o a la de otra que llevase un calificativo más limitador. Porque la expresión «buena villa» no tiene un carácter restrictivo, sino comprensivo. Quería un núcleo con todas las características positivas imaginables, aunque resulte difícil precisar a qué cualidades concretas estaba aludiendo con dicha expresión.

Todavía en la década de los años cuarenta quedaban numerosos fragmentos de muralla   Todavía en la década de los años cuarenta quedaban numerosos fragmentos de muralla, como esta torre próxima a la Puerta de Toledo, utilizada romo vivienda.

No obstante, la serie de características con la que Alfonso el Sabio imaginó la fundación no se acabaron desarrollando en su totalidad, según sus deseos. A la postre, acabaría siendo una prueba más de la confusión que, con no poca frecuencia, hizo gala el monarca entre deseos y realidad. Tenía un espíritu más europeo, estaba más avanzado que el resto de sus súbditos, resultaba excesivamente pionero para su época: de ahí sus grandes fracasos, como le ocurriera en buena medida con Ciudad Real. Con ello no se quiere decir que el monarca no la dotase desde sus comienzos de los instrumentos más adecuados para ejercer el papel que él había pensado: hacerla una «gran villa e bona», equiparable a las mejores de su reino.

Pese a los esfuerzos realizados, la infraestructura territorial sobre la que podía ejercer jurisdicción la nueva población -el territorio del que debía obtener unos recursos que le resultaban imprescindibles- resultaba a todas luces escasa, por lo que se vio abocada a sostener unas relaciones de vecindad que en múltiples ocasiones no resultaron nada buenas. Era el talón de Aquiles de la nueva fundación.

Emplazamiento y rasgos urbanísticos

Villa Real fue fundada por Alfonso el Sabio en el pequeño núcleo de Pozuelo de Don Gil, el cual -luego del desvío que se produjo a comienzos del siglo estaba atravesado por el nuevo trazado de la ruta Toledo-Córdoba. Las condiciones naturales de su emplazamiento, más en llano, y el desarrollo de las funciones que se pretendía que jugase, sin duda eran mejores que las de Alarcos: enclavado en una colina, su defensa era más segura, pero más difícil el acceso de los transeúntes, que acabarían por dejarlo en una posición tangencial respecto de la ruta indicada. Por ello Alarcos no llegó a prosperar, pese a los reiterados intentos de crear en él un centro organizador del territorio que fuese más allá de las tareas defensivas.

A lo que parece, el propio monarca, durante una de sus estancias, se ocupó del diseño y trazado de dicho espacio urbano, en 1262, probando así la especial atención con que miraba el nuevo núcleo. Mantuvo en su interior el antiguo caserío de Pozuelo de Don Gil, ubicable en el entorno de la iglesia de Santa María, y delimitó la superficie de la nueva villa con una gran amplitud, como prueba de la grandeza que de ella esperaba para el futuro. La intervención directa de la Corona manifiesta el interés por conferirle unos caracteres específicos, que iban más allá del simple hecho urbano. La delimitación de dicho espacio fue realizada mediante una cerca o muralla de forma ovalada, parte de la cual se levantó con piedra y parte de tapial, con un grosor bastante estimable, de algo más de dos metros, al parecer. Se fue levantando muy lentamente, pues se tiene noticias de que todavía en 1297, transcurridos más de cuarenta años de su fundación, todavía se trabajaba en ella. Las carencias y los altos costos de los materiales retrasaron probablemente aún más su conclusión. Que la calidad de sus elementos constructivos no era, en líneas generales, muy elevada lo manifestaba el hecho de que, en las décadas finales del siglo XV, amplios sectores de dicha muralla se encontraban arruinados o a punto de ello «a cabsa de las grandes aguas», ordenando la Corona que se reparasen tales desperfectos. Los recursos económicos de la ciudad no eran suficientes para acometer dicha obra, por lo que se tuvo que recurrir a tributaciones extraordinarias para su ejecución. Es posible que la reparación se llevase a efecto de manera ligera, de tal modo que en tiempos posteriores se tendría que acometer de nuevo. A pesar de todo, convendría precisar que dicha muralla, calificada por algún autor de «ruin cerca», no tendría un marcado carácter defensivo, sino principalmente simbólico y diferenciados de la condición urbana del núcleo respecto del entorno: «no es pueblo de fortaleza ni castillo», registra el autor antes mencionado. Pero, aunque no fundamental, tampoco hay por qué negarle un cierto carácter defensivo. En dicha cerca se dispusieron unas 130 torres, al decir de algunos autores, aunque probablemente buena parte de las mismas no tendrían consideración de tales, sino de meros contrafuertes de los lienzos de muralla. Otras, en cambio, sí, como la llamada Torre del Cubo, sita en el lienzo entre las puertas de Alarcos y Ciruela, o la que registra un documento de 1491, que se había caído con la correspondiente parte de muralla. Varias, pues, debían ser las torres que janolaban la muralla, con las mismas funciones que en otras ciudades castellanas, y cuya defensa se encomendaría a una determinada familia de la nobleza local.

La necesaria permeabilidad para comunicar con el exterior quedaba facilitada a través de una serie de puertas abiertas en dicha muralla. Siete fueron las aberturas que se diseñaron en los primeros tiempos, aunque quizá no todas ellas tuviesen la consideración de puerta. Las más importantes, por situarse en los ejes viarios principales, serían la de Toledo -única de las conservadas y que se finalizó en 1328-, la de Calatrava -abierta en una amplia torre de protección que la contenía, y cuya abertura se trasladó luego a un lado de la mencionada torre-, la de La Mata -guarnecida por dos torres-, la de Granada -quizás integrada en el aparato defensivo del Alcázar- y la de Alarcos -defendida por cuatro torreones, dos de ellos dispuestos hacia el interior-. Es posible que fuesen trabajadas de manera especial, pero la descripción que de ellas se tiene, brevemente expuesta, no parece corresponder a veces con toda exactitud a al etapa medieval. Así, la de La Mata pudo ser la que se reformó en tiempo de los Reyes Católicos, en tanto que las de Calatrava, Granada y Alarcos parece que lo fueron en tiempos de Carlos I. De todos modos, la estructura básica de las mismas, aunque no sus ornatos y ciertas particularidades concretas, puede obedecer muy bien al diseño medieval.

La Puerta de Toledo (1328)   La Puerta de Toledo (1328), única existente del recinto amurallado v el monumento más representativo de la ciudad.

Junto a estas grandes puertas se practicaron también otras aberturas con un carácter distinto al de aquéllas, aunque en algún caso se las denomine como tales. Su consideración resultaría más funcional que simbólica y paradigmática: serían las de Ciruela -de la que se llevó a cabo una edificación imaginaria en el siglo pasado, también desaparecida y de Santa María, las cuales facilitaban el tránsito de hombres y caballerías con las aldeas y términos de la ciudad. Su ubicación, pues, no se llevó a cabo en un importante eje viario de largo alcance, sino para posibilitar la necesaria conexión con un entorno más inmediato y para que ese tipo de tránsito no entorpeciese ni dificultase el que se pudiese desarrollar a través de los grandes ejes. El diseño, así, además de funcional parece inteligente.

Puerta de Ciruela   Puerta de Ciruela, reconstruida en 1868 según proyecto del arquitecto Cirilo Vara y Soria.

Ese cinturón amurallado, con las correspondientes puertas, delimitaba un espacio interior en el que, además de incluir las construcciones de Pozuelo de Don Gil, se levantaron también nuevas casas y edificaciones, si bien amplias zonas interiores no fueron ocupadas en la etapa medieval y se dedicaron a huertas y terrenos de labrantío, como registra la documentación. No obstante, el porcentaje de estos espacios vacíos tal vez no fue tan elevado como se puede deducir a través de la consideración de ciertos planos de época posterior. Hacia mediados del siglo XVIII, tras un siglo precedente marcado por la crisis demográfica, se contabilizaban en la ciudad un número de casas arruinadas equivalente al de las habitadas, pero de ello se hablará más adelante al tratar de los aspectos demográficos del núcleo.

Dicho espacio interior quedaba articulado por una serie de grandes ejes viarios, que conformaban las calles principales de la ciudad, y a partir de los cuales se desplegaba una red viaria de diferente importancia y consideración. El trazado de las principales se realizaría respetando en buena parte los caminos que atravesaban el núcleo, configurando una estructura urbana de tipo radial. Tales eran las calles Toledo, probablemente desviada de su trazado precedente, Calatrava, La Mata y Alarcos. Con todo, el resto de las que conectaban las puertas de la muralla con el centro de la población, hacia el cual convergían todas aquellas vías principales, cumplirían funciones similares.

La trama viaria se completaba con toda una serie de calles, dispuestas en buena medida para unir entre sí grandes arterias que vinculaban el núcleo con el exterior, sobre todo en los espacios de nuevo diseño, así como por callejas más estrechas, callejones o adarves, cuya funcionalidad sería la de dividir espacios y permitir el control de otros. En líneas generales, eran largas, bastante rectas y espaciosas, para el modelo urbanístico de la época, lo cual manifiesta la intencionalidad primigenia de facilitar el tránsito y los desplazamientos por ellas. Probablemente alguna de las principales estaría empedrada, aunque no exista constancia de ello, pero la mayor parte de ellas serían de tierra -y casi con toda seguridad- con una especie de canal central por donde discurrirían las aguas residuales que eran vertidas desde las casas.

El nombre de algunas, sobre todo el de las situadas en el entorno de la plaza, refleja la funcionalidad y el asentamiento en ellas de oficios artesanales o vinculados de alguna forma a las actividades comerciales que se desarrollaban en torno a dicho centro o en sus zonas próximas: Cuchillería, Odrería, Correhería, Feria, Carnicería, Tintoreros, Especieros, Herrería, de las Bestias, etc. Otras, no muchas, tenían nombre de advocación religiosa, debido a su vinculación con un centro eclesiástico, como la del Compás de Santo Domingo, San Antón o la de San Francisco. Otras, en cambio, evidencian la ubicación en ellas de colectivos sociales de alto rango, como la de los Caballeros. Sin embargo, buena parte de las mismas, aunque muy difíciles de identificar, carecían de nombre y fueron bautizadas y conocidas en la época por encontrarse allí el lugar de residencia de algún personaje con especial relevancia dentro de la sociedad del momento.

La mayor parte de dichas calles se integraba en el espacio público de la ciudad, en el que se desarrollaban actividades de muy variado cariz y sentido. Eran escenarios donde no sólo se llevaban a cabo actividades de tipo económico, sino también toda una serie de realidades que conformaban la vida cotidiana, aunque algunas de ellas no fuesen precisamente positivas. Por ellas, en efecto, discurrían actividades festivas y procesiones, religiosas o burlescas, pero al ser también espacios ocupados por la marginalidad, tendrían lugar diferentes actos de violencia. En definitiva, eran unos espacios vividos como prolongación de la vida cotidiana.

Por otro lado, algunos de estos grandes ejes viarios servían de límites para la distribución social y administrativa del espacio urbano, precisando confines de parroquias o collaciones, o bien posibilitando el deslinde de otros microespacios o barrios, que las mismas tenderían a zonificar o segregar. Así nos encontramos con la Morería, barrio diseñado para albergar a los habitantes de religión mulsumana existentes en el núcleo y que giraba sin duda en torno a la calle del mismo nombre, que posiblemente en sus inicios formaba el eje central del mismo. Este, del que no se tienen noticias de que estuviese cerrado, se extendería con posterioridad principalmente hacia la puerta de Alarcos, en donde se encontraba la llamada Caba, nombre sin duda significativo.

El otro barrio, la Judería, lugar de establecimiento de las gentes pertenecientes a dicha confesión religiosa, se ubicó en la zona opuesta del espacio urbano, en las proximidades del alcázar, pues no en vano los judíos eran considerados «gentes del rey». Parece que se encontraba delimitado por las calles Calatrava y La Mata, así como por Paloma-Lanza hacia el interior de la población. Mientras mantuvo su propia personalidad, hasta la década final del siglo XIV, que dicho espacio se encontraba cerrado, manteniendo escasos puntos de conexión con los otros de población cristiana, con los que enlazaría probablemente sólo a través de la calle Barrera, más tarde bautizada como Compás de Santo Domingo, y por la que luego se denominó como Real de Barrionuevo, que desembocada en la calle Paloma. Allí mantenía dicha comunidad su sinagoga y su cementerio o «fonsario», en expresión de la época. A fines de la mencionada centuria, la personalidad de este barrio desapareció, produciéndose tal vez una remodelación parcial de su diseño urbano e instalándose en él gentes no pertenecientes a dicha confesión religiosa.

Pero, además de estos barrios, el conjunto del espacio urbano delimitado por la muralla fue objeto de una sectorialización de carácter administrativo-religioso, dando lugar a una serie de parroquias o collaciones, según se las entienda en su vertiente eclesiástica o civil, aunque ambas expresiones eran sinónimas e intercambiables. Desde este punto de vista administrativo, el espacio urbano de Ciudad Real acabó dividido en tres circunscripciones, parroquias o collaciones: Santa María, San Pedro y Santiago. Y digo que acabó, porque, casi con toda seguridad, en sus inicios no contaría más que con las dos primeras. A grandes rasgos se pueden perfilar los contornos de cada una de ellas.

La de San Pedro extendía su jurisdicción por el área sureste de la ciudad, quedando delimitada hacia el interior por las calles Alarcos, Postas, Feria y Calatrava, aunque quizás esta última no lo estuviese en su totalidad. Era la circunscripción principal de la nueva fundación, pero sólo albergaría aproximadamente una tercera parte de la población total del núcleo.

La de Santa María, en los inicios, posiblemente controló el resto del espacio urbano, el del área noroeste. Integraba la antigua población del Pozuelo de Don Gil, con posibilidades expansivas hacia sus límites con la de San Pedro. Tal vez debido al incremento demográfico experimentado por la misma-englobaría las dos quintas partes de la población total-, al cabo del tiempo se vio la necesidad de delimitar la tercera de las collaciones, la de Santiago, segregada del antiguo espacio de Santa María y con una superficie considerablemente inferior a la de las otras dos. Sus límites quedaban establecidos por las calles Toledo y Calatrava, así como por la de Tintoreros, que unía ambas. A fines de la Edad Media no llegaría a superar la cuarta parte de la población total del núcleo, si bien a finales del siglo XVI la tendencia es a un equilibrio demográfico entre las tres collaciones.

Aparte de la red viaria y de los distritos administrativos, el trazado urbano se preocupó de diseñar otros espacios, como las plazas, cuya ubicación y funcionalidad resultan altamente sintomáticos de la intencionalidad de la fundación de la nueva villa. La existencia de una serie de espacios abiertos en ella está fuera de toda duda, si bien resulta difícil conocer la dedicación y funcionalidad de algunos de ellos, como El Prado o El Pilar, uno en Santa María y otro en San Pedro, superficies bastante extensas, pero a las que la documentación no denomina como plazas. La plaza por antonomasia era una, la Mayor, pensada y diseñada como centro administrativo y comercial, a cuyo espacio convergían casi directamente el conjunto de ejes viarios que conectaban la población con el exterior, y viceversa. Su estructura fue la de un amplio recinto porticado -en buena parte en sus dos niveles- y sirvió de escenario no sólo a las actividades administrativas y comerciales, sino también a las lúdicas, a la publicidad de castigos y, en definitiva, a cualquier acto de sociabilidad.

Plaza Mayor   Desde su repoblación por Alfonso el Sabio, la Plaza Mayor fue el corazón y el motor de la actividad urbana. La foto nos la presenta a comienzos de siglo.

En el caso de Ciudad Real no fue la iglesia la que centralizó el espacio urbano, incumpliendo así la regla inexorable que ciertos autores sostienen para la ciudad medieval. Estamos en tiempos de bisagra, en los albores del nacimiento del espíritu laico, de una nueva perspectiva, y ante un caso concreto de diseño con una línea determinada, que hacen de Ciudad Real en cierto modo paradigma de las nuevas corrientes. Es la plaza y las actividades económicas que en ella se desenvuelven las que centralizan dicho espacio urbano, pues para el incremento y soporte de dichas funciones mercantiles es para lo que ciertamente se fundó la nueva villa. Otros espacios abiertos, algunos de ellos presididos por edificios eclesiásticos, no tendrían más que la consideración de plazuelas; así, las de San Francisco, Santo Domingo, San Antón, o la de Loaisa. Sus superficies no llegarían a las de la plaza mayor, al igual que sus funciones no fueron las mismas. En este sentido, convendría no perder de vista la actividad que dentro del contexto urbano desplegaron las órdenes mendicantes en el terreno de la predicación, para cuya operatividad necesitaban de amplios espacios.

Sus edificios conventuales posiblemente constituyeron hitos en el interior del paisaje dentro de la población. Pero no serían los únicos, aunque la ciudad no se caracterizara por su preocupación hacia el ornato. Probablemente el alcázar real sería uno de sus edificios más singulares, al que acompañarían a un nivel similar las tres iglesias de Santa María, San Pedro y Santiago, edificadas en distintas épocas. No contó, sino hasta la época moderna, con un edificio emblemático del poder civil, con un ayuntamiento, y el conseguido no parece que alcanzó niveles medianamente dignos. En 1488 los Reyes Católicos donaron al concejo la casa-tienda que habían confiscado a Alvar García, en la plaza, para que se levantase en ellas el ayuntamiento, pues diez años después todavía no había comenzado las obras por falta de dinero.

Sin embargo, se tiene la impresión de que la imagen de la ciudad en aquella época tenía poco que ver con la que nos ha llegado hasta hoy día. La destrucción ha debido ser grande. Aunque ni arquitectónica ni urbanísticamente fuese paradigmática, su paisaje quedaría adornado con las fachadas, quizá no demasiado ricas, de un crecido número de edificios pertenecientes a familias de la nobleza local y de la alta burguesía. Sin llegar a ese paisaje erizado de torres tan típico de las ciudades italianas, ni probablemente a sus alturas, la documentación desliza la existencia de varios de esos elementos arquitectónicos pertenecientes a diferentes personajes influyentes: torre de Clivilla, de Sancho de Ciudad, etc., y que probablemente sirvieron para dinamizar y embellecer ese mismo paisaje, hoy totalmente anodino y carente de cualquier rasgo de personalidad. Su alcaicería, sus edificios de baños, sus hospitales, lamentablemente todo ha caído bajo la piqueta.

También contribuirían a ello los edificios del equipamiento eclesiástico de la población. Además de las tres iglesias parroquiales, Ciudad Real contaba con los edificios conventuales de los franciscanos, dominicos y mercedarios, así como los de San Antonio Abad, Dominicas de Alta Gracia, y con las ermitas de San Lázaro, Santa Quiteria, Nuestra Señora de Valvanera, San Juan, Santa Catalina y Nuestra Señora de la Estrella, buena parte de ellos levantados ya a finales del período medieval.

El resto del caserío resultaba más bien modesto, como era normal en la época. Casas levantadas con tapial y madera, con no muy abundante uso del ladrillo y mucho más escasas de piedra labrada, cubiertas casi en su totalidad a dos aguas con tejas, de una o dos plantas. Su superficie sería rectangular y quedaba, por lo general, organizada en torno a dos espacios: un zaguán o portal comunicaría la calle con un patio interior, en ocasiones empedrado, al que abrían y confluían las diferentes estancias. En torno al mismo se organizaba la vivienda, que -aparte de cocina y otros similares-, contaba con habitaciones polifuncionales dedicadas a dormitorios y salas de estar, que en ocasiones son denominadas en los documentos «palacios». Buena parte de dichas estancias daban únicamente al patio. Algunas tenían su chimenea para caldearse en invierno. En la segunda planta, cuando existía, se encontraban también habitaciones de vivienda o bien cámaras para el almacenamiento de productos, y a ella se accedía por una escalera que arrancaba del patio. Algunas de ellas, y en aquella zona que comunicaba con la calle, contaban, en su planta inferior, con espacios dedicados a tienda para ofertar sus productos al público, reservando tal vez la zona de vivienda para la planta superior. Anejo a la zona de vivienda, en la parte posterior, muchas de ellas disponían de otro espacio destinado a corral, que organizaba todas las dependencias destinadas a las tareas agrícolas o artesanales, o bien a huerto. Algunas contaban con cueva o bodega, en la que fundamentalmente se almacenarían determinados productos más perecederos, aunque en ocasiones también se utilizaban para la elaboración y/o almacenamiento del vino. Buena parte de ellas, en fin, tenían un pozo, sito en el patio de la vivienda o bien en la zona del corral.

Arco mudéjar del Pozo Concejo   Arco mudéjar del Pozo Concejo, uno de los escasos restos del Ciudad Real medieval (hoy en propiedad particular).

De aquel espacio urbano medieval, hecho a la medida del hombre, supuestamente sin grandes ornatos, pero lleno sin duda de detalles que le otorgaban una personalidad propia, nada queda. La utilización, más que la realidad, de la mágica palabra progreso ha hecho que una sociedad pierda casi por completo sus señas de identidad.

La dotación de un territorio.

El alfoz de la ciudad Cuando el Rey Sabio fundó Villa Real, era consciente sin duda de que esa nueva entidad resultaba compleja y no finalizaba en su línea de murallas. Debía dotarla no sólo de una amplia superficie interior, sino concederle también unos aledaños donde, caso de necesitarlo en un futuro, poder expandir y ampliar su caserío. Aunque ello no fue así en el caso que nos ocupa, también era consciente que tenía que dotarla de una infraestructura territorial mínima desde la que poder hacer frente a una serie de necesidades primarias que tuviese la población que a ella acudiese. Además, debía articularse en un conjunto, en el que ya existían otros lugares poblados, a los que se integraba en el territorio de la ciudad y donde las gentes de ésta podrían llevar a cabo determinadas actividades de tipo económico vinculadas fundamentalmente al sector agropecuario.

De todos modos, las relaciones entre la ciudad y el mundo rural que la rodea no hay que entenderlas como simples ámbitos diferenciados y antagónicos. Su interacción es mucho más fuerte y compleja de lo detectable. Para el caso que nos ocupa, hay que pensar que la creación de la nueva población se hizo sobre un núcleo ruralizado preexistente, con todas las ventajas e inconvenientes que ello podía comportar.

En el documento fundacional, Alfonso el Sabio ya se encargó de asignarle determinados términos, entre los que se encontraban las aldeas de Ciruela, villar del Pozo, Higueruela, Poblete y Alvalá, extendiendo su jurisdicción a todos sus confines yermos y poblados. Es obvio que este primer deslinde acabó modificándose pronto, no sólo con la separación de Villar del Pozo, que pasó a la Orden del Hospital, sino porque no incluía otros núcleos, como Alarcos, que pasó con posterioridad a depender de la nueva puebla.

En 1261, cuando menos, ya aparece compuesto el concejo «también de villa como de aldeas», formando una unidad jurisdiccional, como lo demuestra el hecho de que el año que el mismo fuese a la hueste con el rey, quedaban exentos «los pueblos de las aldeas» de pagar la martiniega. Esta población de las aldeas era objeto de las mismas atenciones que la de la nueva villa, tal como se desprende de la documentación. En 1273 el infante don Fadrique, «por fazer bien e merced al concejo de Villa Real e a las aldeas, e porque la villa e las aldeas se pueblen mejor», hizo francos por siete años a los que fueren a repoblarlas. Esta unidad formada por el territorio se aprecia también en la promesa de donación que hizo en 1282 el infante Sancho a la Orden de Calatrava, donde señala «Villa Real con Alarcos e con sus aldeas e vasallos e con todos sus términos poblados e por poblar»; e igualmente en la hermandad pactada ese mismo año con Toledo, donde se habla del concejo de Villa Real «tanbién de villa como d'aldeas». La documentación es reiterativa en este sentido. Ahora bien, ¿por dónde discurrían los contornos del territorio?

Sus límites naturales venían marcados, a grandes rasgos, por los cursos fluviales del arco que en la zona forma el Guadiana y la desembocadura en el mismo del Jabalón, al que rebasaba por la parte sur, mientras que los orientales quedaban definidos por las sierras de la Atalaya y el término de Miguelturra, muy próximo a la nueva fundación. Ya desde el primer momento se le discutió la jurisdicción sobre Villar del Pozo, que a finales del siglo pasó definitivamente a la Orden del Hospital, con lo que se mermaba aún más sus escasos recursos. Por ello no es de extrañar que, aprovechando las tensiones con Calatrava en el primer cuarto del siglo XIV, el concejo de Villa Real usurpase y se anexionase amplios territorios en todo el entorno, parte de los cuales mantuvo desde mediados del siglo XIV durante el resto de la Edad Media. Por la zona de Miguelturra, que ocupaba los límites norte y este, existe un deslinde practicado en 1347 por Alfonso XI, que incorporaba parte de lo usurpado, en el que podemos leer: «Desde la cabeza que es dicha Menga Ximeno como desciende de la dicha cabeca por una linde al camino que viene de Ciheruela para Villa Real e va por el dicho camino fasta la encrucixada del camino que va de la puebla de Vallestero para Miguelturra y como buelbe por el camino para Miguelturra asta las viñas de Juan Fernández de Almagro e dende buelbe e va derechamente al camino que va de Miguelturra a Villa Real e traviesa el camino entre los maxuelos e viña de Agento Gil e a los maxuelos que puso Juan Marín e recude a la viña de Pero Martín Cañiello e a la viña de D.' Pasquala la Ferinera e por una linde a la viña de la Degollada y por la senda que viene del Turriello a Miguelturra y dende el camino de La Mata y atraviesa este camino y va por la Senda Rubia asta la sierra que cataa contr el Turriello y por la sierra adelante asta encima del collado que está a mano izqauierda en par de la hermita de San Christobal de Turriello».

Estos eran a grandes rasgos los límites del territorio, que confinaba casi en su totalidad con la Orden de Calatrava, salvo en la pequeña franja que lo hacía con Villar del Pozo, perteneciente a la Orden del Hospital. Dentro de él se encontraban una serie de aldeas y otros pequeños núcleos de población, que recibían o daban nombre a ciertos pagos, tal como parece deducirse de datos que proporciona la documentación. Dentro del territorio se encontraban, casi con toda seguridad, los términos de Alarcos, Valverde, Sancho Rey, Los Corrales, Gajión, Fuente Yllezgo, Villadiego, Casablanca, parte de Benavente, Las Casas, Ciruela, Valdarachas y la Torrecilla. La relación no es completa, puesto que muy próxima a la ciudad estaba también La Poblachuela. Aparte los señalados en la carta puebla, otros documentos citan: Santa María de Guadiana, que daría nombre a una de las puertas de la ciudad; Sancho Rey, Fuente Yllezgo, que en 1475 era propiedad de Rodrigo Regidor; Alvalá, en 1480 propiedad de la familia Villaquirán; Las Casas, aldea que surgiría a comienzos del siglo XV; y el que actualmente se conoce por Nolalla, mencionado en las fuentes como molino y heredad de Doña Olalla, y también otros, como Valdoro, Batanejo, el Colmenar de la Gibada, etc.

Mucho más importante que determinar los lugares que pertenecían al territorio de Ciudad Real resulta precisar la proporcionalidad población-territorio. Dicho de otro modo, saber si los términos que componían la ciudad y su alfoz eran suficientes para albergar la masa humana existente en el territorio. La respuesta a ello resulta tajante: de ninguna manera. Y no sólo por la carencia de materias primas, que obligaba a buscarlas dentro del territorio calatravo, sino porque el término en sí mismo resultaba escaso para contener su población, como claramente queda reflejado en la documentación.

Ya lo indicó Alfonso XI al dictar sentencia en el pleito entre la ciudad y la Orden de Calatrava: sin la ampliación del territorio de la ciudad no podría sostenerse. Y lo mismo se repite todavía cuando en 1493, por poner un ejemplo, se solicitó licencia para echar una sisa en la ciudad. Los vecinos se dirigen a los monarcas «,disiendo que bien sabíamos de los muy pocos términos que esa dicha cibdad tyene e cómo para en mucha parte de aquellos labrar o criar los ves¡nos desa dicha cibdad e pasar asy mismo a labrar en algunas partes del Canpo de Calatrava porque los dichos términos no les bastan..., dis que han de pasar de necesario el ryo de Guadiana», por lo cual necesitaban construir un puente, al que iría destinado el importe de dicha sisa. Pero ya en esos momentos, al parecer, esa escasez era fruto, también, tanto de la estructura de su distribución como de la ocupación indebida que de tales términos habían hecho en su momento determinados vecinos. En efecto, ya desde 1474 se habla de restitución de los mismos e incluso se menciona algún pleito sobre dicha ocupación, como el litigado contra Cristóbal Mejía. Pese a todo, dicha práctica aumentó a fines del siglo XV, por obra y gracia, sobre todo, de determinados oligarcas de la ciudad. La resolución de este contencioso, aun cuando le fuese favorable, es sobremanera indicativo de la situación de deterioro por la que ya atravesaba Ciudad Real.

el molino de Alarcos, junto al río Guadiana   Desde la Edad Media, el molino de Alarcos, junto al río Guadiana, perteneciente al convento de Dominicas, era, con 4 piedras, uno de los de mayor producción harinera. Estado actual, en óleo de Miguel Navarro.

De cualquier manera, dicho incremento siguió resultando escaso para las actividades de la nueva villa. Sin embargo, conviene advertir que la estrechez territorial, que con el paso del tiempo se reveló como uno de sus puntos débiles, no parece que preocupara al monarca fundador; tal vez su diseño descansaba preferentemente sobre el desarrollo y predominio del artesanado y comercio -lo que hoy entenderíamos como sectores secundario y terciario- en detrimento del sector agroganadero.

Pese a los esfuerzos realizados, la infraestructura territorial sobre la que podía ejercer jurisdicción la nueva población -esto es, el territorio del que debería obtener unos recursos que le resultaban imprescindibles- sería a todas luces escasa, viéndose así abocada al mantenimiento de unas relaciones de vecindad que, en múltiples ocasiones, no fueron nada buenas.