CIUDAD REAL EN LA EDAD MEDIA
EL MUNDO DE LOS ECLESIASTICOS Y DE LA RELIGIOSIDAD
Dentro de Ciudad Real, como en cualquiera otra ciudad medieval, coexistía con la civil otra estructura administrativa y gubernativa que, aunque no fuese específica suya, sí incidía considerablemente en su carácter. La organización eclesiástica, incluyendo en ella el amplio y variado ámbito de la clerecía en general, hundía parcialmente sus raíces en centros de decisión ajenos, pero determinaba en buena medida la personalidad de un núcleo.
Convento de Nuestra Señora de Altagracia (Dominicas), uno de los bellos edificios religiosos del siglo XV derruido en la década de los sesenta para dar paso a unos horrendos bloques de viviendas. |
La clerecía y el control de la fe
Desde el punto de vista eclesiástico, la ciudad no consiguió, sino en parte, convertirse en centro aglutinador del territorio circundante. No se creó en ella una sede episcopal capaz de realizar esas funciones, sino que se hizo depender del arzobispado de Toledo, en cuyo ámbito administrativo se integró formando parte del arcedianato de Calatrava, lo mismo que los restantes núcleos de población integraban su territorio, cuyas relaciones de dependencia respecto a la ciudad permanecen en la oscuridad. Estos pequeños núcleos, que tenían algún beneficio eclesiástico, eran varios a fines del siglo XV: Ciruela, quizás el más importante desde esta óptica, tenía dos, uno curado y otro medio prestamero; Benavente y Valverde tenían conjuntamente dos, uno de ellos curado; finalmente, Poblete, La Torrecilla, Sancho Rey y La Higueruela contaban cada uno de ellos con un beneficio curado. La ciudad propiamente dicha, por la misma época, contaba con diecinueve en total, de los que tres eran curados, ocho beneficios servideros, uno medio beneficio, seis prestameros y uno medio prestamero.
Sin embargo, parece que esta estructura eclesiástica no fue la misma en sus comienzos. Por lo que respecta al núcleo urbano, Alfonso X, con autoridad del arzobispo toledano, lo dividió en tres parroquias, entre las que totalizaban doce racioneros. Contaba, además, con tres curas propios, que se encontrarían probablemente al frente de cada una de las parroquias, reservándose el mencionado arzobispo la provisión de dichas raciones o beneficios. Estos beneficiados estaban agrupados en una corporación, recibiendo todos las ganancias de la totalidad y formando un único cabildo eclesiástico, al frente del cual se encontraba un abad mayor, elegido cada año, así como un receptor y un escribano. Este cabildo se regía por unas ordenanzas -que no nos han llegado-, las cuales contemplaban la alternancia de los actos religiosos oficiales en cada una de las tres parroquias. La existencia de este cabildo eclesiástico queda reflejada en la documentación bastante pronto, pues ya en 1312 permutaba con el arcediano de Calatrava unas casas en la collación de San Pedro.
Por otro lado, en cada una de estas parroquias tenían silla, es decir, derechos y jurisdicción, tanto el arcediano de Calatrava como el deán de Toledo. La presencia del mencionado arcediano en la ciudad era lógico que fuese bastante frecuente. Un clérigo, sin duda acompañante suyo, firmaba un documento en 1297 y unos años más tarde aparece permutando unas casas, así como en otros actos jurídicos; y tal vez el mismo arcediano fue el encargado de comisionar en 1349 a Francisco Gonsalvo, de la Orden de Predicadores, para la absolución de irregularidades y censuras eclesiásticas en que pudiesen incurrir los clérigos de la ciudad, sus aldeas y Campo de Calatrava, puesto que el documento está redactado en Villa Real.
Las vinculaciones de los eclesiásticos de la ciudad con la sede toledana y la relevancia de los mismos, quedan de manifiesto a través de cierta documentación conocida de medidados del siglo XIV. Aparte de las propias de su dependencia, sin duda se incrementaron en este período, al haber ocupado con anterioridad el cargo de arcediano de Calatrava Gil de Albornoz, luego arzobispo de Toledo y posteriormente cardenal. La incidencia que la persona del cardenal Albornoz tuvo en la ciudad es de difícil evaluación; sin embargo, parece de una cierta relevancia. El mismo retuvo una porción prestimonial en la iglesia de Ciudad Real, a la que más tarde renunció, y hacia mediados de dicho siglo XIV diferentes clérigos de su séquito consiguieron beneficios en las parroquias de la ciudad, que siguieron manteniendo, con autoridad papal y a solicitud de Albornoz, no obstante ocupar otros cargos y canonjías en diferentes catedrales: Toledo, Barcelona, etc. Todo ello lleva a suponer el destacado papel que pudo jugar la clerecía de la misma.
La importancia, social y crematística, que tenían estos beneficios de la ciudad se aprecia también en un documento de 1402, donde aparece un tal Ruy Sanchez, canónigo de Toledo, como cura de San Pedro y racionero de las iglesias de la ciudad, en el que, además, aparece como posesor de unas aranzadas de viña sobre las que fundó una capellanía perpetua, a condición de que el capellán asistiese a todas las horas canónicas con los otros clérigos beneficiados de San Pedro. Que otros clérigos de la ciudad tenían posesiones en la misma, es obvio; tal fue, por ejemplo, el caso de Juan Sanchez, clérigo que en 1423 aparece como propietario de un quiñón.
Pero no sólo eran éstos los propietarios de tierras, sino que también lo era la sede toledana. Prueba de ello es la donación que hiciera en 1351 el arzobispo don Gonzálo a Alfonso Fernández de Olías de la ermita de Alarcos, que no sólo contaba con ornamentos, sino con otros bienes y rentas. Es difícil precisar con exactitud el patrimonio que la mitra toledana mantenía en la ciudad y su territorio, pero lo cierto es que a finales del siglo XV aparece en la documentación determinado vecino de Ciudad Real con el cargo de mayordomo del arzobispo de Toledo. Sin ser muy preciso el dato, en 1484 aparece uno de estos mayordomos intentando cobrar «ciertos maravedís e pan e otras cosas de la dicha su mayordomía» por un montante de 202.000 maravedís, y tal como aparece, no da la impresión de que se tratase de una cantidad en concepto de diezmos eclesiásticos.
Queda todavía por conocer bien las vinculaciones de parte de estos clérigos con el grupo de la oligarquía urbana. No obstante, y de modo general, se encontraban inmersos dentro de ese bloque de privilegiados, y, dado que tales clérigos y eclesiásticos de la ciudad se encontraban exentos de pechar, algunos vecinos de la misma, con el fin de defraudar al fisco, idearon el sistema de hacer donaciones ficticias a los mismos. Algunos de ellos se encontraban vinculados a una de las grandes familias locales, lo que posibilitó la inversión de patrimonios en ciertas obras fundacionales, por lo general de capellanías, o suntuarias y monumentales, resultando un buen ejemplo de este último -que no sería el único, puesto que se tienen referencias de otros, aunque no se hayan conservadola llamada capilla del chantre Coca, del siglo XV, en la iglesia de San Pedro, donde todavía se puede admirar el retablo y sepulcro en el que se encuentra enterrado.
Retablo en alabastro, con escenas de la vida de la Virgen, en la capilla del canónigo Coca de la parroquia de San Pedro (s. XV). |
Varios de estos clérigos de la ciudad participaron en la mecánica inquisitorial. El alto número de judíos establecidos al poco de su fundación, luego transformados gran parte de ellos en conversos, hizo aconsejable, cuando la Corona decidió utilizarlo como un mecanismo de control político, la presencia en la ciudad de un tribunal inquisitorial. Constituido en 1483, fue el tercero que se creó en la península, tras Sevilla y Códoba, si bien duró poco en ella, ya que fue trasladado a Toledo un par de años más tarde. Pero a pesar de su corta estancia, marcó una fuerte impronta en la ciudad, debido a que su actuación fue dura y causó un gran deterioro en la vida socioeconómica del núcleo, no sólo a causa de las confiscaciones de bienes que se llevaron a efecto, sino por la huida que provocó de buena parte de ese sector de población.
Las nuevas formas de espiritualidad: los conventos
El marcado carácter urbano que logró adquirir Ciudad Real al poco de su fundación, pronto hizo que acudiese a ella alguna de las órdenes mendicantes, nacidas no hacía mucho tiempo, tan típicamente urbanas y que tanto influjo ejercieron en las ciudades a través de determinadas prácticas religiosas, como la caridad, la confesión y, sobre todo, la predicación. Como ya es bien sabido, fueron un valioso instrumento de cambio de mentalidad en las sociedades urbanas y, por extensión, en todos los otros ámbitos.
Los primeros que en la misma se establecieron fueron los franciscanos, cuyo convento, al parecer, fue fundado y dotado ya en 1263 por el propio monarca fundador en las proximidades del alcázar, junto a la puerta de Granada, tal como propugnaba la praxis de la mencionada orden en sus comienzos. Poco después de dicha fecha parece que se levantó la iglesia del mismo, en la que, en 1275, quedó depositado el cuerpo del infante don Fernando de la Cerda antes de ser trasladado a las Huelgas de Burgos para su definitiva inhumación. El dato, al margen de curioso, resulta verdaderamente sistemático del influjo que la orden practicaba ya en la esfera de la muerte.
El impacto que dicha orden ejerció sobre la sociedad de Ciudad Real debió ser amplio y profundo, como ocurrió también en la mayor parte de las ciudades medievales, aunque la evaluación del mismo resulte algo dificultosa. Como prueba de ello, se tiene noticias y referencias aisladas de que hacia 1392 se fundó, vinculada al mismo, una cofradía de caballeros hidalgos, bajo la advocación de San Francisco, como ocurriera en otras localidades, pero cuyos estatutos no nos han llegado, aunque es probable que esta cofradía mantuviese profundas diferencias con la semejante de Santiago. Su finalidad sería encontrar una estructura, con su mixtificación entre lo político y lo religioso, que posibilitase, entre otras cosas, determinadas condiciones para los enterramientos de sus miembros, pues, al parecer, en la iglesia de dicho convento, o en el cementerio adosado al efecto, se enterraron familias linajudas de la ciudad. Por otro lado, se sabe que en torno a dicho convento se reunía desde sus comienzos la Hermandad Vieja de la ciudad, integrada por un amplio sector de la oligarquía.
La segunda de las órdenes religiosas que se estableció en Ciudad Real, parece ser que fue la de los mercenarios, que se ubicó en los aledaños de la actual iglesia de La Merced. La fecha de fundación de su convento parece que fue la de 1384 y la llevó a efecto doña Leonor, que lo dotaría. La fundadora era mujer del monarca don Fernando de Portugal, padres de la reina doña Beatriz, mujer de Juan I y señora de la ciudad.
Pocos años más tarde hicieron acto de presencia en el núcleo los dominicos, que previamente vendrían evaluando el interés de establecerse en él, ya que con anterioridad parece que habían estado presentes a través de las predicaciones a raíz del pogrom de 1391. Quizás entonces de percataron de la utilidad de su asentamiento en la misma e iniciaron contactos para llevarla a efecto, aunque lo cierto es que no lo llevaron a cabo hasta 1399, fecha en que Juan Rodríguez de Villa Real les hizo donación del inmueble donde había estado la sinagoga mayor, transformada en iglesia de San Juan Bautista, así como de unas casas anejas al mismo, donde se levantó el convento. La donación se hizo al prior del convento de San Pablo de Sevilla, siendo confirmada al año siguiente al que fuera primer prior del de Santo Domingo de Ciudad Real, fray Alonso de Sanlúcar. Por tiempo después el concejo cedía al mencionado convento la calle llamada Barrera, luego denominada Compás de Santo Domingo, a la que abría la puerta de la iglesia, para conseguir sin duda un espacio más amplio y apropiado para la predicación. La iglesia parece que era de tres naves y en ella mandó construir una capilla para su enterramiento el converso Juan González Pintado, que compró en Medina del Campo para su altar una imagen de la Virgen, un frontal y ornamentos.
Ya entrado el siglo siguiente, en 1435, se erigió un convento de la rama femenina de la mencionada orden dominica, el de Santa María de Gracia o de Altagracia, dotado en dicha fecha por el doctor Alonso Fernández de Ledesma y su mujer, doña Mencía Alonso de Villaquirán, mediante testamento, en el que dejaron unas casas para que se fundase.
También a comienzos de este último siglo se constata como ya presente en la ciudad -aunque determinado autor pone su origen en 1262- otra orden religiosa, la de San Antonio Abad, que levantó en ella un centro, la casa de San Antón, dedicado a la atención de enfermos y pobres. Favorecida por algunos miembros de la Orden de Calatrava, en su iglesia fueron enterrados frey Sancho Sánchez Dávila, comendador de Benavente y Almadén, y frey Pedro Gonzáles de Hinestrosa, comendador de AImadén.
Las prácticas de la religiosidad: cofradía y hospitales
Aunque rebasa los límites de lo estrictamente religioso, puesto que su componente de sociabilidad es grande, extendiéndose a partir del mismo hacia otros aspectos de asistencia y servicios, hay que resaltar el papel sociológico desempañado por las cofradías. La parquedad de noticias que sobre las mismas se tiene, hace que el tema resulte bastante difuso. Aun cuando puede que existiese alguna más, se encuentran varias, resultando posible que determinadas de las ya existentes en Alarcos se trasladasen a la nueva villa. Tal se dice de las de San Bartolomé y de la Caridad, que, establecidas en el distrito de San Pedro, parece que quedaron asociadas a labores asistenciales de los penados y ajusticiados por la Hermandad Vieja de la ciudad, aunque ésta surgiría con posterioridad.
Símbolo heráldico en el artesonado, durante varios siglos oculto por escayolas, de la parroquia de Santiago (s. XIV). |
Cada uno de los distritos cívicos-eclesiásticos contaba con varias de ellas, cada una de las cuales contaba con unos estatutos y ordenanzas donde se reglamentaban sus fines y prácticas específicas, si bien muchos de ellos resultaban bastante comunes. Dentro de la parroquia de San Pedro nos encontramos con la de San Juan, que parece ser la misma denominada en otras ocasiones como San Juan de los Viejos, la cual a comienzos del siglo XV, más exactamente en 1413, ya estaba creada y era preboste de la misma García Pérez del Peral. Se conoce que, junto con otras, compró el fonsario de los judíos, encontrándose asociada a ella en dicha ocasión, y siendo su preboste Juan López, la de San Miguel, llamada también de San Miguel de Septiembre. Actuando junto a las anteriores en la compra del fonsario, y siendo representada por su preboste Lorenzo García Sevillano, aparece la de Todos Santos, de la que se sabe que al frente de la misma estaba en 1444 Fernando García. Estas tres cofradías se hallaban estrechamente cinvulada al Barrionuevo, pensando por ello Beinart que se trata de asociaciones derivadas en sus fines y componentes, de instituciones asistenciales propias del ámbito judaico, de las hermandades judías de beneficiencia, básicamente funerarias, que antes funcionarían en la ciudad. Resulta difícil afirmarlo, puesto que tales elementos eran comunes a los de las otras cofradías cristianas, aunque tampoco existen razones claras para descartarlo de plano.
Numerosas torres de iglesia y conventos muestran el carácter de la ciudad medieval. Grabado del s. XVI. |
También al distrito de San Pedro pertenecían las cofradías de San Francisco, fundada, al parecer, en 1392 en el convento del mismo nombre y que estaba compuesta por hidalgos, aunque con toda probabilidad no de manera exclusiva; y la de Nuestra Señora Santa María de Valvanera, que se supone ya creada en 1441, fecha en que obtiene la confirmación de sus ordenanzas, lo que permite sospechar que no lo sería mucho tiempo antes.
En la parroquia de Santa María parece que funcionó una cofradía del Santísimo o del Corpus Christi, cuya fecha de fundación se desconoce. En cualquier caso, hay que situar allí las de las Animas, también de fundación desconocida, pero que se encuentra citada en los procesos de Inquisición; y a la de Nuestra Señora de la Asunción, llamada también de los tejedores, que pasó con posterioridad a ser conocida como la de la cera, resultando una de las pocas en que se constata su componente gremial. Quizá ello remite a su antigüedad, avalada por ocupar un lugar preeminente entre las de la ciudad, a pesar de que su fecha de fundación se desconozca. También en dicha parroquia hay que ubicar la de Santa María de la Pedrera, organizada y operativa ya a comienzos del siglo XV, pues en 1438 fray Sancho Sánchez de Avila, comendador de Benavente y Almadén, al hacer donación de unas casas suyas y otros enseres al convento de Calatrava, puso determinadas condiciones que si no se cumplían, revocarían la donación, pasando dichos bienes «al cabildo de los omes buenos de la cofradía de Santa María de la Pedrera», de la cual él era cofrade. Muy probablemente se encontraba vinculada al hospital que, con nombre parecido, funcionaba en la ciudad y que, según Díaz jurado, había sido trasladado a dicha calle procedente del distrito de San Pedro, en donde se llevaría a cabo su fundación.
Dentro de la de Santiago se inscribía una homónima al titular de la iglesia, la de Santiago, fundada en 1339 por Velasco Pérez de Chinchilla y su mujer Ana de Torres, y que estaba compuesta exclusivamente por caballeros hidalgos; así como también la de San Antonio Abad, ligada a la Orden de San Antón y al hospital que mantenía dicha orden en la ciudad, y que, al parecer, fue fundada en 1262, aunque se estima una fecha demasiado temprana.
Otra de las existentes en Ciudad Real era la de San Lorenzo, designada en los procesos de Inquisición como de San Llorente, cuya creación hay que suponer que sería, cuando menos, del siglo XV, aunque no se conozca la fecha exacta ni a qué parroquia estaba vinculada.
En la escueta enumeración se habrá podido comprobar la existencia en cada una de las parroquias de cofradías integradas, si no exclusivamente, sí de manera preferencial, por caballeros e hidalgos, lo que permite plantear el papel de las mismas como instrumento utilizable en el contexto de la política local, entendida ésta en un sentido más amplio que el que hoy día se le asigna.
Cada una de estas cofradías tenía su sede en la propia iglesia o en una de las ermitas del distrito parroquial, organizando con una cierta periodicidad determinados actos festivos que afectaban no sólo al culto, sino que giraban también en torno a tareas asistenciales y de sociabilidad.
Varias de las mencionadas desarrollaban esas tareas asistenciales a través de hospitales, cuyo número en la ciudad fue en aumento durante el último de los siglos del medievo. Las fuentes registran, en la collación de Santa María, los de la Pedrera, de San Andrés, de Alarcos, de San Sebastián y de San Miguel. En la de San Pedro parece que funcionaban dos, uno de ellos sin nombre, que bien pudiera ser el después conocido como de San Blas, siendo el otro el de la Hermandad. Finalmente, en la de Santiago existía uno sin nombre -posiblemente el conocido luego como Cristo del Refugio- y el que regentaba la orden de San Antón. Otros varios se abrirían ya en la época moderna.
Su número aumentó no sólo porque en la ciudad se produjo un incremento de epidemias de peste y otras calamidades de ese tipo, sino por una relación de proporción inversa al tono económico de la misma. Es decir, se incrementó cuando la caída demográfica y económica fue más grande, a lo largo de la centuria del cuatrocientos, y ello fue causa del incremento de la pobreza; porque, en definitiva, estos hospitales no cumplían meramente funciones sanitarias, sino asistenciales más amplias: eran lugar de refugio de transeúntes necesitados y de pobres y menesterosos de la ciudad, aunque unos y otros no estuviesen enfermos.
Su número resulta también elevado debido a que se trataba de establecimientos pequeños, sostenidos varios de ellos por alguna de las cofradías citadas, que no podrían disponer de fondos cuantiosos para establecer un gran centro, pero que de este modo hacían viable el cumplimiento de los fines asistenciales que contenían sus estatutos. La inversión en los mismos resultaba de una cierta envergadura, por lo que hay que pensar en frecuentes donaciones de los económicamente poderosos de la ciudad. Aunque de la mayor parte de ellos no se tiene noticia alguna, salvo la de su existencia, resulta paradigmático sin duda el fundado por la Hermandad.
Esta institución parece que comenzó a pensar en su creación y a considerarla una inversión necesaria con anterioridad, pero es en 1485 cuando se tiene constancia de las gestiones y puesta en marcha del proyecto, no sin dificultades. Finalmente, tras diversos avatares, en 1489 acabó comprando unas casas para establecer en ellas dicho hospital y comenzaron las obras de reparación y acondicionamiento del inmueble, que todavía duraban en 1492, lo que da idea del ritmo tan lento que llevó su construcción. Con posterioridad todavía se tendría que intervenir en ese terreno, sobre todo tras las inundaciones de comienzos del siglo siguiente.
Con un ritmo igualmente lento se fue dotando de los enseres necesarios: camas, sábanas, colchones, jergones, almohadas, mantas, etc., aunque la capacidad del mismo no parece que fue muy alta. No contaría con más de ocho camas, aunque este número no significa que ésa fuese su capacidad total, sino la disponible para atender a los verdaderamente enfermos, que era una de sus funciones. La institución proveía también al enterramiento de los que fallecían en el mismo, contando para su gestión y administración con un hospitalero y un portero, pagados ambos por la institución fundadora. En cualquier caso, era fundamentalmente refugio de pobres y transeúntes, para los que se acondicionó también, sin tener que recurrir por ello a la compra de camas para los mismos.
Para cubrir otros campos de la sanidad, la ciudad contaba con diversas personas. Cuando menos desde comienzos del siglo XV -y probablemente desde bastante tiempo antes-vivían en ella algunos físicos y cirujanos, apareciendo también boticarios y otro personal vario dedicado a esas tareas. El concejo era el encargado de pagar a uno de esos físicos, que se ocupaba de la sanidad pública.
Todo este tipo de inversiones resultaban demasiado onerosas y probablemente no lograron abastecer la demanda en la ciudad, sobre todo en el período de tránsito a la modernidad, en el que las calamidades se acrecentaron y dieron al traste con el tono urbano de la misma.