CIUDAD REAL EN LA EDAD MEDIA
LA SOCIEDAD
El estudio de una sociedad debe comenzar con una serie de detallados análisis que en raras ocasiones permiten las fuentes. El primero de ellos e el de los requisitos para conseguir el estatuto de vecino y su posible evolución con el discurrir del tiempo. Al mismo deben seguir, con la misma visión diacrónica, los de los elementos conformadores de los diferentes grupos sociales que coexistían influyéndose mutuamente.
Para el presente caso, las características propias de la fundación inducen a pensar que dicho estatuto de vecindad se llegó a adquirir en un principio sin grandes trabas, cumpliendo formalmente una serie de requisitos flexibles y mínimos: básicamente, tener casa o propiedades en la ciudad, habitar en ella durante un período determinado de tiempo y contribuir a las cargas fiscales tanto del concejo como de la Corona; como contrapartida, el vecino gozaría de toda una serie de privilegios, como, por ejemplo, exención de portazgos, que le habían concedido a la ciudad y a los que no tenían derecho aquellos que no conseguían dicho estatuto. No obstante, con el discurrir del tiempo parece que tal condición fue restringiéndose y las autoridades locales comenzaron a mostrarse reticentes a su concesión. El motivo probablemente se debió a la cuestión fiscal; el recién llegado pretendería una liberación de las cargas fiscales o un aminoramiento de las mismas a la hora de establecerse, tal como se constata en 1452, cuando Enrique IV se dirigió al concejo para que pudiese recibir por vecino a cualquier persona que fuere a Ciudad Real, facultándole a eximirlo de tributos por algunos años.
El pago de estos impuestos resultaba uno de los elementos de diferenciación social, puesto que algunos no contaban con patrimonios suficientes para tributar, mientras que la adscripción de otro sector de vecinos a un estamento privilegiado significaba la exención de esos mismos impuestos.
En cualquier caso, y a grandes rasgos, la sociedad realenga se estructuró en torno a diversos grupos: una pequeña porción de privilegiados, exentos de tributar, que conformaban la oligarquía del núcleo; el resto de los contribuyentes, entre los que existía un amplio abanico de situaciones y del que formaba parte del sector dé la burguesía; el grupo oscilante de pobres y marginados; y, finalmente, aquellos colectivos pertenecientes a diversas etnias y creencias religiosas.
La oligarquía urbana
Compuesta, principalmente, por los caballeros e hidalgos, constituía el denominado patriciado urbano. Este colectivo no se encuentra perfectamente definido jurídicamente, pero hay que distinguirlo de la burguesía. Aunque, en ocasiones, no tuvo la potencia díneraria de ésta, existió y edificó su fortuna sobre una base territorial, es decir, debió su riqueza preferentemente a la tierra y no al comercio. En este sentido, se llama patriciado al grupo de caballeros-propietarios que ascendieron al gobierno de la ciudad, aunque ello no fuese de forma exclusiva. Su presencia es detectada desde el primer momento de la fundación de la ciudad, cuando se concede «de meioría a las cavalleros fijosdalgo que hy moraren que ayan aquellas franquezas... que han los cavalleros de Toledo». Esta mención y la aparecida en 1261 para J os cavalleros que tovieren las mayores casas pobladas en Villa Real», están indicando la adscripción de este grupo a la tierra, si bien no todos lo estaban. De ellos dependía una serie de excusados, criados y mayordomos, que se encontraban exentos de pechar. Pero sus privilegios no descansaban únicamente en la riqueza, a la que podía acceder un comerciante, sino también en su actividad militar. Integraban ese grupo, que era conocido como «caballería villana», miembros de la milicia concejil que prestaban su servicio militar con caballo y armas. Es posible que muchos de los que se establecieron en la ciudad gozaran ya, en sus lugares de origen, de las preeminencias que caracterizaron al grupo, resultando un problema aún poco conocido la determinación de sus respectivos patrimonios, qué traen, qué adquieren y cuándo, tras la fundación de la ciudad.
Que ocupaban una posición social elevada en e gobierno de la ciudad í, queda reflejado en la dirección de los documentos; este grupo de caballeros e hidalgos es el designado con la expresión «personas singulares». Su elevado estatus social les permitió ciertas prerrogativas, como el que se les concediera perdón automáticamente en 1475 a aquellos que hubiesen cometido algún delito, si bien no todos tomaron parte por el bando isabelino en la guerra de sucesión desencadenada. Pronto controlaron los mecanismos de poder, dado que varios de ellos alimentaban los cuadros técnicos del gobierno. Tenían como prerrogativa el que entre ellos se eligiesen los alcaldes y alguacil, gozaban de una gran incidencia dentro de la Hermandad, contaban con el privilegio de tres oficios de fieles perpetuos en la ciudad, así como otros que pretendieron arrogarse con el paso del tiempo y cuando su prepotencia en el gobierno de la misma así se lo permitía. A los Aguilera, Beltrán, Bermúdez, Coca, Cueva, Forcallo, Haro, Loaísa, Muñoz, Poblete, Salcedo, Serna, Torres, Treviño, Velarde, Villaquirán, etc., se les ve ocupar diferentes cargos en el concejo y en la Hermandad, incluso varios de sus miembros controlando fundamentalmente las regidurías, expresión de la alianza entre la Corona y la oligarquía urbana.
Estos caballeros tenían, como se ha indicado, entre sus privilegios el de estar exentos del pago de tributos, lo que motivó la, al parecer, fraudulenta adscripción de determinados individuos al grupo en momentos de confusión. Era uno de los mecanismos puestos en práctica para introducirse en él -siempre, eso sí, con la anuencia de al menos un sector del mismo-, si bien no fue el único. La lista de estos caballeros es elevada en Ciudad Real, aduciendo cartas de hidalguía y franqueza otorgadas en tiempos de Enrique IV, aunque no les fueron reconocidas; su número se incrementó por lo menos en noventa y siete personas, que alegaban exensión. En cualquier caso, tal suceso evidencia la existencia de prácticas de formación de bandos o parcialidades en el seno del grupo, detectable, por otro lado, en los comportamientos de las revueltas de la segunda mitad del siglo XV, especialmente en la de 1449. Dichos bandos asociaban a otro tipo de personas integra das en distintos estamentos sociales, aunque siempre dirigidas por un jefe de fila perteneciente a la oligarquía. Las uniones y alianzas entre diferentes familias integrantes de la misma resultaron mecanismos adecuados para el mantenimiento del poder en manos de esa minoría, lo que les llevó a constituirse en grupo cerrado y solidario. Incluso su conciencia de clase les impulsó a la fundación de cofradías cerradas, en las que sólo podían tomar parte los miembros del grupo: como, por ejemplo, la de Santiago. El emparentamiento de sus miembros, extensible al mencionado con anterioridad y con gentes de fuera de la ciudad y de un estatus social elevado, queda fuera de dudas; así, se ve a Juan de Torres como yerno del comendador de Piedrabuena, a Inés de Guzmán emparentada con Juan de Ayala, señor de Cebolla y Villalba, a una hija de Violante de Merino casada con Diego Carrillo, caballero veinticuatro de Córdoba, etc.
El número de personas integrantes de este grupo en Ciudad Real debió ser importante, aunque no todos_ tenían el mismo rango ni i gual nivel de fortuna; á tenor de lo que ejan sospechar los documentos, como, por ejemplo, los padrones del primer tercio del siglo XVI, que permiten cuantificar en más de 200 las casas de este grupo de privilegiados en la ciudad. Por otro lado, ya se ha indicado antes, se constata la existencia de procesos de movilidad social, produciéndose una escalada desde la condición de pechero con unos determinados niveles de fortuna a la de caballeros villanos, exentos de tributar e integrados en ese grupo de la oligarquía. Próxima al mismo, en tanto que gozaban de determinados privilegios, se encontraba la clerecía de la ciudad, sobre la que se tratará en otro epígrafe. Pormenores, comportamientos y actitudes de ese sector social se podrán ver más ampliados al tratar sobre otros aspectos, como aquellos referentes a cargos y oficios del concejo, tensiones sociales, etc., en donde se podrán apreciar ciertos perfiles del mismo.
Los pecheros y la burguesía
Aun siendo un grupo de caracteres más oscuros y de situaciones más diversificadas y heterogéneas que los de la oligarquía, -los pecheros constituían el colectivo mas numeroso y el principal soporte económico de la vida urbana de Ciudad Real, pues sobre ellos recaían los impuestos, de los que se veían exentos los miembros de la clase dirigente. El grupo estaba compuesto por una variopinta constelación de miembros, una parte de los cuales pertenecía a la burguesía, dedicados a los más variados oficios y con dispares niveles de fortuna. No cabe duda de que muchos de sus componentes gozaban dentro de la ciudad de una gran relevancia; mercaderes, financieros, artesanos, etc., con sus diversos grados de riqueza, conformaban un grupo de nobleza pecuniaria con gran incidencia dentro del ámbito urbano. La designación de «personas ricas y caudalosas» u hombres «caudalosas e fasendados», puede que englobe también a los miembros del grupo anteriormente citado, pero no cabe duda de que en ellas entran a formar parte también los integrantes de éste. Los documentos no siempre permiten distinguir con claridad a los miembros de la privilegiada oligarquía urbana y a los principales integrantes de esta burguesía.
En ella entraban a formar parte gran número de conversos de la ciudad, sin duda alguna, y el número de sus componentes era bastante elevado. La aparición de distintos oficios, como arrendadores, escribanos, etc., así como los títulos de bachilleres y licenciados, permiten sospechar la gran representatividad de este grupo. Al tratar del mundo del comercio en la ciudad se podrán apreciar otros rasgos constitutivos de este sector social, así como en otros epígrafes de estas páginas.
Los pobres y marginados
Ocupando los escalones inferiores se encontraba un grupo subdivisible en otros varios, probablemente minoritarios, pero que tenían coma denominador común una posición económica de insuficiencia. La pobreza, situación coyuntural a la que se accedía por diversas causas, marcaba el conjunto de la existencia de un amplio grupo de personas en Ciudad Real, cuyos ingresos apenas les permitían satisfacer las necesidades más elementales con una dudosa dignidad. Asalariados, bien del ámbito rural como de algunas actividades artesanales, se encontraban en esa situación. Sin embargo, las fuentes apenas hacen referencia -y las que proporcionan son genéricas- a este tipo de condición, pues los integrantes de este grupo no eran «pobres de solemnidad».
Restos mudéjares descubiertos en 1991 en una casa de la calle de la Estrella. (Foto de Paul White publicada en «La Tribuna..) |
Aparte de la circunstancia aludida, como ciudad con un determinado nivel de trasiego mercantil y de paso, es lógico suponer que a su amparo acudió un cierto número de mendigos y pobres, con toda la picaresca que ello conllevaba. Algún dato ya lo dejan entreverlos documentos, aunque de forma genérica. No cabe duda de que su número fue creciendo, sobré todo a finales del siglo XV, á medida que se fue deteriorando la actividad económica de la ciudad, en la que incidieron diversas causas. Ya se ha apuntado la ruina de algunas familias con motivo de las revueltas de la misma; otros llegarían a ella por la esterilidad de los tiempos y la escasez de cosechas. Lo cierto es que en 1485, a consecuencia de la presión fiscal, los hombres buenos se dirigieron a los monarcas para hacerles saber que «avía muchas personas pobres e miserables que non pueden pagar lo que asy les reparten e sy lo pagan es con muy grandes trabajos». Tales palabras muestran un panorama económico bastante lamentable en gran parte de la población. Los padrones fiscales de primer tercio del siglo XVI registran unos índices de pobreza muy variables y, en algún caso, elevados, aproximándose al 10 por 100. En esa situación, las mujeres viudas parecen sufrir efectos más graves, aunque cabe preguntarse, dada la limitación de estas fuentes, si en ella no se encontraban ya antes de enviudar. En cualquier caso, nos encontramos con un importante grupo de gente depauperada, a la que más pequeña contingencia adversa les hace entrar en una situación de difícil salida. Como punto referencial de este tema de la pobreza en la ciudad, hay que mencionar los datos sobre hospitales, fundados buena parte de ellos a lo largo de la segunda mitad del siglo XV tal vez para hacer frente a esas situaciones de indigencia en el seno de la sociedad urbana.
En 1915, «Vida Manchega» daba noticia de esta puerta de la antigua sinagoga, en la calle de la Libertad. |
Respecto a la marginalidad, no hay que contentarse con adscribir a la misma a esas gentes en situación de indigencia, sino a otra serie de grupos que no encontraban fácil acomodo en las normas que regulaban esa sociedad. Un grupo marginado, pese a su aceptación, y por poner un ejemplo, era el compuesto por las mancebas y barraganas, alojadas en su mayor parte en la mancebía existente en la ciudad, citadas en ocasiones con su propio nombre. Pícaros y chulos, tahures y ladrones, eran figuras que no se encontraban ausentes del decorado de esa colectividad bajomedieval.
Minorías étnicas y religiosas
En el seno de dicha sociedad se aprecian también operativos otros grupos de población, distinguibles por su diversidad étnica o su adscripción religiosa, aunque manifiesten un diferente y desigual impacto en la misma. Lo mismo que ocurriera en otras localidades del reino castellano, Ciudad Real fue escenario durante un prolongado período de la posibilidad y efectividad dé convivencia dé las tres culturas. Que puedan detectarse tensiones durante el mismo no invalida lo dicho; quizás eran más consecuencia de roces de vecindad que de xenofobia o animadversión étnica o religiosa. Casi siglo y medio duró esa convivencia, rota cuando aires de intransigencia sacudieron el reino castellano.
Las motivaciones y expectativas de la fundación de la ciudad fueron muy bien entendidas por la población judaíca del reino, pues al poco de la misma se detecta una comunidad bien asentada y ay bastante nutrida, organizada pronto en aljama, con sus autoridades y cargos, como existían en otras localidades del reino, y desplegando toda una serie de actividades que le eran propias, sobre todo en el campo del mercado del dinero.
Fue asentada en un espacio urbano determinado, entre las puertas de Calatrava y de La Mata, estimándose como bastante probabIes sus otros límites entre la muralla y las calles Paloma y Lanza. En un principio su caserío no abrió en su totalidad a los mencionados ejes viarios, sino que dicho espacio quedó conectado con el resto de la población sólo a través de un par de entradas: una de ellas, la conocida calle Barrera, o posterior Compás de Santo Domingo, hacia La Mata; y otra, la desembocadura del eje central y principal de dicho espacio, denominada luego Real de Barrionuevo, en la calle Paloma. En el interior de su caserío se hallaba la llamada Sinagoga Mayor -de la que se conserva un arco-, denominación que ha permitido mantener como hipótesis el que dicha comunidad contó también con otros centros de culto menores dentro de dicho espacio, así como con el fonsario o cementerio judío, para no otros edificios que algún autor ha supuesto. La representación de dicha demarcación en el plano manifiesta que ocupaba un distrito bastante considerable si se lo compara con el resto de la ciudad, aunque no todo él hay que considerarlo colmado de inmuebles, sino que, como en los otros sectores del núcleo, contenía huertas y otros espacios vacíos. Toda su estructura se vino abajo en los años finales del siglo siguiente, cuando los motines desencadenados en 1391 dieron al traste con toda la organización. El distrito sufrió a raíz de ello algunas transformaciones, dejando de configurarse como una demarcación cerrada y reservada a los miembros de la mencionada comunidad judaica, que pasó a diluirse por el resto de la población.
Una aproximación a lo que dicha comunidad judaica representaba en los primeros tiempos nos la proporciona el llamado padrón de Huete de 1290. Apenas treinta y cinco años después de la fundación de Villa Real, la misma se nos revela como una de las más importantes del reino castellano. Sobre su base de tributación, 26.486 maravedís, algunos autores han tratado de calcular el número de personas componentes de dicha colectividad, resultando una cifra excesivamente crecida, pues eleva a 8.828 el número de cabezas tributarias a las que habría que añadir mujeres y menores. Aun cuando no todos residiesen en la ciudad, lo cual se estima como muy probable -aunque en dicha época en el territorio no existían núcleos de envergadura como para mermar mucho la mencionada cantidad-, la cifra parece disparatada. Sin embargo, comparativamente, dicha cuantía tributada sí permite concluir que el contingente de pobladores judíos era bastante importante, pese a que dicha aljama sea considerada por Haim Beinart como «típica de tamaño medio»; y que creció en un corto espacio de tiempo. Aunque no se tengan datos al respecto, parece que el volumen de sus componentes tocó techo en esos años finales del siglo XIII, pasando a mantenerse estática, o creciendo muy poco, hasta los años finales del siguiente.
Pero no sólo resulta importante su número, sino el dinamismo que imprimieron desde los primeros momentos. Ya hacia mediados de 1264 se dirigió a ellos el monarca fundador para advertirles de la amenaza que suponía para la nueva población sus prácticas en los préstamos. Los intereses cobrados resultaban excesivos, usurarios y causantes de que tales prestamistas se quedasen con las heredades de los que no podían hacer frente al pago de los mismos. La incidencia de tal práctica no resulta fácilmente evaluable en todos los terrenos, qué supuso, por ejemplo, en el mercado de la tierra, aunque sí parece que repercutió muy desfavorablemente en el poblamiento. La advertencia no parece que supuso más que un freno momentáneo, pues con posterioridad se comprueban nuevas amonestaciones en el mismo sentido. Así la de 1292, cuando Sancho IV prohibió que llevasen a los cristianos más del 3 por 100 de intereses en tales préstamos, lo cual no debió ser atendido muy diligentemente. Pese a todo, tales anécdotas y retazos de su historia nos manifiestan a una sociedad bastante dinámica, en la que el mercado del dinero alcanzó cotas de un cierto nivel y que afectó no sólo al sector agrario, sino también a otra serie de actividades de perfiles netamente urbanos, aunque no se pueda precisar sobre cuáles de ellas. Sin embargo, tales prácticas crediticias no se encontraban exentas de algunos riesgos, en la medida que ciertas contracciones acaecidas en otros sectores económicos, causadas también por coyunturas y decisiones de carácter político, repercutieron en aquellas muy desfavorablemente. Tal parece que sucedió a finales de ese mismo siglo XIII, durante la época de minoridad de Fernando IV y la consiguiente debilidad de la Corona, aprovechada por la población para manifestar su rechazo a tales acciones. Al menos es lo que dejan sospechar determinadas actuaciones de la monarquía, la cual si hasta esos momentos había dirigido sus exhortaciones a la comunidad judaica para controlar sus hábitos, ahora se coloca decididamente a su favor. Hacia 1297 se ordenó a las autoridades de la ciudad que hiciesen cumplir los pagos por deudas a los judíos, a lo que los deudores se oponían alegando determinados ordenamientos; en ese mismo año la reina doña María nuevamente se dirigió al concejo para que vigilase el cumplimiento de una provinsión de Alfonso el Sabio en favor de la comunidad judaica.
En esos años finiseculares, y debido sin duda a toda una serie de factores, probablemente muy conexionados entre sí, la situación de la aljama parece que comenzó a verse algo comprometida. Nuevamente, la reina doña María, en 1298, tuvo que ordenar que se guardasen a los judíos residentes en la ciudad los ordenamientos hechos por los monarcas anteriores sobre sus logros y otros privilegios, volviendo a reiterar lo mismo un año después. A esta situación de deterioro contribuyó enormemente la tensión surgida entre la ciudad y la Orden de Calatrava, que alcanza uno de sus momentos más críticos en el primer cuarto del siglo XIV. La situación se venía arrastrando desde tiempo atrás y en ella se vieron involucrados los miembros de la aljama judaica de la ciudad, los cuales, desde dicha base, habían establecido sus relaciones económicas con el territorio de la mencionada Orden. Por razones que resultan desconocidas, pero en las que se pueden atisbar algunas de tipo financiero y crediticio, don Zulema Benalbagal consiguió de la Orden el control de una serie de tierras y equipamiento industrial en las inmediaciones del territorio calatravo con Ciudad Real; la Orden le otorgó los derechos sobre los molinos del Batanejo, en el Guadiana, y sobre las «casas de labor», fincas, del Corralejo y del mismo Batanejo, a ambos lados del río y con sus dehesas. Era un buen emplazamiento, como hacia finales de ese primer cuarto de siglo se comprobó por las usurpaciones que hicieron los de la ciudad sobre esos términos, puesto que los realengos se veían forzados a usar tales infraestructuras, sobre todo las de tipo molinar, para hacer frente a sus necesidades. Desde cuándo estaban en manos de don Zulema se desconoce, pero lo cierto es que en 1310 vendió los derechos que tenía sobre todo ese patrimonio a Alfonso Fernández Tercero y a Ferrán Pérez, hijo de Pascual Pérez, que eran vecinos de Miguelturra, por 15.000 maravedís. La inversión de personajes judíos en esas infraestructuras de transformación agraria, tan vitales y de primera necesidad, así como rentables, no se interrumpió. Hacia 1315 otro miembro de la aljama, don Abraham Aben Zazen, recibió del maestre y Orden de Calatrava otras aceñas en el Guadiana, las de la Celada, para su disfrute durante toda su vida. El texto exacto del convenio no nos es conocido, pero tras el hecho parece esconderse la contraprestacion de un adelanto de dinero por parte de dicho individuo a la Orden.
Esta institución parece que se convirtió en cierta medida en valedora de la comunidad judaica, pues los contactos entre ambas, pese a residir en una jurisdicción diversa, resultan bastante fluidos. Nada se sabe de su trayectoria durante el medio siglo siguiente, en el que, por otro lado, tuvo lugar la guerra civil castellana que afectó a ciertas comunidades semejantes en el reino. No se sabe que nada parecido le ocurriese a la de nuestra ciudad, tal vez debido a esa protección de la Orden. En cualquier caso, fruto de ello fue la expansión hacia los dominios de la mencionada institución, una vez que comenzaron a dinamizarse económicamente, de algunos contingentes de estos pobladores, que siguieron manteniendo estrechos lazos con la aljama de la ciudad. Ello se pone de manifiesto porque en 1371 Enrique II, y posteriormente Juan I confirmándolo en 1379, concedió al maestre de Calatrava 1.000 maravedís sobre las cantidades recaudadas en concepto de cabeza de pecho en las aljamas existentes entre Guadalerza y el Muradal, entre las que la de Ciudad Real seguía manteniendo un papel rector, pues parece que sus autoridades eran las encargadas de la recaudación y a ellas va dirigido el mencionado documento.
La revuelta de 1391, procedente de tierras sureñas, acabó afectando fuerte y negativamente a dicha comunidad. El incendio de su distrito, que obligó a una posterior remodelación del mismo, así como los decretos de conversión obligatoria, dieron al traste con la trayectoria que dicha comunidad había venido siguiendo hasta esos momentos. Fue una página oscura en la vida de la ciudad que acabó con una transformación y cierto despoblamiento de la misma. El patrimonio inmobiliario de la aljama pasó a la Corona, que procedió a enajenarlo; así, en 1396 Enrique III hizo donación de unos inmuebles, entre los que se encontraba la sinagoga, a Gonzalo de Soto, su maestresala, el cual los vendió año y medio después por 10.000 maravedís a Juan Rodríguez de Villarreal, tesorero real en Toledo. Tal vez éste transformó la sinagoga en iglesia, bajo la advocación de San Juan Bautista, cediéndola un año más tarde, en 1399, al prior del convento de San Pablo de Sevilla, así como unas casas para la fundación de un convento de dominicos, acto que confirmó a fines del año siguiente. Otro de los bienes perteneciente a la aljama era el fonsario o cementerio, cuya superficie alcanzaba unas tres aranzadas de tierra, o, lo que era lo mismo, aproximadamente 1,5 Ha. o 15.000 m z, superficie nada desdeñable y que es una manifestación más del importante volumen demográfico alcanzado por la comunidad judía. Ocupaba una franja de terreno que, bordeando la muralla, discurría desde la calle de La Mata hacia la zona interior, tal vez con entrada al mismo por aquel punto a través de la llamada «senda del Fonsario», que lo atravesaba por el centro; uno de sus linderos era un quiñón y el otro un quiñón y unas eras. En 1412 fue donado por la reina doña Beatriz a su criado Juan Alfonso de Villarreal para destinarlo a lo que quisiese, bien como suelo urbanizable, bien como laborable, donación que le fue contestada e impedida por el concejo y que motivó que, casi un año después, le fuese confirmada y ratificada por la misma reina. Los inconvenientes que se le plantearon al nuevo propietario fueron, quizá, los que propiciaron que pronto intentase desprenderse de tal parcela, de suerte que, pocos meses después de la ratificación aludida, ya en 1413, la vendió por 1.500 maravedís a las cofradías de Todos los Santos, San Juan y San Miguel de Septiembre, las tres de Barrionuevo. Al parecer dichas cofradías habían sido fundadas por miembros relevantes pertenecientes al grupo de conversos, quizás en un intento de hacer que las sospechas que planeaban sobre ellos se desvaneciesen, pues en las mismas también se integraron grupos de cristianos viejos. Cierto que todas las cofradías tenían un marcado carácter benéfico, que se patentizaba de manera más ostensible a la hora del fallecimiento de uno de us miembros, pero ello no debe inducir a la inmediata conclusión de que tales cofradías mencionadas fuesen «sociedades benéficas» específicas de los conversos, como las supone H. Beinart, continuadoras de la tradición de las hermandades judías de beneficencia que habrían existido en Ciudad Real antes de las conversiones y que se inspiraron más en la concepción y principios de las mismas que de las no judías. No deja de ser una hipótesis, quizá plausible, pero la cuestión debe mantenerse todavía abierta.
Sin embargo, y tras apaciguarse un tanto el revuelo social desencadenado a fines del siglo XIV, aún permanecía en la ciudad un cierto número de judíos, sin duda bastante más reducido, pero que posiblemente consiguió una cierta entidad, en modo alguno parangonable a la de los primeros tiempos, hacia fines del tercer cuarto del siglo XV. A dichos judíos residentes, que no conversos, hace referencia Enrique IV cuando en 1473 hizo francos y exentos a los vecinos de Ciudad Real de pedidos, monedas y moneda forera, exención que les afectaba, pero que no comprendía la liberación del pago de la cabeza del pecho, servicio y medio servicio que anualmente se les repartía y pagaban. Todavía la documentación de 1485 registra a alguno de ellos dedicado al mercado del dinero, realizando algunos préstamos usurarios.
La ruina de la judería de Ciudad Real a finales del siglo XIV supuso sin duda «un considerable trasvase al concepto de cristianos nuevos, más valioso en lo económico y en lo cultural que el volumen total», en expresión de J. González. La dilución de estos conversos en la sociedad y espacios urbanos hace que no se los pueda considerar ya como minoría distinguible funcionalmente, su conceptuación debe ser otra.
Pero, además del grupo anteriormente citado, o, a presencia en Ciudad Real de múdéjares, practicantes de la religión musulmana residiendo en territorio cristiano, parece estar fuera de toda duda. Su asentamiento en un determinado espacio de la ciudad hizo que el mismo fuese designado y conocido con el apelativo de «la morería», con cuya denominación se conoce aún hoy en día una calle. Si la razón de esta presencia era debida a que se encontraban establecidos allí con anterioridad a la fundación de la ciudad, o bien se trasladaron a la misma desde otras localidades, no se puede precisar. Tal vez ambas cosas se dieron, así como que algunos de ellos hubiesen sufrido anteriormente cautividad. Nada se puede precisar al respecto, salvo subrayar su presencia y coexistencia a lo largo del período medieval. La documentación registra su establecimiento al menos desde 1298, aunque es muy probable que se llevase a cabo ya desde los primeros momentos de la fundación. Quizá en la fecha indicada se produjo un aumento de sus componentes y una reorganización de dicha comunidad, puesto que en tal ocasión la reina doña María ordenó que se les guardasen los ordenamientos que habían dado los reyes. A ello se dirigió también Enrique IV en 1473 para hacerlos francos y exentos de pedidos y monedas, si bien tendrían que seguir contribuyendo en la cabeza de pecho, servicio y medio servicio que cada año pagaban.
La comunidad mudéjar de Ciudad Real sin duda mantuvo estrechas y fluidas relaciones con otras semejantes del Campo de Calatrava, pese a encontrarse en diferente jurisdicción. En 1477 el maestre de la Orden demandó a ciertos vecinos de la ciudad un determinado número de estos «moros» en virtud de una obligación que tenían. Pero esta minoría mudéjar resulta históricamente mucho más silencioso que a judaica, consecuencia sin duda de su menor incidencia socioeconómica. Pese a todo, las fuentes mencionan en alguna ocasión el paso de alguno de sus integrantes a la situación de converso, registrándolo como «tornadizo de moro». No obstante los grandes silencios de las fuentes, se puede conjeturar que la aljama mudéjar de Ciudad Real debió contar en algunos de sus momentos con unos efectivos de relativa consideración, si bien no parangonables con los de la otra minoría antes mencionada, la judaica. Tal vez su número sufrió un apreciable descenso en el último cuarto del siglo XV y comienzos del siguiente, lo que motivó el establecimiento allí, casi un siglo después, de un contingente de moriscos de,una cierta entidad.
Las tensiones sociales
La sociedad de Ciudad Real no se encontró exenta de que en su interior surgiesen, con el discurrir del tiempo, toda una serie de tensiones sociales. Aun cuando esta denominación suene excesivamente genérica, calificarlas de conflictos quizá resulte algo inadecuado, puesto que abarcaban también todo un cúmulo de acontecimientos de la vida diaria. Tales tensiones de la vida diaria tienen su reflejo en la documentación, donde se vislumbran a través de las cartas de seguro y amparo otorgadas por los reyes, que aparecen ya desde 1298, o bien bajo la forma de licencia de armas, sobre todo en el reinado de los últimos monarcas. Por otro lado, de dichas tensiones no se encontraban exentos los miembros de una misma familia, que con relativa frecuencia se enzarzaron en pleitos y diferencias por los más variados motivos, entre los cuales hay que destacar la tutela de menores y las relaciones adulterinas mantenidas por alguno de los cónyuges. Pero este estado de tensión, menor, aunque calificable de permanente, no es el que más interesa señalar aquí, pese a que también contribuye a la dinámica evolutiva de la sociedad. Además, no pasaban en muchos de los casos de meras amenazas o fricciones sin llegar a desembocar en una lucha abierta.
Fruto sin duda de la diversidad de población que se estableció en Ciudad Real, así como de la adscripción de determinados grupos mayoritariamente a ciertas actividades económicas y mercantiles, con el trasfondo de una diferente religiosidad, se van a producir frecuentes movimientos conflictivos que en determinadas ocasiones afloraron y trajeron como consecuencia incluso el derramamiento de sangre. El fenómeno no es peculiar ni exclusivo de esta ciudad, sino que se circunscribe dentro de unos sucesos de mayor amplitud, tanto peninsulares como extrapeninsulares. Pero no sólo la estructura económica fue la única causante o favorecedora de estos conflictos, sino también la jurídica y político-administrativa. Hay que valorar, finalmente, si la posesión de la ciudad por determinados señores en momentos concretos no tuvo que ver en que se produjesen tales movimientos; la reivindicación por parte de los vecinos de que la ciudad permaneciese vinculada directamente a la Corona induce a suponer que bien pudieron influir estos hechos. Cierto que la oligarquía, llámesela élite, patriciado urbano, etc., tuvo mucho que ver en los sucesos, al menos por lo que se desprende de la documentación, pero no era sólo la diferencia de estatus social lo que influyó con exclusividad; también aparecen en ocasiones motivaciones de carácter religioso que se mezclan con veladas y supuestas razones de estado.
Momentos en cierto. sentido críticos aparecen en distintas ocasiones alterando la vida ciudadana, como hacia 1261 a causa de una legislación poco clara, por cuya razón «veníen muchas dubdas e muchas contiendas e muchas enemiztades»; o como en torno a 1354, en que distintos parientes y partidarios de doña María de Padilla pretendieron soliviantar la población contra el rey don Pedro, llegando a organizarse una revuelta en ella, cuyos pormenores y matices permanecen desconocidos, pero que motivó la concesión al año siguiente del perdón real, aunque del mismo se exceptuó a determinadas personas. _Pero si existe un período realmente tenso en la vida de la ciudad, es precisamente la segunda mitad del siglo XV, con sus precedentes y secuelas, que tienen como eje vertebral el problema converso. En realidad lo acontecido a fines del siglo tuvo bastante que ver con la evolución posterior; el pogrom de 1391 resultó un gran aldabonazo que vino a cambiar el marco de relaciones en el seno de la ciudad. Pero los acontecimientos se venían gestando desde tiempo atrás y quizá no lejos de ellos se encuentre la guerra civil castellana de mediados de siglo. Ciudad Real pasó al bando enriqueño en 1366, quizá no sin cierta resistencia, lo que abrió una brecha entre los seguidores de uno y otro partido en la población. Por otro lado, en 1371 Enrique II aumentaba la cuantía de la renta que la Orden de Calatrava cobraba sobre la aljama de la ciudad, lo que introducía un factor de distorsión en el seno de la sociedad al incluir una instancia de poder ajena a la misma. Se había, pues, comenzado a gestar ese movimiento antisemítico, en el que precipitaron otros variados factores, con bastante antelación, estallando en 1391. Los sucesos resultan desconocidos, pero debieron ser graves, a tenor de lo que muestran los documentos de fechas posteriores, donde se refleja la disolución de la judería, tanto en sus aspectos estructurales, urbanos y jurídicos, como en sus efectivos poblacionales. En 1396 Enrique III hacía donación a su maestresala Gonzalo de Soto de parte de ella, hecho que demuestra la postración en que se encontraba, lo cual se constata por los acontecimientos posteriores. Ya se ha indicado que su propietario enajenó la sinagoga, edificándose en su lugar la iglesia de san Juan Bautista, que cedía al año siguiente a los dominicos, así como unas casas anejas. Unos años más tarde el concejo hizo donación al convento de la calle llamada Barrera, y en 1412 la reina regala a su criado el cementerio, vendiéndolo éste a las cofradías de Todos Santos, San Juan y San Miguel. Lo expuesto no son más que consecuencias del pogrom de 1391 que debió ser virulento. A ello hay que añadir las presiones ejercidas sobre los restos de población judaica por la predicación en la ciudad, en junio de 1411, del propio san Vicente Ferrer. Todo ello produjo la transformación de gran parte de esa población en conversa, que se incrementó ostensiblemente a raíz de las revueltas y acontecimientos posteriores. A ellos se agregaron los que, huidos de la ciudad y adoptando la nueva religión, se establecieron otra vez en ella una vez calmados los ánimos. Esta tranformación religiosa de dicho sector no solucionó el problema, puesto que con posterioridad vuelven a surgir conflictos de funestas consecuencias, no exclusivos de la ciudad.
Un nuevo enfrentamiento se produce en 1449, resultado de la extensión del conflicto desencadenado en Toledo por esas mismas fechas. Dicho levantamiento, iniciado en la capital toledana a fines de enero so pretexto de la presión fiscal ejercida por el monarca, aunque llevada a cabo por don Alvaro de Luna, polarizó las iras del pueblo en torno a la figura del recaudador converso Alonso Cota. Tras una metamorfosis interesada, lo que comenzó como una sublevación contra determinadas medidas fiscales, acabó convirtiéndose, aparentemente al menos, en una lucha de motivaciones religiosas. La revuelta toledana se extendió pronto a Ciudad Ral, aunque adoptando formas algo diferentes. $i en aquella ciudad fue un sector de los denominados cristianos viejos el que inició los alborotos, en ésta parece que fueron comenzados por un sector de los conversos. Dado el cariz que los acontecimientos habían tomado en la ciudad imperial, optaron por adelantarse, teniendo el apoyo de Juan González de Ciudad Real, recaudador real estante en la corte, y eligiendo como brazo ejecutor a Pedro Barva, corregidor de la ciudad, que cometió ciertas tropelías tanto en la ciudad como en territorio de Calatrava. Dichas acciones crearon gran malestar fundamentalmente entre los caballeros de la Orden, mientras que la ciudad siguió en calma, aunque tensa. El 18 de junio, un grupo de conversos del entorno de Juan González, sin duda conocedores del desarrollo de los acontecimientos toledanos, comenzó a propalar la voz de que sabían que iban a ser robados, por cuyo motivo comenzaron a armarse y lograron reunir un grupo de unos 300 hombres, al frente del cual se colocó el bachiller Rodrigo, su sobrino, alcalde de la ciudad. Recorrieron la urbe armados y atemorizando a la población, «estando toda la gente de christianos viejos e aun otros de linaje de conversos en sus casas asosegados, desto non sabedores, e la más de la gente durmiendo». La tensión fue subiendo hasta que el 7 de julio salió el mencionado bachiller a la plaza con gente armada provocando escándalos. Ante el cariz que tomaban los acontecimientos se reunió el concejo para pedir explicaciones al cabecilla, que formaba parte del mismo por su cargo de alcadía. A tales requerimientos respondió que pretendía prender a un hombre extranjero y que ya daría con posterioridad cuenta como alcalde. El perseguido era fray Gonzalo Mañueco, comendador de Almagro, el cual llegó ese día a la ciudad con un compañero, desconocedor del asunto, abandonándola rápidamente tras ser informado de lo que acontecía por Alvar García de Villaquirán, otro de los alcaldes. Este, por la tarde v en vista de que el bullicio no amainaba, afrentó en la plaza al bachiller Rodrigo para que mandase a toda la gente armada a sus casas, pero sólo recibió su negativa e injurias, entablándose una pelea entre los seguidores de ambos bandos. Algunos de los oficiales del concejo, alcaldes y regidores, lograron a duras penas controlar la contienda, en la que combatieron por el lado anticonverso los criados del clavero de Calatrava que se encontraban en la ciudad. A la mañana siguiente se presentó en ella al comendador almagreño con un grupo armado, apoderándose de una de las puertas de la ciudad. A partir de esos momentos los acontecimientos se desbordaron; el grupo del comendador iravó pelea con el del bachiller, muriendo aquél de un flechazo en la boca, por lo que los calatravos que le acompañaban pidieron refuerzos a comendadores v gentes de los lugares próximos, continuando la contienda durante todo el día, incluida la noche, hasta el día siguiente. Los refuerzos aprovecharon la coyuntura para tomarse la justicia por su mano de las anteriores actuaciones del corregidor Pedro Barva; ayudados por un buen número de vecinos y moradores, comenzaron a robar y saquear las casas de los conversos de Barrionuevo. Dos días después todavía duraban los desmanes, a los que los oficiales de la ciudad se veían incapaces de controlar. Finalmente algo se apaciguaron los ánimos cuando los mencionados oficiales ahorcaron a un vecino y a otro que había entrado con los calatravos, los cuales habían participado en los saqueos. Las venganzas contra el bando converso se sucedieron en los días siguientes, siendo asesinados varios de los que lo encabezaron. El resultado de todo ello fue desastroso para la vida de la ciudad, la cual fue abandonada por un buen número de conversos y otras gentes que se vieron afectadas. En la petición de perdón dirigida a Juan II registra el concejo que la ciudad
Hay que hacer notar de todo lo expuesto el papel que ocupaban ya los conversos dentro de la sociedad. El documento citado los señala ocupando cargos de recaudadores, de oficios concejiles, de escribanos, etc. Es difícil precisar cuándo comenzó el ascenso de este sector social; el resultado es que en aquella época se encontraban ya bien instalados en puestos de relevancia, próximos muchos de ellos al poder, aunque tal vez no todos integrando el mismo bando. La controversia que se abrió fue sobre si tenían derecho a obtener cargos públicos. El debate llegó a alcanzar un tinte teológico-jurídico bastante revelador sobre la materia. Era lógico que se elevase hacia esas cotas, puesto que lo que se ponía en tela de juicio era la propia actuación de la monarquía, e incluso parte de la nobleza, en cuanto a la realización de una serie de medidas de carácter administrativo en el gobierno del reino. No se podía atacar frontalmente al monarca, hecho que por otra parte había sucedido en los inicios del conflicto toledado, sino que se pretendía minar en cierto modo el «aparato del estado»; es por eso por lo que la controversia debía ser llevada a dichos terrenos. Sin embargo, el pueblo sentía el problema desde otra óptica. No discutía el derecho que tuviesen a participar en los cargos públicos, lo que pedía es que no abusasen de ellos descaradamente; esta disociación entre teoría y sentimiento popular mantuvo el problema insoluble.
Pese a la Bula de Nicolás V de septiembre de 1449, por la que reprobaba las actuaciones contra los conversos toledanos, el sentimiento popular no quedó calmado. La acaparación de cargos públicos y su ejercicio quizá poco ortodoxo continuó siendo el decorado, aunque no exclusivo, donde se insertaron los posteriores brotes de tensión y revueltas. Un nuevo estallido se produjo en el verano de 1467 en Toledo, extendiéndose, como en el caso anterior, también a Ciudad Real; pero el hecho no era más que la culminación de un proceso que se comenzara a gestar con anterioridad. Parecen existir indicios de que ese nuevo período de revueltas anticonversos fue provocado en cierta medida por los partidarios del infante Alfonso, que unos años antes había sido nombrado rey en Avila por parte de un sector de la nobleza. Se encargarían de capitalizar el latente sentimiento popular contra este sector, que estalló con posterioridad, pues no hay que olvidar la fuerte presencia de conversos en la corte de Enrique IV. Resulta muy verosímil que cuando, en 1467, explotó la revuelta en Toledo, se extendió pronto a Ciudad Real, aunque la documentación silencia los acontecimientos. La prueba de que así ocurrió hay que buscarla y deducirla de los acontemientos posteriores. En junio de 1468 Enrique IV otorgó perdón a los toledanos y a comienzos de julio redacta un documento según el cual los conversos eran desposeídos de los oficios públicos y se les prohibía su ocupación en adelante. Pues bien, días más tarde se ordena lo mismo para Ciudad Real, prueba de que los sucesos, aunque quizás algo más suavizados, debieron ser similares. Dentro de tales acontecimientos debe incluirse la toma que en 1467 hizo de la ciudad el maestre calatravo don Rodrigo Téllez Girón, que había abandonado el bando enriqueño para apoyar al infante Alfonso, con lo que nos encontramos nuevamente con la injerencia de la Orden en acontecimientos de este tipo. Sin embargo, el problema no quedó solucionado, puesto que años después el propio rey volvió atrás en sus decisiones y restituyó los cargos a aquellos personajes que habían sido depuestos por su hermano anteriormente. Todo parece indicar que el asunto de los conversos fue tomado como tapadera por las distintas fracciones nobiliarias, como ya se ha indicado, en sus intentos de enfrentarse o apoyar al monarca; no es de extrañar, pues, que en acontecimientos políticos posteriores se volviese a utilizar el asunto.
Un nuevo período conflictivo, al menos por lo que respecta a Ciudad Real, se abre hacia 1473, si bien mezclado en su fase final con otros acontecimientos, como es la guerra civil sucesoria, pero que también tiene claras repercusiones anticonversos. La inestabilidad en la ciudad ya se detecta en marzo de ese año cuando la reina doña Juana, señora a la sazón de la misma, ordenó al corregidor Juan de Bovadilla que acabase de construir la torre del alcázar y que derribase las edificaciones adosadas en el fin de que quedase exenta y facilitar así su defensa; al mes siguiente dicta determinadas penas sobre aquellos que pretendían entrar en el ayuntamiento para ir contra el corregidor y regidores. Se está iniciando la revuelta que estallará en 1474 y, como se puede apreciar, vuelve a reincidir en el tema de los cargos concejiles, ejercidos algunos de ellos por conversos. Las motivaciones exactas del conflicto permanecen en la oscuridad y sólo se conocen algunos de los hechos sucedidos; se sabe que un sector, haciendo caso omiso de las ordenanzas, usurpó ciertas tierras concejiles hecho que pretendió cortar el cabildo entre el descontento de la población, lo cual aumentó sin duda la tensión. De los alborotos surgidos en la ciudad en 1474 algo se conoce a través de las disposiciones posteriores de los reyes; por ellas nos podemos forjar una idea aproximada de lo ocurrido. El conflicto estalló el 6 de octubre de dicho año cuando parte al menos de la población se levantó «contra algunos regidores, cavalleros e escuderos, procurador e jurados e mercaderes e otras personas vesinos de la dicha ciudad e mataron algunos dellos e los robaron». La ciudad se vio recorrida por grupos armados que mataron y robaron a una serie de gente; habían salido, como dice un documento, «de ciertas casas e monasterios de la dicha ciudad, donde asy estavan ayuntados», dato sin duda revelador de hacia dónde apuntaban las iras del pueblo. La actuación de estos grupos queda reflejada en el mismo documento al señalar «que robaron e metieron a sacomano todos sus bienes muebles e semovientes e joyas e preseas de casa a mercaderías que en sus casas e tiendas fallaron, que no quedó cosa ni tienda suya que no robasen. E les robaron los ganados de los canpos e términos de la dicha ciudad e de otras partes que eran suyos». Los perseguidos se refugiaron en el alcázar con el corregidor para defenderse de las iras de los sublevados, peros éstos lo atacaron hasta tomarlo y derribar la torre principal del mismo. Los sucesos debieron resultar sangrientos, evaluándose las pérdidas materiales en 50 «cuentos», cifra realmente elevada e indicativa de los grandes destrozos ocasionados. Los sublevados expulsaron de la ciudad al corregidor «e a ellos», matando a algunos que se atrevieron a volver y continuando los alborotos. Ahora bien, que fuesen dirigidas las iras contra los conversos es algo que no queda excesivamente claro; sin embargo, cabe suponerlo al comprobar que los huidos de la ciudad, algunos de ellos regidores, son los mismos que en múltiples ocasiones vuelven a aparecer en los procesos inquisitoriales. Además, el mismo documento que relata los acontecimientos permite presumirlo al señalar «que después de los aver así matado, los han echado en las cavas e canpos a comer de los perros como animalias brutas», hecho que resulta impensable si se hubiese tratado de cristianos viejos.
El problema aún se complica con posterioridad debido a la actitud adoptada por parte de ese segmento de los conversos en las luchas sucesorias; parte de ellos optó por el partido portugués, un¡ca salida quizás a su problema, aunque la documentación muestra al respecto la inestabilidad de ciertos miembros. Algunos formaban parte del concejo como regidores, logrando con posterioridad que les fuesen reconocidos tales cargos como «acrecentados». Tal circunstancia hizo intervenir de nuevo al maestre calatravo en 1475, convocando a las gentes de Ciudad Real para que proclamasen a la reina Isabel como sucesora, dato que hace presumir que no se encontraba muy lejos de los acontecimientos de 1474 -sobre todo si se tiene en cuenta que la reina Juan seguía siendo señora de la ciudad-, aun cuando posteriormente dicho maestre se pasó al bando portugués y atacó la ciudad. Lo expresado hace suponer, aunque habría que comprobarlo en cada caso, que el llamado problema converso probablemente no fue en la ciudad más que, en buena medida, una bandera que ocultó oscuras apetencias de poder por parte de las distintas facciones nobiliarias o de los bandos de la oligarquía local. En cualquier caso, todo ello trajo en consecuencia, como en los casos anteriores, nuevas situaciones negativas en el terreno demográfico y económico.
Además, una de las cuestiones que parece deducirse de todo lo expuesto, es que el llamado problema converso adquiere unos tintes que no son meramente religiosos; la mayoría de la población se encontraba más sensibilizada con factores sociopolíticos y económicofiscales que por los meramente religiosos. Esta hipersensibilidad, fruto en gran medida de los acontecimientos anteriores, se patentiza en determinados momentos de inestabilidad social surgidos con posterioridad a que el problema converso estuviese controlado por la Inquisición. En la prórroga que del oficio de corregimiento otorgaron los Reyes Catolicos en 1493 a García de Alcocer, se señala como uno de los motivos el mantenimiento de la paz y sosiego de la ciudad, lo cual hace pensar en una situación de tirantez quizá latente, aunque presente en los acontecimientos de la vida diaria. Este estado de tensión se manifiesta abiertamente en 1498 cuando el presidente y oídores de la chancillería prohibieron la saca de pan de la ciudad, lo que provocó un levantamiento popular. Pero ya las posiciones de la oligarquía y de la Corona eran distintas como para llegar a producir los efectos anteriores.