La sociedad ciudarrealeña en los tiempos modernos

CIUDAD REAL EN LA EDAD MODERNA

LA SOCIEDAD CIUDARREALEÑA EN LOS TIEMPOS MODERNOS

La nobleza local

No resulta fácil establecer con claridad el número de hidalgos de Ciudad Real a comienzos de los tiempos modernos. Los dos padrones que poseemos del XVI son relativamente tardíos, 1550 y 1586, y, además, el primero de ellos no especifica el estamento de los empadronados. El de 1586 resulta más completo, pero, en relación a este asunto, presenta diferencias notables entre cada una de las parroquias; en San Pedro, sus redactores se limitaron a recoger las pretensiones hidalguistas con un «dice ser hijodalgo»; en Santa María del Prado evitaron tan engorrosa como comprometida tarea y no hicieron distinciones y en Santiago separaron los hidalgos de los que litigaban sobre su nobleza. En cierto modo, los padrones nos aportan el mismo grado de incertidumbre sobre la nobleza de los distintos individuos que tenían los contemporáneos.

La sociedad ciudarrealeña del XVI padece, como no podía ser menos, unas ansias de acaballeramiento desde tiempos muy tempranos. Las características más notables de la evolución de la nobleza local durante la época moderna son las siguientes:

    a) Intentos de introducirse en el estado de los hijosdalgo de muchas personas, con la consiguiente secuela de numerosos litigios de hidalguía; intentos que, en gran parte, se vieron coronados por el éxito.

    b) Papel destacado de las autoridades municipales en el encuadramiento social de los vecinos ciudarrealeñas, con, las correspondientes tensiones estamentales.

    c) Asimismo, las necesidades fiscales de la Coron contribuyeron a alterar la estructura social de manera indirecta -por ejemplo, la venta de un regimiento, cuyo titular aprovecha para ennoblecerse- o directa, como puede ser la venta de una hidalguía.

    d) Desaparición entre finales del XVI y mediados del XVII de algunos linajes por agotamiento biológico, emigración o bien por su integración en otros más vigorosos, concentrándose así riqueza, honores y cargos.

    e) Ascenso limitado, desde mediados del XVII, a categorías superiores de la nobleza, proceso que se completará en el siglo XVIII.

Una de las características más notables de la evolución de la nobleza ciudarrealeña en la época moderna es su fuerte incremento durante el XVI. En 1586 unas 120 personas tenían pretensiones hidalguistas, mientras que en 1591 ascendían a 143. Es decir, casi un 7 por 100, inferior a la media de la Corona de Castilla, pero porcentaje muy alto para un núcleo urbano de la Meseta Sur. Sin embargo, el estamento nobiliario ciudarrealeño sufrió una progresiva merma a lo largo del XVII y XVIII hasta quedar reducido, en vísperas de la disolución del Antiguo Régimen, a menos de medio centenar.

Además de los clásicos litigios de hidalguía, el siglo XVI está plagado de referencias a tensiones sociales, especialmente en su primera mitad. No nos interesan aquí tanto los pleitos vistos ante el tribunal competente del reino -en este caso la Sala de los hijosdalgo de la Chancillería de Granada-, sino poner de manifiesto el estado de ebullición y las ansias hidalguistas de buena parte de la elite urbana. Aunque los historiadores del XVII inventarán genealogías y hazañas, más o menos fabulosas, lo cierto es que en la primera mitad del siglo XVI e incluso en la segunda, aunque con menor intensidad, la nobleza de la mayor parte de las familias ciudarrealeñas estaba puesta en cuestión.

Las vías de acceso al estamento nobiliario y su estratificación interna

Como en el resto de la Corona de Castilla, quienes tenían pretensiones hidalguistas utilizaron numerosas vías sinuosas para ascender socialmente. Los factores determinantes para entrar en el estamento nobiliario, en Ciudad Real, como en tantas otras localidades, fueron, sobre todo, la actitud del ayuntamiento y la riqueza. Estamos ante un proceso, por otra parte clásico y ya descrito, por el que una oligarquía pasa a ennoblecerse: dominar el ayuntamiento, no pechar y, después, como no pechaban, pasar por hidalgos. Esta tesis la recoge el fiscal de la Chancillería hacia mediados de siglo en un pleito de hidalguía contra una serie de personas, cuyos apellidos en el siglo siguiente pasaban por nobles sin dificultad: Lope Bernáldez Treviño, el viejo, Gonzalo Muñoz de Loaísa, Diego Muñoz de Loaísa, Juan de Loaísa, Francisco de Avila y Catalina Barba, viuda de Juan de Gámez, regidor:

«e por ser regidores se habían eximido de pechar diciendo ser hijosdalgo...»

Los regidores mostraron una actitud complaciente y tolerante con quienes tenían pretensiones hidalguistas de sus respectivos bandos y contaron con la complicidad de algunos corregidores -deseosos de asumir competencias que no les correspondían-; por ejemplo, el licenciado Cerón, según queda recogido en esta provisión real:

«e que buscábades formas e maneras para vos hacer jueces en hidalguías e queríades que solamente se metiesen en los padrones los que tuviesen por bien... »

El concejo de Ciudad Real durante gran parte del siglo XVI fue un hervidero de tensiones. Las querellas de los jurados fueron constantes por el espinoso problema de los empadronamientos. Empadronar a los vecinos, distinguiendo el pechero del exento, era competencia de los jurados, representantes de los intereses de la comunidad, que pertenecieron al estado llano, incluso en el siglo XVII. Naturalmente, los regidores intentaron, desde fechas muy tempranas, intervenir en su elaboración. Este problema surgió, como mínimo, en 1493, 1535, 1544, 1585, 1601 y 1605... Según la tradición, refrendada por los Reyes Católicos en 1493, los jurados elaboraban los padrones que después los regidores debían firmar. En 1538 al procurador síndico y los jurados de Ciudad Real se querellaron ¢el licenciado Gotor y de una serie de regidores porque, en contravención de lo dispuesto por provisiones y sobrecartas, alteraban los padrones y se hacían jueces en materia de hidalguías, tachando

«a muchos pecheros sus amigos y allegados y parientes diciendo que eran hijosdalgo y que no habían de pechar... y lo que peor era que habían hecho y hacían procesos ordinarios sobre tales hidalguías y habían dado y daban sentencias y que pronunciaban por hijosdalgo a los que querían...»

Llevado el asunto a la Chancillería de Granada, la Sala de los Hijosdalgo lo remitió al presidente y oidores quienes, por sus sentencias de vista y revista de 1546 y 1552, ordenaron que el procurador síndico y los jurados elaborasen los padrones, para después llevarlos ante el corregidor y los regidores, por si se había producido algún agravio. El Tribunal también reconoció a la justicia y regimiento el derecho a estar presente en la elaboración de empadronamientos, sin que pudieran quitar ni poner a ningún vecino.

Otra táctica empleada por los regidores para evitar que personas de su parcialidad figurasen en los vecindarios como pecheros era negarse a firmalos. Por ejemplo, en abril de 1587 los jurados tenían pendiente un recuento de 1585 que los regidores no habían querido firmar. La Chancillería podía hacer muy poco ante las confabulación de los elementos más poderosos del concejo.

Las tensiones entre hidalgos y pecheros fueron fuertes sobre todo en la primera mitad del siglo XVI. El deseo de singularidad y de encuadramiento de estos nobles se manifestó no sólo en la existencia de cofradías nobiliarias, como la de Santiago de los Caballeros, sino en el monopolio de determinados actos simbólicos, como podía ser llevar las andas de un paso. Así, en noviembre de 1534, los jurados presentaron una demanda contra el representante real, por omisión, y contra varios regidores y una serie de hidalgos porque el día de la procesión del Santísimo Sacramento impidieron violentamente a los pecheros llevar la imagen de Nuestra Señora que salía en el cortejo. Todo empezó cuando un ciudadano se acercó a coger las andas, lo que le fue impedido con malos modos y palabras afrentosas «que dijeron los susodichos que no habían de llevar de allí ningún villano...». Los jurados salieron en defensa del derecho de los pecheros; uno recibió una bofetada, y otro espaldarazos y cuchilladas.

Respecto a la estratificación interna de la nobleza ciudarrealeña en el Quinientos, encontramos algunos caballeros, pocos, y una masa de hidalgos. De ellos, pocos con hidalguía notoria y muchos con hidalguías litigadas y dudosas. No resulta extraño, pues, que los redactores de los padrones no supieran bien a qué atenerse. Algunas familias pasaron un largo calvario y, finalmente, vieron desestimada su nobleza. Por ejemplo, la familia del Saz tuvo pretensiones hidalguistas al menos desde 1548. Tenemos noticias de noblezas desestimadas como la de Ana de Herrera, viuda de Pedro de Valdelomar en 1550; o la de Bernardino de Valdelomar y Juan de Valdelomar en el citado año. Ahora bien, más debieron ser las reconocidas que las rechazadas.

Interesante son las pretensiones hidalguistas de los escribanos ciudarrealeños. Estos hombres de formación intelectual y de escasa estimación social buscaron con fruición el casamiento con mujeres hidalgas. Su buena posición económica se lo permitía. En 1586 cinco escribanos decían ser hijosdalgo: los Fuentecalada, Arévalo, de la Cueva y Mejía de Mora. Ellos eran especialistas en procesos y en estrategias matrimoniales, probanzas de testigos y en todos cuantos actos jurídicos acontecían durante un proceso de hidalguía.

El problema fue diluyéndose poco a poco a lo largo del reinado de Felipe 11 por una actitud más firme de los tribunales, sin duda, pero también, y sobre todo, porque todos aquellos elementos con pujanza suficiente terminaron por introducirse en el estamento nobiliario durante la segunda mitad del XVI.

La hidalguía procedente de la compra, pura y simple del privilegio al monarca fue en Ciudad Real, como en todo el reino castellano, poco apreciaba y sólo se recurrió a ella cuando no había más remedio. Sin embargo, hubo ventas indirectas como la de Antonio de Bedmar, vecino de Ciudad Real en 1592. El documento resulta expresivo de las vías indirectas seguidas para acceder a la nobleza y el horror que producía en miembros de la oligarquía ciudarrealeña, conseguir el ascenso social por dinero. La carta decía «y sin que se diga ni asiente que lo sois por carta mía ni se ponga nota fi: señal alguna, más dé lo que se usa y hace con los hidalgos notorios de sangre». Lo cierto es que Antonio Bedmar era descendiente de conversos, tratante de paños que liquidó su negocio e invirtió en censos y en tierras. Esta familia consagró su ascenso social al enlazar con los Estrada, vinculados a las Indias, que compraron la villa de Picón en el XVI.

Así pues, en Ciudad Real durante el siglo XVI sólo hubo un señor de vasallos -el de Picón-, ningún miembro de la nobleza titulada y muy pocos caballeros de hábito. En el XVII, aumenta considerablemente el número de caballeros de Ordenes Militares, aunque quizá entre el XVII y XVIII no llegaran a dos docenas los hábitos vestidos por los caballeros de Ciudad Real. Prefirieron, sobre todo, Santiago y Calatrava, pero también hay alguno de San Juan o de Montesa. Se concentran, casi siempre, en las familias Velarde y Muñoz con algunos Treviños. Este fenómeno viene tanto de la propia pujanza que alcanzan estas familias como de la inflación de hábitos, iniciada en el siglo XVII.

Otra característica del Quinientos es la fundación de los clásicos mayorazgos ciudarrealeños, gracias a las disposiciones de las Leyes de Toro. Poco procedían del XV: Higueruela y Galiana. Del XVI son el de Geraldo Treviño, el fallido de don Antonio de Galiana, el de Rodrigo de Martibánez, etc. Todos incluían propiedad urbana, que en el siglo XVII dará más quebraderos de cabeza que beneficios, importante propiedad territorial y vajillas, cuadros y objetos preciosos.

El Seiscientos supuso un quebranto para los efectivos de la nobleza por emigración, desaparición biológica de algunas familias e integración de algunos linajes en otros ya existentes. En cuanto a hidalguías parece que hubo más calma. Toda una serie de apellidos que aparecen repetidamente en el XVI y primera parte del XVII, como Avila o Dávila, Cuenca, Hoces, Céspedes, Arriaga, Galina, Mena, Ruiz de Fuentecalada, Funez, Correa, Pobleta, Cárcamo, Cabeza de Vaca, Prado, Saz, desaparecerán entre este siglo y el siguiente. Muchos se incorporaron a los linajes existentes por el clásico proceso de endogamia de este estamento privilegiado. Otros, los menos, perdieron su hidalguía litigando; hubo casos de agotamiento biológico, como veremos más adelante y otros, sencillamente emigraron. Entre la nobleza emigrada lo más corriente fue mantener relaciones con la ciudad, incluso de mecenazgo, aunque hubo algunos casos de total desvinculación de la ciudad. En el XVIII el famoso mayorazgo de Galiana, tras los inevitables pleitos, estaba en manos de una vecina de Málaga. No resulta extraño, por tanto, que en 1751 la nobleza foránea tuviera casi cinco mil hectáreas en término de Ciudad Real, más del 17 por 100.

Veamos algunos ejemplos tempranos de agotamiento biológico de linajes ciudarrealeños y su repercusión en la vida sociorreligiosa de la ciudad. Ambos corresponden a la siempre escasa nobleza militar ciudarrealeña. El capitán Cristóbal de Mena y doña Ana Mejía perdieron hacia mediados del XVI a su único hijo. Fuertemente imbuidos de los valores dominantes, aparte de edificar un enterramiento para ellos en el Convento de frailes de San Francisco, decidieron fundar en 1557 una obra pía destinada a los nobles pobres y ancianos para acoger seis hidalgos de su linaje, mayores de cincuenta años que no llegasen a los 1.000 maravedís de renta. Si no había hidalgos, se podían sustituir por doce pobres, limpios de sangre y honrados. Esta fundación supuso un trasvase importante de propiedad, casi 280 hectáreas.

Estado actual del torreón de Galiana (s. XIV)   Estado actual del torreón de Galiana (s. XIV). El mayorazgo de Galiana fue uno de los más importantes durante la Edad Moderna.

Otro impulso importante recibió la amortización de la tierra con las fundaciones de don Antonio Galina y su mujer, doña Isabel Treviño. Este matrimonio no tenía hijos y fundó en 1592 un mayorazgo en cabeza de su sobrina, con la condicion de que si no tuviesen hijos se estableciera un convento de frailes carmelitas descalzos y una disposición para casar doncellas pobres parientes del fundador. La hacienda de don Antonio de Galiana puede considerarse representativa de un cierto sector de caballería urbana. Importante propiedad urbana, varias casas, la suya sería para las monjas, tiendas, mesón; propiedad territorial, más 550 hectáreas de las que en el XVIII quedaban 426 (la diferencia puede deberse tanto al problema de las transformaciones en las medidas, como a las ventas que con autorización eclesiástica se produjeron en el XVII). Fue agricultor directo e indirecto. Empedernido comprador de juros, preocupado por el mantenimiento de su linaje y por las distinciones honoríficas, llevó una vida lujosa. Regidor perpetuo, caballero de hábito de Montesa y anticonverso visceral. En menos de un cuarto de siglo su disposición presentaba por la coyuntura que atravesada la ciudad un estado lamentable. Pedazos sin arrendar, hundimiento de la renta, casas caídas, etc. El arzobispo dio licencia a los patronos para vender algunos bienes y poner su producto a censo. Gracias a él y a otros como él, se incrementaron las obras de beneficencia, entendida al estilo del XVI, y las fundaciones de casas de religiosas, pues, además de la disposición ya citada y del convento de frailes, dejaron previsto el establecimiento de un convento de monjas de la Orden de Montesa que, finalmente, se cambió por el de Carmelitas descalzas. En la escritura de fundación ordenaba que las religiosas fueran hijas de hidalgos, limpias de sangre, confesaran y comulgaran cada dos meses y, en el Adviento y Cuaresma cada quince días, debían oír sermones cada cuatro meses y no escribirse con ningún seglar. Como no podía ser menos, dejó establecido un brillante rito funerario. Ordenó sepultarse en el monasterio de Santo Domingo, en la capilla de Nuestra Señora de la Soterraña, donde estaban sus padres y abuelos hasta que se acabara el monasterio de monjas que se edificaba en su casa. Allí habría una cama de madera cubierta con un paño negro con la cruz de su hábito en color carmesí que debía estar casi perpetuamente en la Iglesia.

Del siglo XVII son los linajes de Barona, Forcallo, asentado en otros pueblos del Campo de Calatrava antes que en esta ciudad, Cárdenas, procedente de Valladolid, Ledesma, procedente de Salamanca. Otros que existían en el XVI alcanzan en este siglo un notable desarrollo, tal es el de los Muñoz y de los Velarde. El proceso de endogamia se acentúa. Así pues, desaparecen casi totalmente los Loaisa integrados en los Muñoz y en los Treviños. En el siglo XVIII la hidalguía ciudarrealeña recibirá escasas aportaciones: algunos miembros de nobleza foránea, que vinieron a casar con nobles ciudarrealeñas, como por ejemplo los Haro o los Crespi, y también algunos funcionarios del Estado borbónico. A mediados del XVIII quedaban Treviño, Aguilera, Velarde, Bermúdez, Cárdenas, Forcallo, Haro, Loaisa, Ledesma, Muñoz, Cuevas y Varona. Singular trayectoria tienen los Treviño. Las historias genealógicas del XVII dirán de ellos que presenciaron la fundación de Villa Real. Lo cierto es que estaban asentados en la ciudad ya en la Baja Edad Media. Sirvieron a los monarcas bajomedievales y, al igual que los Velarde, algunos de sus miembros se dedicaron a las leyes y a la burocracia, incluso en los tiempos modernos. También hubo personas de este linaje que pasaron a Indias. Dieron a la Iglesia algún religioso y varias religiosas; la existencia de éstas transcurrió en los tradicionales conventos de nobles. Estuvieron vinculados por estrategias matrimoniales a todas las familias de Ciudad Real y de los grandes núcleos de La Mancha, como La Solana, Villanueva de los Infantes, etc. A finales de la época moderna, uno de ellos, perteneciente a la alta burocracia estatal, conseguirá un marquesado. Permanecieron siempre ligados a Ciudad Real y desempeñaron un importante papel sociopolítico incluso en la época contemporánea.

La venta de jurisdicciones de despoblados, motivada por las necesidades de la Hacienda regia, constituyó una forma peculiar de acceso a la condición de señores de vasallos de las oligarquías urbanas. Sin embargo, que sepamos, en Ciudad Real sólo se vendieron dos, lo que quizá se explica por el escaso interés que la nobleza local tenía por estas ventas o por el requisito de que todas las tierras habían de estar bajo una misma linde, cosa que no era frecuente en Ciudad Real. Estas fueron Santa María del Guadiana, comprada por don Luis Bermúdez y Mexía de la Cerda, y Fuentillezgo, vinculado a la familia Aguilera.

Pocos ciudarrealeños accedieron a la condición de señores de vasallos y pocos también a la nobleza titulada. A fines del XVII vivió en Ciudad Real el conde de Piedrabuena, del linaje toledano de los Mesa, también vinculado a la conquista de América y emparentado con los reyes incas. Un antepasado suyo, Alonso de Mesa, compró la villa en el siglo XVI. El condado se adquirió en 1684 por 20.000 ducados. Podemos decir que la nobleza de Ciudad Real apeteció con avidez la compra de cargos perpetuos, pero adquirió pocos señoríos y títulos. En unos casos, porque caían fuera de sus posibilidades. Así, cuando la gran oledada desmembradora de villas de las Ordenes Militares, las localidades calatraveñas eran, por regla general, muy grandes y no estaban al alcance de sus bolsillos. Sólo Luis Alfonso de Estrada compró Picón. Cuando cesaron las ventas de Ordenes y fueron sustituidas por las de localidades episcopales, éstas caían lejos de Ciudad Real. Lo mismo pasará cuando en el siglo XVII se produzcan las ventas de villas de realengo. Cuando se empezaron a vender títulos sólo se adquirió, que sepamos, el de don Lorenzo Muñoz, marqués de Vezmeliana. Por tanto, la nobleza ciudarrealeña fue reacia a adquirir títulos, lo que estuvo al alcance que sepamos de los Muñoz, de algunos Treviño y de los Velarde. A mediados del XVIII no vivía en Ciudad Real ningún titulado, si exceptuamos a la viuda del marqués de Villater.

Sin embargo, la nobleza ciudarrealeña no desdeñó, dentro de sus estrategias matrimoniales, emparentar con miembros de la nobleza titulada foránea. Se trata, generalmente, de títulos de segunda fila, pero demuestra que las fortunas de algunos caballeros de Ciudad Real podían vincularse perfectamente con personas de posición más alta dentro de la jerarquía nobiliaria. Estas vinculaciones se producen, sobré todo, en la segunda mitad del XVII y durante el XVIII. Así pues, los Aguilera emparentaron con los condes del Arco; con la marquesa de Caracena, con la marquesa de Peñafuente y con un hermano del conde de Orgaz. Los Treviño, en la segunda mitad del XVII, con el márques de Valladolid que en el XVIII residía en León. Los Barona emparentaron con el marqués de Villater y el hijo de éste con la marquesa de Añavate, vecina de Almagro, una de cuyas hijas casaría con el ministro de Fernando VI, conde de Valparaíso.

Función social y posición económica de la nobleza local

La primera función social de la nobleza ciudarrealeña, y muy por encima dé las demás, fue el control del ayuntamiento al que algunas familias se dedicaron con verdadera fruición, como veremos en el capítulo siguiente. También el control de la Santa Hermandad Vieja, institución en la que desde la reforma de Maldonado en 1485 existía mitad de oficios. Las familias de la oligarquía de Ciudad Real trataron siempre de considerar como una prueba positiva de nobleza el ejercicio de los cargos de alcalde o cuadrillero por el estado noble.

Patio de la casa natal de Hernán Pérez del Pulgar   Patio de la casa natal de Hernán Pérez del Pulgar después de la restauración terminada en 1991. Hoy la casa está destinada a museo del pintor Manuel L. Villaseñor.

No parece haber atraído de una manera especial a la nobleza ciudarrealeña el manejo de las armas, aunque en los primeros tiempos de la modernidad tenemos al siempre famoso Hernán Pérez del Pulgar (1451-1531) y también a algunos personajes vinculados a la conquista de las Indias como Luis Alfonso de Estrada o a Antonio de Bedmar. Sin embargo, no faltan algunos casos notables de nobles ciudarrealeños o vinculados a Ciudad Real que siguieron la carrera de las armas. Por ejemplo, el capitán Cristóbal del Mena, que vivía a mediados del XVI. Aunque quizá el caso más significativo sea el del capitán don Alonso de Céspedes el Bravo. Sus hazañas fueron publicadas por Antonio Ballester Fernández en el Boletín de Información Municipal. Por nuestra parte, hallamos un documento notatial, prácticamente igual al publicado por el señor Ballester, lo que indica la persistencia de una leyenda alimentada por sus sucesores. Su trayectoria es la clásica de un soldado del XVI. Nacido en 1518, en la localidad conquense de Horcajo de Santiago, entró pronto al servicio de Carlos V, bajo las órdenes del Gran Duque don Fernando Alvarez de Toledo, combatiendo en Flandes, Sajonia, Italia, Africa. Su carrera terminó durante la sublevación de las Alpujarras, pues murió en 1569 en una batalla contra los moriscos. En el relato se mitifica sobre todo su valor y su fuerza: levantar un caballo con las piernas agarrándose a una reja y después arrancar la reja; parar la rueda de un molino en Aranjuez, levantar una mesa de piedra en Ocaña; en Barcelona, coger una pila de agua bendita; coger a un toro por un cuerno en Ciudad Real y atravesarlo con la espada al grito de «¡oh! puto villano». En Toledo tuvo lugar una notable prueba de fuerza con un musculoso cautivo turco a quien superó con estas palabras «anda de ahí con Mahoma que todos juntos sois pocos para Céspedes». Una noche, después de jugar y perder, luchó contra un embozado en Ciudad Real al que no pudo vencer. Quedó triste y desasoguedo, pensando quién sería el valeroso caballero a quien su brazo invicto no había podido doblegar. Su hermana para consolarle le dijo que había sido ella; así el capitán se tranquilizó «que sola su hermana podía ser y no otro en el mundo». Todo quedaba en el linaje. También detuvo a un fantasma en Ciudad Real, al que no quiso hacer daño por ser mujer, aunque la obligó a pasear con él al día siguiente. Por tanto, Céspedes era el prototipo de caballero valeroso, forzudo, galante, jugador y bravucón. Mostró especial devoción por don Juan de Austria y éste por el bravo capitán. De todo esto lo único que hay seguro es que la mitificación de estos personajes se produce en el XVII cuando sus familias han perdido su valor militar y recrean su pasado, tanto por orgullo como para solicitar mercedes regias. Su espada, grande y pesada hasta el punto de no poderla manejar ningún hombre, la tenía a mediados del XVII don Fernando de Céspedes, caballero de Santiago, vecino de Ciudad Real, sucesor en el mayorazgo de los Céspedes, por cuyo encargo, sin duda, se escribieron tan fabulosas hazañas.

En el siglo XVII pocos nobles siguieron la carrera militar, aunque en el XVIII no faltan militares del nuevo ejército borbónico. El hijo de don Pedro Treviño era alférez de las Guardias Españolas, don Vicente Crespi de Mendoza, caballero de la Orden de San Juan, era brigadier y de los cinco hijos de doña Francisca Gijón y Pacheco, viuda del marqués de Villater, uno era teniente de Dragones y tres servían en las Reales Guardiamarinas.

La protección de los conventos, la fundación de memorias en recuerdo de su alma, de capellanías y de obras pías, dentro del concepto de buenas obras contrarreformista, fue otra de las funciones sociales de la nobleza ciudarrealeña, tanto de la asentada en la ciudad como de la vinculada a ella pero que vivía lejos y se acordaba de su tierra. Así, por ejemplo, el convento de Mercedarios descalzos se emprendió con los bienes legados por el capitán don Andrés Lozano, vinculado a tierras americanas, que fueron insuficientes. La iglesia de la Merced la sufragó hacia 1680 don Alvaro Muñoz de Figueroa, caballero de la Orden de Santiago, y su mujer doña María de Torres, quienes también fundaron un pósito donde hoy está la Diputación Provincial. El convento hospital de San Juan de Dios fue fundado en 1643 por don Diego López Tufiño, comisario del Santo Oficio en Potosí, y por don Antonio de Torres, receptor del Santo Oficio. Además instituyeron doce capellanías en San Pedro y una serie de obras pías para casar doncellas pobres, para dar carrera en una Universidad de España a seis estudiantes aventajados, una cátedra de Gramática y una escuela de leer, escribir y contar.

Si con carácter general se puede rechazar la ecuación de hidalguía = pobreza, con mucha más razón para las ciudades de la Meseta Sur y de Andalucía. La mayor parte de los miembros de la hidalguía ciudarrealeña fueron personas acomodadas y algunas muy ricas. El prototipo literario del hidalgo pobre fue completamente marginal en nuestra ciudad durante los tiempos modernos. Eso no quiere decir que no existiera y, es más, la sociedad ciudarrealeña tenía unos mecanismos de previsión social para su mantenimiento. Ya hemos mencionado la fundación del colegio de Nobles Ancianos y las obras pías destinadas a dotar doncellas nobles pobres. Cuatro hidalgos aparecen como pobres en el padrón de 1586, de ellos dos mujeres. En el siglo XVIII la pobreza parece concentrarse, sobre todo, en la familia Barba. Los seis miembros cabezas de familia ,desempeñan trabajos de jornaleros y sirvientes de labor y sus patrimonios se reducen a las casas que habitan, a las que, por cierto, los funcionarios asignaron escaso producto anual.

Al margen de los casos de pobreza, más o enos excepcionales, la hidalguía ciudarrealeña presenta una hacienda mixta agrícola ganadera. Se caracteriza por un temprano desarrollo de la vocación ganadera, proceso de concentración de la tierra sostenido, la amortización de parte de la propiedad nobiliaria y la pérdida de parte de este patrimonio por el traspaso a obras pías, memorias, capellanías, etc. También algunos nobles fueron arrendatarios de bienes y derechos reales, señoriales y concejiles. Las inversiones en juros y censos, sobre todo conforme nos adentramos en el XVII, disminuyeron en importancia.

La mentalidad popular presenta a las oligarquías de las ciudades castellanas como una aristocracia de propietarios absentistas, preocupados por el cobro de las rentas y la gestión indirecta de sus propiedades. Los archivos desmienten tan generaliza como simplista visión. Entre los miembros de la oligarquía ciudarrealeña hubo, desde luego, algunos rentistas, pero siempre estuvieron en minoría frente a los que llevaron directamente sus propiedades. La renta de la tierra aumentó de manera notable durante el siglo XVI y culminó en los primeros años del XVII, lo que, sin duda, animaba a la explotación indirecta. Sin embargo, el hundimiento de los terrazgos a partir de 1610, llevó a la nobleza a iniciar un lento pero firme proceso de reconversión económica, de forma que en el XVII y durante el XVIII las principales casas explotaran directamente sus propiedades. A mediados del XVIII, vivían en Ciudad Real 47 personas miembros de la oligarquía, entre hidalgos y titulares de oficios perpetuos de honra. De ellos, siete no tenían hacienda agrícola, en seis presentaba ésta un carácter complementario y cinco eran rentistas. Por el contrario, 29 eran agricultores y ganaderos directos y en ellos se concentraba la mayor parte de la riqueza perteneciente a este estamento que, incluyendo a los hidalgos foráneos, tenía un total de 12.230 hectáreas, el 43 por 100 del término. Ello no excluye que podamos encontrar rentistas por varias razones: por no tener un patrimonio de suficiente entidad para dedicarse a la explotación directa, por edad, por ausentarse de la ciudad, por tratarse de viudas que liquidan la explotación directa y hasta por quitarse de problemas. Pero son minoría. Por otra parte, explotación directa e indirecta no son incompatibles y así algunos miembros de la nobleza ciudarrealeña daban en arrendamiento algunas de sus fincas y explotaban directamente otras. La nobleza local tenía una capacidad de labranza por regla general muy alta -en 1751 poseía más 11 48 por 100 de las bestias de labor existentes en la ciudad-, aunque inferior al tamaño de sus propiedades. Por tanto, o arrendaban la tierra sobrante o prolongaban sus barbechos para mejorar los rendimientos. Los hidalgos ciudarrealeños labraban con mulas y, sobre todo, con bueyes, que no desaparecerán hasta la mecanización del campo, debido a que disponían de casas de labranza cercanas a sus tierras donde dejarlos. En cuanto a tipo de cultivos, fundamentalmente tenían secano-cereal, pero no faltaban huertas, algunas muy rentables, vides y olivos.

Los grupos dominantes de la sociedad local fueron, desde principios de los tiempos modernos, buenos criadores. Recordemos el padrón de 1576, donde aparecen muchos miembros de la hidalguía de Ciudad Real que arrendaban dehesas de invernadero en el Campo de Calatrava e incluso llevaban en verano sus ganados a las montañas. Principalmente se centraron en la cría de ganado mayor de labor y en la de lanar. La crianza de mulas se desarrolló durante muchos años al margen de la legislación vigente que pretendía, desde la Baja Edad Media, prohibir echar el garañón a la yegua en las ciudades del sur del Tajo. Gracias al servicio de millones, Ciudad Real, como otras localidades, logró en compensación facultad para cubrir las yeguas con garañones. Sin embargo, en el último tercio del xvii se volvieron a poner en vigor las disposiciones citadas. Ciudad Real participó del servicio de 24.000 ducados para conseguir el privilegio de 1692 que permitía echar el garañón a la yegua. Algunos miembros de la nobleza local tuvieron copiosas yeguadas y muletadas. Fue un trato que se inició tímidamente en el XVI y que adquirió un desarrollo inusitado en el XVII. La crianza a gran esala de estos animales sólo estaba al alcance de los potentados; el 80 por 100 del ganado equino de renta existente en la ciudad estaba en sus manos en 1751. No faltan también algunos casos de criadores de vacuno -70 por 100 del total de cabezas de la ciudad- y de cerda con el 71.

Respecto al ganado lanar, los pequeños ganaderos y algunos hidalgos tuvieron ganado basto de la tierra. Ahora bien, los potentados prefirieron siempre el merino. En el XVI encontramos un tipo de ganadero medio pero, salvo excepciones, faltan las grandes cabañas que algunos nobles tendrán en los dos siglos siguientes. De las más de 57.000 cabezas de lanar y cabrío que recoge el padrón de 1576, sólo quedaban a mediados del XVIII 38.662; el 83 por 100 en manos de hidalgos y de los cargos perpetuos de honra, si bien es cierto que parte de estas cabezas pasaban poco tiempo en Ciudad Real, pues era merino fino trashumante. La reducción de pastizales públicos, la desaparición de algunas familias tradicionales ganaderas, la crisis que experimentaron las explotaciones trashumantes durante parte del XVII, explican este descenso. También la competencia que en la crianza hacía el mularcaballar, junto con la recuperación agraria del XVIII y, cómo no, el proceso de concentración de la riqueza. Ahora bien, en el XVII, un solo propietario, al que en seguida nos referiremos, tenía tantas ovejas y cabras y más vacas que toda la ciudad junta en 1751.

Tratando de economía nobiliaria, no podemos dejar de mencionar la figura de don Gonzalo Muñoz Treviño de Loaisa y Molina, a quien llamaron el Rico. Hijo de don Fernando Muñoz y Guevara, familiar del Santo Oficio, y de doña Juana de Molina, vecina de Alcolea de Calatrava, nació en Ciudad Real en 1609 y murió en 1670. Casó con doña jerónima Velarde Ceballos que, como tantas hidalgas manchegas, era mujer de un carácter y entereza fuera de lo corriente. Cuando se estudie la mentalidad de la nobleza femenina local, habrá que prestar atención a este asunto, porque, por los pocos testimonios que tenemos, las hidalgas fueron personas de mucha determinación.

En este matrimonio se unió la habilidad para los negocios de los Muñoz y su tradición trashumante con la entereza de los Velarde. Don Gonzalo mostró un manifiesto desinterés por la compra de tierras, a pesar de tener la labranza más grande de las conocidas hasta el momento: 80 pares de bueyes y tres de mulas dejó en el momento de morir. En cambio, tomó en arrendamiento de las Ordenes Militares y de los concejos tierras que hubiesen holgado mucho tiempo: «siempre labraba tierras que fuesen muy buenas y descansadas...». Su verdadera pasión fue la crianza; al morir dejó una de las mayores cabañas de merino segoviano y leonés, con 36.688 cabezas; una vacada, con 527; 782 cabezas de cerda; 79 cabezas de asnal; 246 de caballar y 283 de mular. Fue arrendatario o administrador de numerosas encomiendas de las Ordenes Militares, también de ciertos impuestos y gravamenes y terminó arrendado para sí todo el Valle de Alcudia con el fin de revender el pasto sobrante. Relacionado con mercaderes madrileños, castellanos y extranjeros, vendedor de lanas y de grano -en Sevilla, Jaén y Granada comieron pan elaborado con trigo de don Gonzalo, vendido en los momentos de mayor escasez-, supo aprovechar el sistema social vigente en su propio beneficio. Y, como no podía ser menos, tuvo numerosos pleitos y se ganó numerosos odios. Entre ellos el de su hijo primogénito que respondía muy bien al prototipo de noble local, caballero ocioso, pendenciero, derrochador, galán y, llegado el caso héroe; al menos, aunque fuera por condenas, tuvo que acudir a los presidios de Orán y Roches. La causa de las diferencias paterno-filiales no era otra que dos cosmovisiones totalmente opuestas, como expresó muy bien un testigo que había trabajado en casa de don Gonzalo:

«que la causa de las disensiones que con él tenía eran las más porque no quería asistir con este testigo ni los demás que estaban en el dicho escritorio a escribir tanto como ellos, que es lo que quería el dicho su padre que hiciera y que acudiera en un caballo a ver la labor y las demás hacienda...»

La preocupación por su hacienda, la distancia existente entre su persona y el" prototipo de caballero asentista, su puritanismo y espíritu de trabajo quedan resumidos magistralmente en este frase pronunciada por un testigo:

«era un hombre que jamás se le vio ni conoció hacer gastos desordenados, en poca ni en mucha cantidad, en juego ni en otras cosas, que no fuesen en utilidad de su hacienda...»

No tuvo suerte con su descendencia y esta línea de los Muñoz quedó extinguida en el mismo siglo XVII.

Otros caballeros sin llegar al grado de don Gonzalo tuvieron también grandes haciendas. Ya en el siglo XVIII destacan doña María Catalina de Torres con casi 14.000 cabezas de lanar y 246 de equino y don Alvaro Muñoz y Torres con más de 10.000 y 357, respectivamente.

También se ha acusado a la nobleza local de darse al capital mobiliario y vivir de los censos y juros. Esto no es falso, sino incompleto. No faltaron en el XVI algunos caballeros que invirtieron este tipo de valores. Ahora bien, los censualistas del estado secular, tanto nobles como pecheros, disminuyeron su importancia conforme avanzó el tiempo. Según una amplia muestra, correspondiente a nuestra ciudad, antes de 1600, el 75 por 100 del capital total dado a censo procedía de manos laicas, especialmente nobles. Este porcentaje se redujo a valores que oscilan entre el 33 y el 40 por 100 entre 1601 y 1660 para terminar el siglo en porcentajes testimoniales. Esta evolución contradice los testimonios de los arbitristas. Las personas seculares, nobles y pecheros se fueron desinteresando de los censos conforme avanzaba el tiempo, quizá por las sucesivas rebajas de intereses, y buscaron otras formas de inversión. Este tipo de crédito popular quedó en manos eclesiásticas. En el XVIII ninguno de los miembros de la oligarquía tenía censos ni juros de consideración. Estos últimos tuvieron una lamentable historia de descuentos, cabimientos y rebajas y los títulos de la deuda, antaño apetecidos por la nobleza, quedaron en algunas familias como recuerdo de otros tiempos.

Protocolo Notarial por el que doña Isabel Carrillo   Protocolo Notarial por el que doña Isabel Carrillo otorga la libertad a su esclava Francisca «para el dio que yo fuere difunta y pasada de esta presente vida.» (Archivo Histórico Provincial.)

Como no podía ser menos, la nobleza local apeteció el lujo y la buena vida. Sobre su cuantiosa servidumbre hablaremos más adelante. De sus casonas, no queda apenas hoy testimonio alguno en Ciudad Real. Mata, Caballeros, Prado y Toledo ofrecen hoy un aspecto de barrio dormitorio urbano, muy alejado del carácter señorial-aunque contradictorio, pues corrales y huertos de herrén no faltaban- del que tuvieron incluso en tiempos muy recientes. La propiedad urbana no siempre les dio beneficios y sí muchos quebraderos de cabeza por la regresión demográfica de la ciudad. Los objetos de lujo de la nobleza ciudarreleña no parecen excesivos, pero están muy por encima de los de otros miembros de las oligarquías rurales comarcanas y, por supuesto, de los del común de los mortales. Algunas casas tenían armas, más o menos antiguas, que algunos vinculaban; por ejemplo, don Fernando de Céspedes tenía una armadura. Entre las joyas, particularmente apreciadas eran las veneras de quienes vestían los hábitos. Siempre hubo en toda casa que se preciara cadenas de oro y las incrustaciones de piedras preciosas no eran raras en las distintas joyas. Los vestidos para las ocasiones eran «a la española» y en las mesas eran frecuentes las vajillas de plata. Algunos tenían oratorios, donde incluso llegaban a albergar algún objeto de culto. Cuadros de tema profano -países o batallas- o religioso, junto con los paños, reposteros y tapices quitaban frialdad a las paredes. El mobiliario era muy sobrio, salvo algún «escaparate» o alguna cama de dosel con las armas bordadas de su propietario. La posesión de esclavos daba distinción a la familia. Fueron frecuentes en el XVI y XVII, mientras que en el XVIII no se menciona ninguno.

El estamento eclesiástico

Si el conocimiento del estamento nobiliario local, todavía presenta numerosas lagunas, mucho mayores son éstas para los eclesiásticos. Muy poco sabemos sobre su formación, procedencia, formas de vida, etc., a pesar de que la Edad Moderna supuso para Ciudad Real un incremento considerable en el número de personas dedicadas a la vida religiosa. Los padrones de 1550 y 1586 recogen 11 y 17 clérigos, respectivamente. Puede que su número fuera algo mayor, pues alguno de los licenciados o bachilleres de los recuentos podían pertenecer al estamento eclesiástico. Según elvecindario de 1591, había en Ciudad Real 29 clérigos seculares. Quizá hubiera algunos más en este año, como en 1550 y 1586, pues estos recuentos sólo recogen las cabezas de familia. A mediados del siglo XVIII, 37 presbíteros, un diácono de San Juan, un novicio de la Orden del S. Spíritus, 25 clérigos de menores, sochantres y clérigos conyugales.

Convento de Carmelitas, fundado a principios del siglo XVII, gracias al legado de don Antonio Galiana   Convento de Carmelitas, fundado a principios del siglo XVII, gracias al legado de don Antonio Galiana

El incremento de efectivos también afectó al clero regular. Todas las casas de las distintas órdenes estuvieron ligadas a familias de la oligarquía. De la Edad Media procedían los monasterios de dominicas, dominicos, franciscanos y el de San Ancón. Don Luis de Mármol, escribano de la Chancillería de Granada, cedió en 1527 sus bienes a unas beatas terceras de San Francisco que pronto se someterían a la regla. El censo de 1591 recoge 44 franciscanos, 25 dominicos, 50 dominicas y 40 franciscas. De fines del XVI son los conventos de carmelitas descalzos y de carmelitas descalzas, debidos a la generosidad de don Antonio de Galiana. A la del capitán Andrés Lozano se debe el de mercedarios en 1613, al que se opusieron las restantes órdenes. En 1643 los caudales americanos de don Diego López Tufino y del licenciado Antonio de Torres sirvieron para levantar el convento hospital de San Juan de Dios.

A pesar de que el número de religiosos y religiosas es superior al de 1591, algunas casas tenían menos que a fines del XVI. El estamento eclesiástico en Ciudad Real poseía una gran parte de la riqueza urbana que, por serlo, les deba pocos beneficios. Ya vimos cómo algunos conventos tenían molinos, una gran cantidad de censos y algunos juros. A mediados del XVIII el estado eclesiástico era propietario de más de 6.600 hectáreas del término de Ciudad Real,. lo que representa algo más del 2 % de la superficie -inventariada 'teniendo en cuenta este dato, junto con que más de 5.200 hectáreas eran propiedad pública, podemos hacernos una idea de las consecuencias y trascendencia de -proceso desamortizador decimonónico.

Toda esta masa de riqueza estaba, como es natural, desigualmente repartida. Hemos separado hasta dónde ha sido posible, los bienes patrimoniales de los benefíciales. El clero secular tenía pocos bienes patrimoniales, lo que quiere decir que la mayoría de los sacerdotes y clérigos ciudarrealeños vivieron del producto de sus beneficios y capallanías y de decir las numerosas misas y asistir a las correspondientes funciones religiosas, recogidas en la gran cantidad de memorias existentes. Por lo que se desprende de la gran encuesta de mediados del XVIII, hubo pocos clérigos que llevaran directamente sus explotaciones, aunque no faltaron. Del estado eclesiástico dependían 62 bestias de labor. Por ejemplo, el presbítero don Tomás García labraba sus escasas tierras patrimoniales y benefíciales con un par de labor; don José García tenía tres pares y 290 ovejas y también poca tierra, lo mismo que don Francisco Julián Muñoz de Masa. Tres pares tenía, aunque también poca tierra, don Juan Díaz Redondo. Algunos hijos de nobles siguieron la carrera eclesiástica, como el doctor don Diego Domingo Calderón de la Barca, clérigo de menores, quien, a mediados del XVIII, tenía una nutrida labranza y crianza; 25 bestias de labor, 614 ovejas y 38 cerdos. Sin embargo, a su nombre no aparece ninguna fanega de tierra, quizá por vivir todavía su padre. Son frecuentes los casos de clérigos de menores entre segundones de la nobleza por las razones de todos conocidas. También muchas nobles profesaron en conventos. Los preferidos fueron el de Calatravas de Almagro y el de monjas santiaguistas de Toledo. También algunas fueron a Dominicas de Ciudad Real. Es decir, aquéllos en los que se requería nobleza.

De los conventos de Ciudad Real dependían El más rico era, con mucha diferencia sobre los demás, el de Dominicas, con 680 hectáreas. El que menos, el de San Juan que no llegaba a las cinco. Normalmente, los conventos explotaron indirectamente sus propiedades, aunque en el XVIII la presencia de criados de labor y ganado indica que parte de ellas las llevaban diréctamente.

En memorias, capellanías y beneficios había una gran diversidad, aunque ninguna presenta cifras de tierra escandalosas. Las obras pías eran las mayores propietarias dentro del estamento eclesiástico y nos hablan de un trasvase de propiedad en la edad moderna que debió estar en torno a las 3.000 o 3.500 hectáreas. De todas las iglesias, la fábrica más rica era la de Santa María del Prado con 222 hectáreas.

Los sectores medios de la sociedad

Los profesionales y gentes de carrera de Ciudad Real fueron siempre escasos. No era una ciudad universitaria, como Salamanca; tampoco un gran centro administrativo, ni menos judicial, después de la salida de la Chancillería al comienzo de los tiempos modernos. Tampoco había asentada una alta nobleza que precisara constantemente de sus servicios. Por todo ello, el grupo de profesionales se reduce a lo imprescindible: dos o tres médicos, unos cuantos abogados y procuradores, además de un número escaso de personas dedicadas a la enseñanza. La particular organización del sistema ha cendístico castellano, con un predominio de las rentas arrendadas, hizo que hasta el bien entrado el XVII y, sobre todo, el XVIII casi no aparecieran funcionarios reales: éstos serán los administradores de rentas provinciales, del tabaco o de la sal, ayudados por una serie de o .aciales, guardas y- subordinados.

Las cuatro audiencias en Ciudad Real -la del corregidor, la Santa Hermandad Vieja, la de la Hermandad general y la Audiencia Eclesiástica- fueron el campo natural de acción de los abogados y procuradores. Los primeros no se vincularon demasiado a la ciudad, si exceptuamos algún caso de letrados de familia noble. Para la mayoría era una localidad de paso a la búsqueda de mejores plazas donde ejercer su profesión. A mediados del XVIII al bufete más productivo se le asignaron algo más de 6.000 reales al año. Por el contrario, los procuradores de número, al estar enajenadas las procuradurías y transmitirse el oficio de padres a hijos, sí echaron raíces. A fines del XVI había en Ciudad Real siete procuradores de número, cuatro antiguos que costaron a 30.000 mrs. y tres más recientes a 45.000. Siete procuradores eran demasiados, a pesar de que hubiera cuatro de las audiencias citadas, por lo que en los últimos años del XVI hubo contradicciones a las ven tos, tanto por parte de los titulares de los oficios como del procurador síndico. Sin embargo, en 1597 se vendió un título por 80.000 mrs. y en 1609 otro por 95.000. En el siglo XVIII había seis oficios de procuradores del número. Con frecuencia tuvieron que buscarse otros medios de vida, pues con 550 reales al año que producía el citado oficio en el XVIII no podía vivir el titular de un cargo perpetuo. En general la agricultura tuvo un papel secundario entre los professionales y gentes de carrera que, durante el XVI y parte del XVII, prefirieron dedicarse al capital mobiliario, sin que falten excepciones. Así pues, Julián Hidalgo Calcerrada, a mediados del XVIII, además de gozar de la procuraduría, era comerciante y labrador. Tenía servicio doméstico, ocho asalariados fijos, 83 hectáreas y más de mil cabezas de lanar.

Convento de Nuestra Señora de Altagracia (Dominicas)   Convento de Nuestra Señora de Altagracia (Dominicas) desde la plazuela de Santiago, según óleo de Vicente Martín. Este convento fue el más rico de los femeninos existentes en la ciudad.

De dos a cuatro médicos, casi siempre venidos de fuera, ejercieron su profesión en Ciudad Real. Alguno se dedicó, además de al ejercicio de la medicina, a la labranza directa, como don Matías lborra, médico titular de la ciudad a mediados del XVIII y labrador arrendatario directo con dos pares de labor, seis cabezas de equino, todo llevado por sus dos gañanes. Completaban los servicios sanitarios los boticarios, cirujanos y barberos sangradores. La profesión de barbero siempre fue apreciada, según se deduce de las cartas de asiento y soldada, aunque no falta alguno puesto en los padrones como pobre. Mientras que en otros oficios, el maestro entregaba alguna remuneración al aprendiz, si quiera en especie, Catalina Valera tuvo que pagar en 1622 al barbero que recibió a su hijo como aprendiz seis ducados y eso que éste no se comprometió a alimentarle ni a vestirle.

Ciudad Real, como tantas otras localidades, sufrió una inflación de escribanos. La existencia de las tres audiencias citadas, más el progresivo asentamiento de los órganos de recaudación de la Real Hacienda, así como la venalidad de estos oficios y su acrecentamiento al amparo de las necesidades fiscales de la Corona, originaron un sector notablemente hinchado. Según un informe del corregidor fechado en 1581, el número antiguo de escribanos era de 13, pero había 16. El valor de estos oficios era de 400 ducados. En 1582 se vendió otro por dicho precio. En 1588 se intentó vender la escribanía de comisiones, pero por las averiguaciones se vio que su valor no podía pasar de 55.000 mrs., por pasarse dos o tres años sin venir comisiones. En 1614, la Corona enejanó la escribanía de registro de censos en 80.000 mrs., algo menos de la mitad de una escribanía ordinaria. Había también dos oficios de escribanos de la Hermandad Vieja que costaron a 400 ducados antes de 1581. En 1637, es decir, cuando la ciudad estaba en uno de los puntos más bajos de su población, se vendió una escribanía del número en 225.000 mrs. En las aldeas de Ciudad Real no había ningún oficio perpetuado, si exceptuamos la escribanía del lugar de Las Casas vendida por 60 ducados que estaba vacante en 1581 y que en 1582 se volvió a vender por 100.

Los escribanos y notarios tuvieron, como vimos, pretensiones hidalguistas; muchos estuvieron bien casados y mejor relacionados. Fueron ansiosos de oficios venales y de distinciones, preocupándose por los signos externos nobiliarios. Incluso algunos trataron de hacerse con un patrimonio territorial y fundaron mayorazgos, como el institui do en 1617 por Gabriel de Valeros, escribano de la Santa Hermandad Vieja, sobre tres casas, un herrenal, un palomar y 314 fanegas de tierra. La escribanía de Juan Arias Ortega fue una de las más famosas de Ciudad Real en el XVII. Su titular poseía al menos 90 fanegas de tierra. Algunos vivieron muy bien, como Juan Díaz de la Cruz, casado, como tantos otros de su oficio, con una mujer que gozaba del tratamiento de «don»; su casa era atendidas por un criado y dos criadas y poseía una importante hacienda agrícola-ganadera explotada con 20 asalariados fijos: 160 hectáreas, 24 bestias de labor, más de mil cabezas de lanar, una pequeña piara de yeguas, aparte del ganado de servicio. Su posición despertaba, sin duda, la envidia de muchos pecheros y de algunos nobles.

La Edad Moderna conoció una progresiva reducción del trato mercantil que se resistió a desaparecer. El intercambio de mercancías se concentraba, sobre todo, en la parroquia de San Pedro, por estar en su distrito la plaza mayor, y en la de Santiago. Ya en el mismo siglo XVI sufrió una profunda quiebra, pues de 33 mercaderes en 1550, quedaron reducidos a 12 en 1586 y en 1690 a seis. Naturalmente, hay que distinguir los mercaderes al por mayor de toda la serie de tenderos minoristas destinados a abastecer las necesidades de la población local. Quizás en el siglo XV y primera mitad del XVI el número de los mercaderes pudientes fuera todavía mayor. El gran trato mercantil se hundió al compás de la industria por una serie de razones económicas; por ejemplo, la competencia extranjera; geográficas, posición marginal de Ciudad Real y mercado poco concentrado; y estamentales, esa traición de la burguesía tantas veces mencionada, de la que es un buen ejemplo el citado Antonio de Bedmar. En el XVII la expulsión de los moriscos supuso una dura quiebra para el comercio al por menor, pues había 35 tenderos cristianos nuevos, la mayoría avecindados en la parroquia de San Pedro. Más tarde la influencia portuguesa no logró levantar el sector y, si hemos de creer a los redactores del memorial citado en el primer capítulo, de seis mercaderes de los años ochenta, tres fueron presos por homicidas y tres por herejes.

En el siglo XVIII hubo algunos hidalgos foráneos mercaderes, como don Juan Pérez de Obregón, don Leandro Pérez de Obregón y don Francisco Bustillo Ceballos. Este último, además de dedicarse al trato mercantil, era tesorero de las rentas reales. Las ganancias de los mercaderes dieciochescos ciudarrealeños, si bien muy superiores a la media de la población, no son excesivas, pues a los más ricos les regularon una utilidad de 8.000 a 6.000 reales. Exceptuando algunos casos aislados a los que sí cabe calificar de mercader, la mayor parte de los que se dedicaron al trato mercantil eran tenderos, traficantes, tratantes de quincallería, denominaciones que dejan bien claro el carácter modesto de esta actividad. Algunos labradores se dedicaron también al comercio de frutos.

Siempre hubo varios maestros y preceptores de gramática, menos de los necesarios. En el siglo XVIII eran seis. Poco se les exigía, según los contratos, pues eran examinados por otros dos maestros nombrados por el corregidor, quedando facultados para poner escuela pública. El examen versaba sobre el arte de leer, escribir, contar, las cinco reglas y, asimismo, la doctrina cristiana « y demás que debe saber cualquier maestro».

Por el carácter semiurbano de Ciudad Real y por la existencia de una oligarquía, amante del lujo y de la distinción, se explican algunos oficios aislados y curiosos del sector terciario; por ejemplo, maestros de esgrima y algunos músicos, como Rodrigo Machuca, maestro de tañer tañer chirimías, que ejercía su profesión en los difíciles años de comienzos del XVII. No debía tener mal futuro a juicio de su vecino Juan Vaquero, pues en 1615 asentó a su hijo con el citado maestro por espacio de diez años. El músico correría con la manutención y el alojamiento, mientras que el vestido y calzado sería por cuenca del padre durante los tres primeros años y por la del maestro los siete restantes.

A mediados del XVIII ejercía su profesión de peluquero, quizá sin otra clientela que la nobleza, profesionales y funcionarios, un tal Spíritu Daniel, hombre ya maduro y soltero.

También aparece entre las profesiones minoritarias algún medidor de tierras. Durante el XVI y XVII, en menor medida el XVIII, las tierras se medían en La Mancha en fanegas de puño. Sin embargo, en Ciudad Real siempre se empleó la medida de cuerda, lo que es un signo de su carácter urbano, por lo que hicieron falta estos hombres peritos en el complejo arte de equivalencias, triangulaciones, multiplicaciones, etc. Traídos y llevados por particulares fueron testigos de numerosos peritajes, tasaciones, diferencias y particiones.

Sobre todo en la parroquia de San Pedro, hubo algunos mesoneros, taberneros y bodegoneros, a los que las ordenanzas de 1632 dedicaron atención. Los mesoneros debían tener expuesto el arancel de la cebada y la paja y se les prohibía tener en los mesones mujeres menores de cuarenta años, bajo pena de privación de los oficios y dos años de destierro de la ciudad. En cambio, los oficios de taberneros y bodegoneros fueron desempeñados muchas veces por mujeres. A los taberneros se les tasaba en las ordenanzas la ganancia que debían obtener por vender el vino de los vecinos de la ciudad y, naturalmente, se establecían cautelas sobre el tipo de medidas. Por otra parte no podían tener viñas ni ser arrendatarios de diezmos de vino, ni, por supuesto, entrar vino de fuera, pues iba contra los privilegios de la ciudad. Tampoco les estaba permitido tener juego de naipes en la taberna. Asimismo, las ordenanzas toman medidas cautelares contra los regatones y regulan la actividad de los cortadores de carne.

Ciudad Real no fue nunca un núcleo manufacturero de gran entidad como Segovia o Cuenca. Sin embargo, las numerosas alusiones a sus paños y guantes en diversas disposiciones legales de la primera mitad del siglo XVI, han llevado a la historiografía local a sobrevalorar la importancia de su actividad artesanal. Por ejemplo, a la ciudad se le pidió que emitiera su opinión sobre las ordenanzas de los paños en 1502. Quizá hubo en la primera mitad del siglo XVI un mayor porcentaje de vecinos dedicados a las profesiones industriales que en 1550.

Como en la mayor parte de las ciudades castellanas, la industria más importante era la textil; ocupaba a la mitad de la población industrial y se desarrollaba, sobre todo, en las parroquias de Santiago y San Pedro, a una considerable distancia de Santa María. Paulino Iradiel ha recalcado la buena calidad y el elevado precio a que se cotizaban los paños ciudarrealeños en el siglo XV. El tipo de paño era el veinticuatreno de color negro. Por lo que se deduce de ciertos testimonios, quizá hubo una decadencia de la pañería de lujo en los primeros años del XVI. Desgraciadamente, la fuente fundamental para el estudio de estos problemas, los protocolos notariales, resulta muy tardía. En la segunda mitad del XVI, aparecen en ellos algunas cartas de obligación de lanas, algún arrendamiento de telares y tintes que son testimonios elocuentes de lo que fue una pequeña industria textil castellana. Dentro del sector textil sale mejor parada la industria que la confección, aunque había 35 sastres, lo que rebasaba notablemente las necesidades locales.

El sector secundario, en general, y el textil en particular, experimentó una notable reducción porcentual entre 1550 y 1586. El caso de Ciudad Real expresa muy bien la crisis de las pequeñas industrias locales castellanas, faltas de unas disposiciones adecuadas, con una producción poco competitiva que no pudieron hacer frente a la invasión de manufacturas extranjeras. La industria textil de Ciudad Real tenía pocas cosas a favor. Quizá sólo la proximidad de las dehesas, pero ni siquiera las lanas de sus propios rebaños revertían en Ciudad Real, pues los mercaderes que las compraban eran genoveses, toledanos, sevillanos, etc. Sin embargo, había muchos factores en contra, unos generales y otros particulares. No tenemos muchos datos, pero parece poder inferirse que la propia modestia de estas industrias las empujó a la ruina, pues no crecieron al mismo ritmo que la población con lo que dejaron un vacío que pudieron llenar las manufacturas extranjeras. Además, incidían negativamente la escasa estimativa social, la fiscalidad y sobre todo la dispersión que hacía poco rentable la comercialización de los paños. Por otra parte, Ciudad Real no podía convertirse en el gran centro pañero de la Meseta Sur pues había industrias dispersas por toda una serie de localidades: Almodóvar del Campo, Puertollano, Agudo, etc. Incluso en la cercana localidad de Miguelturra, 75 personas se dedicaban a la industria textil en 1586. En 1690 la actividad textil estaba reducida a una tercera parte. Ciudad Real no hizo sino participar de la crisis generalizada de la industria textil castellana de los últimos veinticinco años del XVI, pero que venía fraguándose desde mucho antes. Aun que herida de muerte su extinción fue lenta y también incidió en ella la crisis demográfica que sufrió la ciudad, por lo que probablemente a mediados del XVII sólo tuviera un carácter residual.

De los pocos contratos que tenemos referentes a la industria textil, los de los sastres presentan ciertas peculiaridades. Así, el aprendiz recibiría sólo la manutención y los padres tendrían que pagar al sastre una pequeña cantidad por sus enseñanzas: de seis a 14 ducados. Por el contrario, los tundidores, además, de la manutención daban al aprendiz un vestido veinticuatreno o unas varas de paño, aunque en algún caso la remuneración es sólo en género textil sin obligación de darles la comida. Lo mismo los sombrereros y los tejedores. Los plazos de asiento son muy variados desde diez meses que estuvo con un tejedor un chico de Orgaz a cinco años de un mozo portugués que asentó el padre general de menores. Un cardador recibió por aprendiz durante dos años a Juan Martín, de edad de doce años. Su trabajo sería remunerado con la comida, bebida y calzado y un vestido compuesto por capa, ropilla, valones, medias, zapatos, jubón, sombrero y dos camisas. Además, le daría instrumental; dos pares de cardas de imprimar y otras de emborrar.

Los moriscos, mientras estuvieron en la ciudad, desempeñaron pocos oficios artesanales y, de ellos, los que requerían menor cualificación, pues aparecen unos cuantos cardadores, trabajadores de percha y algunos esparteros.

De las restantes actividades industriales merece la pena destacar el trabajo del cuero. Nuevamente San Pedro lleva la delantera. La industria del cuero era la segunda en importancia. Las dos profesiones más importantes fueron los guanteros y zapateros. Los guantes de Ciudad Real gozaron de cierta fama en el reino castellano y debió ser una actividad en regresión durante el mismo siglo XVI. Esta actividad había desaparecido totalmente en 1690, aunque todavía a principios del XVII encontramos menciones a ella en las cartas de asiento y soldada. Por ejemplo, María Sánchez, viuda, colocó a su hijo de dieciséis años en septiembre de 1608 con Pedro Barrio, guantero, por cinco años. En este tiempo el artesano se comprometió a darle de comer y beber, vistiéndolo y calzándolo. El muchacho, además de los secretos del arte, recibiría al final de los cinco años un vestido nuevo veinticuatreno con capa, ropilla, calzones, medias calzas, zapatos, sombrero, jubón, dos camisas y dos cuellos.

Los zapateros siempre fueron relativamente numerosos en Ciudad Real. Dentro de esta profesión existió gran diferencia entre unos artesanos y otros. Gracias a las necesidades de la población urbana, al cierto grado de lujo de la oligarquía, al pequeño mercado local, y, sobre todo, a las necesidades de la población agraria con las continuas roturas de zapatos en el trabajo del campo, fue una actividad que no decayó a lo largo de la Edad Moderna.

Los asientos de soldadas de zapatero no recogen por parte del maestro más obligación que dar al aprendiz de comer, beber, vestir y cama. Unas veces por cinco años, otras por dos. Pocas veces el maestro recibiría dinero por sus enseñanzas y alojamiento, aunque no falta un Andrés García quien en 1621 se comprometía a pagar 100 reales a un zapatero por estar dos años con él comiendo, bebiendo y calzando en su casa. Otras veces, el zapatero daba una pequeña remuneración, casi siempre en especie. Así pues, una viuda ciudarrealeña asentó a su hijo de doce años como aprendiz con un zapatero por tres años. Además de la cama, comida y bebida, el maestro le daría al final capa, calzones, sayo y medias. Doce años tenía también el hijo de Juan de Villalón cuando inició su aprendizaje en 1615 con Sebastián de Belmonte, zapatero, por cuatro años. Este salió algo mejor remunerado; aparte de la manutención conseguiría un vestido de paño diociocheno y al final uno veinticuatreno, más los instrumentos del oficio: dos alesas, unas tijeras y un tranchete.

El resto de las industrias están, sobre todo, en función de atender a las necesidades de la población agrícola: herreros, herradores, carreteros. Los carreteros remuneraban a sus aprendices, a principios del XVII, aparte de con la comida y con los secretos del oficio, con un vestido veinticuatrero o bien sólo con la manutención, cama y calzado. Nos llama la atención la debilidad de la industria de la madera, lo que se explica por la escasa pujanza demográfica de la ciudad. Unos cuantos cuchilleros ejercían su profesión en el siglo XVI de la que no quedó más recuerdo que el nombre de una calle.

Nuevamente la demanda de la oligarquía explica la existencia de algunos oficios artísticos o curiosos: plateros, pintores, vidriero y librero, ensamblador, entallador, sillero, espadero, escopetero, armero, escultor, etc. Siempre hubo algún cohetero y polvorista para surtir las funciones religiosas que hacían las distintas cofradías en honor a los santos de sus advocaciones.

Los labradores

La clase media campesina, los labradores, «hombres buenos», cristianos viejos, siempre fue reducida en Ciudad Real. Más exiguo aún fue el grupo de los ganaderos; en cambio, siempre hubo bastantes hortelanos que cultivaban las huertas de la Poblacuela y de otros pagos cercanos a la ciudad. Quizá su número alcanzó el máximo tras la llegada de los moriscos expulsados en las Alpujarras, pues en el padrón de 1586 aparecen asentados 31 hortelanos cristianos nuevos.

Resulta difícil encontrar labradores fuertes por las propias limitaciones de esta actividad en Ciudad Real o porque los ricos lograron integrarse en la hidalguía o en los cargos perpetuos. El término de Ciudad Real era escaso y los labradores tuvieron pocas ocasiones de adquirir tierra durante la época moderna y muchas de perderla. La gran encuesta de 1751 proporciona una radiografía muy precisa de las características de este importante grupo socioprofesional. La tierra en manos del estado general -excluyendo dones y cargos perpetuos menores-no llegaba al 10 por 100. Tenían la mayoría de los edificios, aunque de muy escaso producto bruto anual. En cuanto al ganado el estado general sólo ganaba a los restantes en el ganado de servicio, con las tres cuartas partes. Poseía el 39 por 100 del de labor, el 25 por 100 de las cabezas de cerda existentes y el 29 del vacuno. Hemos logrado identificar en los libros de bienes a casi todos los labradores que aparecen en el de personal. Las diferencias pueden ser abismales, pero a todos ellos perjudicaba el trigo barato, los jornaleros caros y la renta de la tierra alta. De 112 cabezas de familia labradoras, casi una tercera parte no tenían tierras y más de la mitad no llegaban a las 25 hectáreas. Lo que cuentan con cantidades superiores a las 50 no llegan al 9 por 100 del sector. De todos ellos, sólo dependía algo más de 1.400 hectáreas, ni siquiera el 3 por 100 del término. La agricultura y la ganadería, a diferencia de lo acaecido con los grupos superiores de la sociedad, estaban escasamente combinadas en los labradores. De 112, 101 no tenían ganado lanar y cabrío. Del resto no dependía ni un millar de cabezas de las más de 36.000 que había en Ciudad Real. El estado general tenía algo más 3.000. De la escasez de ganado y de la falta de una adecuada combinación agricultura y ganadería era responsable la falta de pastos públicos y quizá el miedo a tener que contratar mano de obra para cuidar del rebaño. No falta algún ejemplo de combinación adecuada de ambas actividades. Así, Bartolomé Sánchez dejó sembradas a su muerte en 1609, 50 fanegas de trigo y preparadas otras 54 en tierras de arrendamiento que trabajaba con tres reses vacunas domadas, dos machos mulares. Tenía también dos cabezas de vacuno añojas, una pollina, una yegua, 14 lechones, 137 ovejas y 70 corderos. Pero son casos excepcionales.

Si la tierra de los labradores era escasa y la crianza también, no salen, en cambio, mal parados a mediados del XVIII en cuanto a pares de labor: pocos con una bestia, algunos con más de dos pares y la mayoría -70 sobre 112con una o dos yuntas, si bien muchos de estos animales son bueyes.

Casi todos eran agricultores personales, además de directos, pues muchas de estas haciendas eran inviables si el propietario y su familia no trabajaba. Unos cuantos vivieron dignamente como demuestra el que tuvieran personal de servicio. Poco podían comercializar, sobre todo si no superan el par de labor. Generalmente, pocos asalariados fijos dependieron de ellos; en 1751, sólo 68 entre labor y ganado. Ese trabajo lo solían desempeñar los hijos que proporcionan el mayor índice de repetición de la profesión del padre, aunque no faltaron, sin embargo, padres que buscaban para sus hijos un futuro menos incierto y más suave, si bien los trasvases de sectores profesionales no son frecuentes en el antiguo régimen. En 1751, había en Ciudad Real tres clérigos de menores, tres amanuenses y tres estudiantes hijos de labradores. Los menos pudientes vieron a sus hijos como sirvientes de labor de los grandes hacendados e incluso como jornaleros.

Dentro del sector de los labradores hay que distinguir los de la ciudad y los de los anejos. La descapitalización fue un mal que afectó a todos ellos, especialmente a estos últimos. No faltaron casos que compraron productos que necesitaban dando obradas. Don Gonzalo Muñoz se sirvió mucho de este sistema a mediados del XVII, en una época de enrarecimiento del mercado de trabajo. Dar obradas con los animales, podía ser una forma de hacer frente a la tradicional falta de liquidez de los campesinos, aparte de servir para amortizar el valor de la yunta que podía pasar muchos días inactiva dada la escasez de tierras de este grupo socioprofesional. Para emplear a fondo la capacidad de labranza de sus yuntas o vendían obradas o arrendaban tierras o ambas cosas a la vez. Son muy frecuentes las asociaciones entre dos o más labradores para arrendar fincas, sobre todo si éstas tenían cierta extensión. La finalidad era aunar esfuerzos, diversificar riesgos y ofrecer al propietario garantías. El endeudamiento fue otros de sus males tradicionales; ejemplo expresivo es el de Francisco Cortés, labrador arrendatario de Ciudad Real, quien en el momento de su muerte, a fines de 1687 o principios de 1688, llevaba varios años sin pagar la renta, debía 25.755 mrs. de los réditos de un censo, de la compra de un macho faltaban por pagar 26.656 mrs. y otros 5.780 mrs. de sisas, alcabalas y cientos. La suma de todas estas cantidades, 161.827 mrs., aunque no muy elevada, representa más del 50 por 100 de los bienes de su inventario. La muerte le libró del embargo.

La descapitalización de estos hombres era tan notable que a fines del XVI y durante el XVII los grandes propietarios ciudarrealeños tuvieron que dar numerosas facilidades para que se quisieran hacer cargo de sus tierras, pues el arrendamiento de las heredades calmas de pan llevar de cierta extensión escapaba a las posibilidades de estos hombres. Así les tenían que prestar dinero para la adquisición de material, semillas para sembrar e, incluso, animales de labor. Por ejemplo, don Antonio de Bedmar y Estrada tuvo que adelantar a sus arrendatarios productos por valor de 204.000 mrs., para poder cobrar una renta anual equivalente a los 81.800 mrs. al año. Estos labradores' des capitalizados firmaron también medianerías con los miembros de la nobleza y del gobierno de Ciudad Real. Medianerías, en las que algunos no aportaron ni siquiera los animales de labor. La devolución de dinero, semillas, etc., se hacía en el momento de la cosecha, excepto de los animales de labor que solía efectuarse a finales del contrato, tasándose el desgaste que habían sufrido durante el tiempo de la locación.

Tan débiles eran los labradores de los anejos que determinados servicios imprescindibles tenían que contratarlos comunalmente. Junto a la agricultura capitalista de un don Gonzalo, convivían usos y costumbres comunitarias. Así pues, de Las Casas y Valverde hubo boyeros concejiles. Por ejemplo, Pedro Martín se comprometió notarialmente en el otoño de 1632 a guardar las vacas, bueyes y novillos de los labradores de Valverde por un año. La remuneración sería en especie, prueba del arcaísmo de esta comunidad rural, y cobraría ocho celemines por cada par domado y diez por lo cerril. El contrato le fija sus obligaciones, como no entrar en vedados, separar a los animales de labor de los demás y llevarlos, de San Juan a fin del agosto, a la dehesa boyal para regalar mejor este ganado en época de mayor esfuerzo, avisar en caso de enfermedad, etc. El concejo de Valverde, por su parte, tenía que contratar un herrero concejil en 1619. Se comprometía, a cambio de una remuneración en especie por par de labor, a aguzar rejas y reparar aperos, además de hacer el oficio de herrador, tasándose lo que había de cobrar por herradura, según la clase de caballería. Las herramientas se las entregó el concejo bajo inventario, para, acabado el contrato, entregarlas «tales y tan buenas».

Asalariados y pobreza

El núcleo de asalariados más numeroso del sector terciario era el personal de servicio que apenas aparece recogido en los padrones, pues no solían ser cabezas de familia, si exceptuamos alguna viuda o algún sirviente altamente cualificado. La mayoría vivían en casa de los amos.

Según las declaraciones de vecindario con que se confeccionó el padrón de 1751 habían en Ciudad Real 115 criados de servicio y 210 criadas. Pocos eran personajes cualificados: algún mayordomo, alguna ama de llaves, algún cochero. Los tres mayordomos de don Vicente Crespi gozaban del tratamiendo de «don», lo mismo que el de don Alvaro Muñoz, don Pedro de Quesada. Constituían la elite del servicio. Félix Eugenio de León, mayordomo de doña María Catalina de Torres, era, además, labrador de su hacienda. Tenía servicio doméstico masculino, símbolo de distinción social, aunque uno de sus dos criados, con sus noventa años, era uno de los hombres más viejos de Ciudad Real; y femenino: ama de cría para su hijo de ocho meses, lavandera y cocinera. Con siete sirvientes de labor y ganado y dos pares de labranza explotaba más de 50 hectáreas de tierra, además de las que tomara en arrendamiento, 45 cabezas de lanar, nueve équidos y 14 de cerda.

Los oficios perpetuos, hidalgos, clero, funcionarios y profesionales tenían las tres cuartas partes del servicio doméstico masculino. Fuera de estos sectores sólo merece la pena destacar a algunos artesanos que tenían aprendices, quienes, además de ejercer el oficio, servían un poco para todo.

Las criadas trabajaban, sobre todo, en casas de hidalgos y cargos perpetuos de honra, seguidos por el clero, aunque el servicio doméstico femenino está más extendido entre los restantes sectores. Muchas de ellas eran bocas sobrantes en unas casas de exiguos ingresos. Son seres que parecen estar de más en el mundo desde el mismo momento de su concepción. Normalmente, empezaron a servir a edades muy tempranas por muerte de sus padres o por la mera imposibilidad material de asegurarles el alimento, sufriendo un temprano desarraigo de sus familias. Algunos padres las asentaron mediante escritura notarial, para al menos garantizarles una casa por un período de tiempo. Así, Juan Díaz, vecino de Ciudad Real, puso a soldada en 1613 a su hija María de dos años y medio con Juan Sánchez de Logroño por un período de veinte años. Estos veinte años de su vida serían remunerados con la comida, bebida, vestido y calzado más una ropa de cama, un manto nuevo y toda la ropa que tuviere en el momento de acabar el plazo. El trabajador Sebastián Tubino trató de asegurar en 1602 el futuro de su hija de siete años, poniéndola a soldada con doña Ana de Mora por diez años. Aparte de la manutención, alojamiento y vestido, cuando llegara a término el asiento, doña Ana le daría una basquiña y sayuelo venticuatreno, dos camisas, dos tocados, dos gorgueras y la exigua cantidad de seis ducados. La salida de estas mujeres era casar con algún trabajador de esas casas e incluso, si tenían suerte, alcanzar alguna dote de las fundaciones para doncellas pobres existentes en la ciudad, o bien, permanecer sirviendo toda su vida. A veces el ama se sentía empujada a darles algo más de lo asentado, recogiéndolo en su testamento. Unas veces eran de Ciudad Real, pero otras, de zonas de monte que expulsaban población, como el Molinillo, de donde llegó en 1605 una huérfana de doce años, o de Villarta, tierra del duque de Béjar, de donde en 1613 vino un pobre hombre a poner a soldada a su hija María de nueve años, a la que sin duda no volvería a ver, con Antón Poblete por un plazo de diez años y una remuneración parecida a la de los casos anteriores.

Tampoco las condiciones de vida del servicio doméstico masculino eran mucho mejores. Marina González puso a su hijo con el regidor don Juan de Laguna por ocho años en 1621. La comida, la manutención, el vestido, el calzado y, al final, un vestido venticuatreno, más tres ducados en dinero, remunerarían sus servicios. Con catorce años entró a servir un muchacho en 1606 con una vecina de Ciudad Real por dos años. Su remuneración consistió en comida, bebida, cama, tres pares de zapatos al año y 200 reales en dinero; ahora bien, de éstos había que descontar lo que necesitara para comer y vestir en ese bienio.

El núcleo principal de los asalariados de Ciudad Real estaba constituido por los trabajadores fijos -sirvientes de labor y ganado- y por los eventuales, los jornaleros. Los padrones del siglo XVI presentan siempre un número muy alto de trabajadores, pues estos recuentos no se hicieron con un criterio profesional sino socioeconómico. Los jurados quieren definir con la palabra trabajador a aquellas personas que no tienen sino su fuerza de trabajo, independientemente de la rama en la que se apliquen. Es probable que en el caso de Ciudad Real la ocupación fundamental de estos hombres fuera la agricultura, pero también podían ejercer actividades secundarias de escasa cualificación o incluso ser personal de servicio. Entre los trabajadores están, por lo tanto, los criados de servicio, pocos, pues no solían ser cabezas de familia, criados de ganado, criados de labor y quizá algún sirviente artesanal.

La mano de obra fija, sirvientes de labor y de ganado, y eventual siempre supusieron un porcentaje importante de la población ciudarrealeña. A mediados del siglo XVIII casi el 40 por 100 de los cabezas de familia seglares de Ciudad Real y sus anejos. A pesar de tan nutrido sector, los grandes hacendados tenían que echar mano de numerosos forasteros, según se deduce del libro de personal.

Hubo a lo largo de la Edad Moderna gran diversidad en las formas de remuneración y contratación, tanto de la mano de obra fija como de la eventual. Si bien la mayoría de los contratos debían ser verbales, algunos del XVI y XVII, sin duda por el enrarecimiento del mercado de trabajo, se hicieron ante notario. Gracias a ellos conocemos las obligaciones de las partes:

«os tengo que servir de traer un par de mulas y carro y en lo demás que me mandáredes que sea lícito y honesto ...»

Unas veces predominaba el dinero; otras, éste quedaba reducido al mínimo, y el trabajador recibía en especie el fruto de su trabajo, especie que no siempre era alimentación sino vestido, calzado y pegujal. Francisco Sánchez entró a servir como mozo de mulas con Antonio de Poblete en septiembre de 1612 por un año. Recibiría 300 reales, dos fanegas de pegujal de trigo para la cosecha de 1614, caperuza, capa y seis pares de zapatos. Otro mozo de labor recibió en 1588 10.500 mrs., cuatro pares de zapatos y seis varas de sayal. Un mayoral de lanar en 1570 sólo recibiría 7.500 mrs. más comer y beber suficiéntemente. Un mayoral de yeguas a fines del XVII, dejando aparte sus tres yeguas de pegujal, podía recibir el 50 por 100 de su salario en dinero y el resto en trigo; aceite, zapatos y un capote. La remuneración en dinero se reduce porcentualmente conforme descendemos de categoría profesional. De dos a tres reales diarios, según categorías, ganaban en el siglo XVIII. Poco conocemos de la mano de obra eventual. A mediados del XVIII había en Ciudad Real 446 jornaleros cabezas de familia y un buen número de hijos que ejercían dicha profesión para ganar dos reales y medio el día que trabajaban. A pesar de tan elevado número de trabajadores eventuales, tenemos la impresión que fueron insuficientes para las labores existentes en el término. El ayuntamiento de Ciudad Real, dominado por caballeros de larga tradición agrícola y ganadera, incluyó en los capítulos de 1622, ya comentados, peticiones de tasa de jornales. El control de los jornales era uno de los aspectos atractivos para los oficios públicos. En el mismo sentido cabe interpretar disposiciones del ayuntamiento estableciendo el horario de trabajo y la prohibición de espigar o de rebuscar en las viñas. Impidiendo la rebusca y espiga tenían la garantía de que los jornaleros harían las siegas y vendimias correctamente al no tener la esperanza de volver a por los racimos y los granos abandonados. Las ordenanzas municipales de 1632 disponían

«ninguna persona que fueraasegurarlos panes, no pueda traer gavillas ni haces de mies, aunque diga que el dueño de la heredad se lo da y lo consiente, pena de vergúenza pública, y debajo de la misma pena, hasta estar alzado el pan de la haza, ninguna persona pueda entrar a espigar...»

Los propietarios tuvieron siempre un profundo deseo de recortar o eliminar aquellas actividades que podían apartar a «los que poco pueden» del trabajo asalariado. De ahí la prohibición de cazar -capítulos de 1622- espigar, rebuscar en las viñas, coger leña en los montes con el fin de incrementar la oferta de mano de obra.

En el siglo XVII, como consecuencia del enrarecimiento del mercado de trabajo, se otorgaron algunos contratos de cuadrillas de jornaleros ante notario. El documento servia al hacendado para asegurar que no le faltarán peones y, por otra parte, puede que esas siegas salieran más baratas. El propietario entrega a los destajeros una cantidad a cuenta en meses que no sobra el trabajo.

La remuneración de los segadores en el XVII estaba constituida por una cantidad de dinero, harina, oveja, queso, vino, vinagre, aceite, verduras, sal y arrelde y medio de tocino. Los hacendados emplearon en ocasiones un medio para controlar las exigencias de los asalariados que consistió en ponerse todos ellos de acuerdo para dar las mismas retribuciones a los jornaleros. También en algunos de estos conciertos figuran cláusulas relativas a la altura de la gavilla, entre un tercio o un cuarto, número de hombres, prohibición de espigar y de traer animales que pudieran comer rastrojo.

La pobreza presidió la vida de gran parte de los ciudarrealeños durante la Edad Moderna. Según las Respuestas Generales del Catastro, había 3.000 pobres de solemnidad en Ciudad Real. En la encuesta de 1586 aparecen 338 vecinos como pobres. Las divergencias entre unos recuentos y otros, viene de la misma finalidad del documento que hacía variar el concepto de pobreza. Así en el mismo padrón del Catastro, a pesar de lo dicho en las Respuestas, sólo aparecen 55 vecinos entre pobres, impedidos y personas sin oficio. Podemos decir que pobres eran todos salvo una minoría. En el XVI la palabra pobre en un padrón quiere decir que no tiene para contribuir, independientemente de que pida o trabaje. A la cabeza de la pobreza en el padrón del XVI está la población femenina, seguida a distancia por los varones sin profesión conocida y por los trabajadores. Los escasos mecanismos de previsión social, vinculados casi siempre, a las distintas fundaciones piadosas, proporcionaron un insuficiente alivio a estos hombres y mujeres.