CIUDAD REAL EN LA EDAD MODERNA
LA CIUDAD Y SU TERMINO
A mediados del siglo XVIII, el término municipal ciudarrealeño, según la suma de la superficie de las fincas recogidas en las Respuestas Particulares del Catastro del Marqués de la Ensenada, se extendía por una superficie de 57.871,47 fanegas, que reducidas al Sistema Métrico Decimal, significan 28.587,05 hectáreas. Como el término actual más el de Poblete, su antiguo anejo, tiene unas 30.000 hectáreas, el resto se distribuía en el territorio ocupado por la propia ciudad y sus pequeños anejos, caminos y ríos.
La dedicación del suelo
Del adjunto cuadro pueden destacarse algunas características, todas ellas de sumo interés, que explican en gran medida la relación entre campo y ciudad durante la Edad Moderna. La primera que, sin duda, salta a la vista es el alto índice de ocupación del terreno por labores agrícolas. Desde nuestra perspectiva, éste era bajo, pero hay que mirarlo con ojos del XVIII. Sólo un 15 por 100 de pastos y un 6 de tierras incultas, la mayoría de ellas por naturaleza, resulta un porcentaje muy reducido que nos habla por sí solo de la presión del vecindario de Ciudad Real sobre su entorno. No siempre la jurisdicción ciudarrealeña tuvo por qué presentar la misma estructura a lo largo de tres siglos. No obstante, vistas las series de diezmos de fines del XV y del XVI, la reducción de terrenos baldíos y de pasto tenía que ser un hecho en los primeros años del XVI. En el XVII la producción cerealista disminuyó, por término medio, un 40 por 100 con respecto a 1565-1599. Por lo tanto, como mínimo, el territorio cultivado debió reducirse en ese porcentaje y seguramente en más, porque las tierras que dejaron de cultivarse, como siempre sucede en los períodos de crisis, fueron las de menores rendimientos. Pastos, barbechos más prolongados y tierras incultas crecieron a costa de la superficie de cereal. La revolución agraria del siglo XVIII consistió básicamente en recuperar las cotas de la segunda mitad del XVI. De ahí nuestra fundada sospecha de que la distribución del territorio municipal de Ciudad Real en el siglo XVI fuera muy parecida a la reflejada en el Catastro de 1752.
Ahora bien, que la distribución de los cultivos de la jurisdicción de la ciudad presentara unas características similares a lo largo de la Edad Moderna, no significa que el término no sufriera transformaciones y que su disfrute no originara conflictos y problemas. Estos reflejan las relaciones de la ciudad con su entorno y pueden concretarse en los siguientes puntos:
1. Reducción de bienes baldíos y comunales y su transformación en bienes de propios.
2. Privatización de baldíos, asunto no estudiado hasta la fecha para esta ciudad. Las ventas de baldíos fueron muy numerosas en todo el Campo de Calatrava, si bien quizá en esta ciudad el problema fuera menos acusado al haberse producido el proceso de patrimonialización mucho antes por la presión demográfica del XV.
3. Los problemas del pasto de los ganados de la ciudad y otros aprovechamientos, como leña, madera y agua.
4. Los cierres y adehesamientos, tanto legales como ilegales, ya fuesen dirigidos por las autoridades concejiles, ya por personas privadas.
Ciudad Real no tuvo más problemas para el abasto de productos de primera necesidad que los derivados de las fuertes oscilaciones de las cosechas, comunes a todas las localidades del Antiguo Régimen. En años normales, el término proporcionaba una producción suficiente para el abastecimiento. Tierra para labrar no faltaba. El problema era, en todo caso, la distribución de ese terrazgo, como veremos más adelante. La ciudad gozaba de un término amplio y expuesto a buenos aires, como decía el padre Díaz jurado, que evitaban pestíferos contagios. Y, en parte, el padre llevaba razón. La peste no fue una de las características de la historia demográfica de Ciudad Real.
Ciudad Real estuvo durante toda la Edad Moderna bien surtida de hortalizas y también de algunas frutas, incluso después de la expulsión de los moriscos; 130 fanegas de regadío para hortaliza representa una superficie considerable para una población de la España interior. Se trata de huertas situadas en el ruedo de la ciudad, fincas de tierras sueltas, frescas y de fácil cultivo. Sobre todo se encontraban en la zona de la Poblachuela y sus frutos merecieron el elogio del padre Díaz jurado:
«Porque lo fértil de la tierra, sin pesadez pantanosa por ser arena rubia y el artificioso modo con que la riegan, causa que las legumbres sobresalgan en la cantidad y cualidad de cada una. Y ni la demasiada abundancia del agua las hace desabridas, ni la enjuta mole de la tierra las cría amargosas.»
Ya veremos en su momento cómo la aldea de la Poblachuela logró mantener, e incluso incrementar, su producción en los peores momentos de la crisis del siglo XVII. Si el texto anterior puede resultar sensato, sin embargo desbarra el padre Díaz jurado cuando establece la productividad de esas tierras en SO y 100 fanegas por cada una de siembra, error propio del «criticismo de la historiografía local barroca y de autores entusiasmados con su pueblo. Relativa importancia tiene la tierra de regadío, dedicada generalmente a la siembra de verde para las caballerías de labor y renta o al cultivo de la cebada, a la que se daba algún riego, tan intenso como permitieran las rudimentarias norias existentes. Si hemos de creer a los redactores de las Respuestas Generales, muchas tierras -hablan de 1.000 fanegas, pero sus estimaciones no son fiables- tenían pozos inútiles por falta de agua.
Tampoco faltó a Ciudad Real el vino ni el aceite, aunque el porcentaje dedicado a estas plantaciones resulta inferior al de otras localidades manchegas. Según el Interrogatorio General del Catastro, la cosecha de aceite era corta, por no ser la tierra adecuada para el olivar. No obstante, siendo el año bueno, no faltaba vino ni aceite, al menos para el consumo de la ciudad. El vino de Ciudad Real fue famoso y para mantener su calidad, el Ayuntamiento, como tantos otros de la Europa moderna, señalaba el comienzo de la vendimia y penaba a los cosecheros que recogiesen la uva antes, según disponen las ordenanzas de 1632, porque
«de hacerse de otra manera se pierde la fama del buen vino que hay en esta ciudad y se hace mal vino...»
La estrechura del término y el problema de los pastos.
Cuando el Rey Sabio señaló término a la ciudad, le dio una extensión suficiente para el siglo XIII. Sin embargo, desde el XV, Ciudad Real experimentaba síntomas de asfixia. Porque si, como acabamos de decir, la demarcación era suficiente para hortaliza, grano, vino y aceite, resultaba muy estrecha para ganadería y para otros aprovechamientos imprescindibles en la época. Aunque parezca una paradoja con un término de 30.000 héctareas, los hombres de Ciudad Real durante la Edad Moderna padecieron un mal muy corriente, sobre todo en el siglo XVI, llamado por los contemporáneos, de manera muy expresiva, «estructura de términos». Estrechura que no debe interpretarse como falta de terreno para labrar sino donde pacer, carbonear, cazar, cortar leña, asentar unas colmenas, etc. Y este fenómeno se manifestaba de manera más acusada en una población que, a pesar de su vocación rural, siempre tuvo un alto porcentaje de vecindario dedicado a las actividades secundarias y terciarias. A los maestros, oficiales y aprendices, a los profesionales liberales, a los tenderos y mercaderes, al clero regular y secular, a todos éstos, había que traerles la leña para guisar, calentarse, la madera para las grandes construcciones y las pequeñas -un gallinero, por ejemplo- y el término de Ciudad Real no daba ni da para tanto, ni siquiera para unas cifras modestas de población como las que siempre tuvo.
Las características de la demarcación ciudarrealeña repercuten, en primer lugar, en la ganadería. Quizá en algunos momentos del XVII la superficie de pastizal fuera mayor que esas cerca de 9.000 fanegas reflejadas en el Catastro. Pero, de todas formas, para alimentar al ganado de renta y de labor resulta escasa. Por otro lado, el término de Ciudad Real es frío, muy frío comparado con el de las localidades calatraveñas situadas al sur de la actual provincia, y poco apto para buenos pastizales. Ante una demarcación como la descrita en el cuadro, sólo son posibles dos opciones: o bien se limita el número máximo de cabezas por vecino o bien resulta imprescindible trashumar. Desde fechas muy tempranas, los miembros de la oligarquía de la ciudad tuvieron una vocación ganadera muy decidida como vemos en este padrón de 1576, recogido en el cuadro adjunto.
Cuarenta y dos criadores, menos del 3 por 100 del vecindario, tenían 57.184 cabezas entre cabrío, prácticamente insignificante, y lanar. La crianza era una actividad económica concentrada, por lo tanto, en una minoría. Todavía el padrón del XVI refleja un tipo de ganadero medio. Ausencia, por regla general, de pequeños ganaderos y también de grandes criadores. Según se desprende de las frías cifras, son hombres que muestran interés por esta granjería, pero por falta de pastos se ven obligados a mantenerla en unos límites moderados. Siete señores de ganado tenían más de 2.500 cabezas y sólo dos superaban las 5.000. De toda la lista, sólo un modesto criador, Bernardino García, podía herbajar en el término de Ciudad Real. En esta relación faltan referencias al ganado mayor, las grandes yeguadas y muletadas, que constituirá la espina dorsal de la economía de algunas de las grandes familias nobiliarias. Quizá este trato no se encontraba tan desarrollado en el XVI como lo estará en el siguiente.
De todas formas, la trashumancia era inevitable y la presión sobre el entorno también. Resulta lamentable que el documento no nos diga dónde pasaban el agostadero. Algunos volvían a la ciudad y otros tendrían que marchar a las sierras. La trashumancia se impone y la presencia de la cuadrilla de Ciudad Real dentro del Honrado Concejo siempre será una realidad a lo largo de la Edad Moderna. Así, en 1590 la cuadrilla de Ciudad Real tenía 13.865 cabezas de posesión en los pastos maestrales de Alcudia y Zacatena, es decir, poco más del 9 por 100, frente al 48 y 31 por 100 de las cuadrillas de Cuenca y Molina, respectivamente. Pero poco a poco, los ganaderos de Ciudad Real conseguirán mayor presencia tanto en las hierbas de la Mesa Maestral de Calatrava, como en las dehesas de las encomiendas y concejos. Los señores de ganado de Ciudad Real simbolizan muy bien el predominio de la ganadería riberiega frente a la exclusivamente serrana que ya se anuncia desde el siglo XVI.
Los ganaderos de Ciudad Real tuvieron que salir fuera, pagar los invernaderos y pudieron gozar muy poco de los escasos agostaderos de la ciudad. Desde fechas tempranas lo baldío, lo comunal, se fue transformando en bienes de propios, cuando no en propiedad privada. La política fiscal de la Monarquía resulta en buena parte responsable de todo esto. Haciendo un cálculo muy generoso, un máximo de 8.000 cabezas menores podía sostenerse con una estructura del terrazgo semejante a la reflejada en el Catastro. Quizá en el XVII algunas más, pero no muchas. Y ésta es una de las características de la actividad ganadera de Ciudad Real que la diferencia, en parte, de otras localidades de larga tradición pecuaria. Los señores de ganado se veían obligados a pasar el invierno en dehesas cerradas del Campo de Calatrava y de otras partes, como prácticamente la totalidad de los hermanos mesteños, pero mientras que las cuadrillas de León, Segovia, Cuenca, por ejemplo, disponían de buenos pastizales de verano, los de Ciudad Real tenían que pagar también por ellos en las sierras o en los escasos y castigados agostaderos del Campo de Calatrava, pues los herbajes comunes de su término municipal soportaban escasa carga ganadera. Las tensiones entre los señores de ganado y los pequeños agricultores de Ciudad Real estuvieron presentes durante mucho tiempo. Y señores de ganado, como se les llamaba en la época, es la palabra que conviene, porque ganaderos y pastores hubo siempre muy pocos en nuestra ciudad. Esta es una de las características que la asimila muy bien a otros modelos de las Mesetas norte y sur.
La actividad ganadera enriqueció a algunas familias de Ciudad Real, proporcionó trabajo a otras muchas, como veremos al tratar de los padrones, y, sobre todo, integró la vida material de la ciudad dentro de los grandes circuitos económicos de la Meseta y de fuera de ella. En este sentido, cabe decir que la economía ciudarrealeña se encontraba mucho más ligada a las grandes líneas comerciales, gracias a la lana y a las ovejas, de lo que estaría en otros momentos de la Historia Contemporánea.
Constantemente, quedará de manifiesto en numerosas peticiones la necesidad de proteger los frutos de la sobrecarga ganadera que experimentaba el término en algunos momentos del año. De ahí, los problemas siempre candentes que reflejan las repetidas redacciones de ordenanzas, desde fechas muy tempranas. Por ejemplo, en las de 1508 se establecía la pena de cien azotes y tres cabezas -seis, si la entrada se producía durante la noche- a los ganaderos que invadieran las viñas. En 1548 el rey ordenaba a Ciudad Real reunirse en concejo abierto a conferir sobre unas ordenanzas presentadas ante el Consejo Real por el procurador síndico para su confirmación. La primera mitad del XVI fue, por lo tanto, pródiga en la redacción de estos códigos locales y tal intensidad se explica por la presión sobre la tierra ejercida por una demografía en expansión.
También serán frecuentes las disposiciones contrarias a la acogida de ganado forastero, para aprovechar los escasos pastos públicos existentes. Por ejemplo, en 1614, el ayuntamiento ordenaba que ningún ganadero acogiese cabezas de mayoral o criado, bajo una pena de un real por cabeza. Respondía así al problema originado por la numerosa mano de obra fija de los grandes señores de ganado. Esta procedía, en ocasiones, de otras localidades, al no haber suficientes pastores en la propia ciudad. Y aunque el número de cabezas permitido por los amos a estos servidores era reducido, como eran muchos, resultaban molestos competidores en los ya escasos pastos de la ciudad.
Las ordenanzas municipales siempre han resultado atractivas para los historiadores y para el público en general. Esos cuerpos normativos, intervencionistas y minuciosos se tiende hoy a contemplarlos con cierto escepticismo, sobre todo si hay otras fuentes con las que cotejar la realidad, frecuentemente distinta de la reflejada en tales capítulos. No se trata de hacer ahora y aquí un comentario detallado de los múltiples aspectos tratados, de las penas establecidas, de la casuística sobre detenciones, daños, etc., que nada nos aclararía sobre la realidad agraria del momento. Ahora bien, sí queremos dejar constancia de la preocupación reflejada en ellas por salvaguardar los panes y viñas.
Las ordenanzas de 1632, recogidas en los Libros de Acuerdos son las mismas, con diferencias en algunos capítulos, que las publicadas por Carla Rahn Phillips, sacadas de la Real Academia de la Historia. Tanto un documento como otro, contiene escasos aspectos referentes al campo, salvo los problemas corrientes en una comunidad rural desde la noche de los tiempos medievales hasta casi nuestros días: abasto de carne, defensa de los cultivos, guardería rural, cautelas para impedir el disfrute de pastos por personas foráneas, aprecio de daños, etc.
Los fraudes para introducir ganado en las quiñonadas de la ciudad fueron constantes. Ciudad Real, como todas las localidades durante el Antiguo Régimen, a fin de asegurarse el abasto de carne, señalaba alguna quiñonada para el pasto de las reses destinadas a las carnicerías, ocasión aprovechada por los abastecedores para introducir en los prados más cabezas de las registradas a este fin o mezclar ovejas y borregos entre los carneros destinados al sacrificio, prácticas prohibidas y penadas por las ordenanzas. Estas contenían siempre un capítulo sobre las esquilas y cencerras, instrumentos delatores de las reses intrusas, su número y ganados obligados a llevarlos, pues, con frecuencia, los pastores los tapaban cuando se introducían en terrenos vedados. Las de Ciudad Real no son una excepción: al menos cuatro cencerras debía llevar cada manada y taparlas estaba penado con 1.000 mrs. de multa.
Estaba prohibida la entrada a los cotos de la ciudad, tanto al ganado de abasto como al de renta de los vecinos, quedando, en cambio, permitida a las bestias de labor, siempre que respetasen las cosas vedadas: panes, viñas, olivares, huertas y gavillares. Para defender los sembrados y plantaciones, las ordenanzas establecen un procedimiento de dudosa legalidad, pero corriente en la época: caso de no encontrar a los culpables de los daños, pagarían la pena y daños los ganados que se encontrasen más cercanos. Dispensamos de entrar en la minuciosa casuística recogida en los capítulos sobre los tipos de daños, las penas correspondientes a las entradas ilegales de cada especie de ganado, variables según fueran de día o de noche y las formas de hacer las denuncias, para recoger sólo la necesidad de protección de los frutos, especialmente de las viñas y olivares, incluso hasta extremos como el ordenar a los trabajadores del campo poner bozal a las bestias para cubrir el camino de la ciudad hasta el lugar donde fueran a trabajar. Particularmente duras son las penas impuestas por el robo de frutos de los campos que podían llegar, caso de reincidencia, a poner al infractor en la argolla de la plaza pública. La guardería rural estaba facultada para penar y prendar a los ganados que sorprendiesen haciendo daño en todo el término y en el caso de los cotos podían castigar incluso a los que hallaren próximos. A las guardas, que debían esperar un hueco de tres años entre elección, se les prohibía recibir cualquier tipo de dádiva, ya fuera en dinero o en especie.
El término de Ciudad Real, a pesar de no contar con pastizales de excelente calidad, suscitaba las apetencias de herbajeros extraños. Las ordenanzas prohíben, bajo la pena del quinto, la entrada de ganados, salvo de las localidades que tuvieren hermandad con ella o de los hermanos de la Mesta pues éstos tenían libre paso y pasto por todo el reino. Numerosas vías ganaderas, de distinta categoría, atraviesan la jurisdicción de Ciudad Real. El derecho de paso por fincas y demarcaciones fue, y todavía lo es hoy, aprovechado por los pastores para extenderlo al de pasto, deambulando cerca y lejos de la cañada acordelada. Por ello, las ordenanzas mandan caminar a los rebaños por sus veredas en línea recta, sin detención ni vuelta, bajo pena de seis reales por cabeza. La pretensión de Ciudad Real, como de todos los concejos atravesados por cañadas, veredas o cordeles, fue limitar al máxi mo el tiempo de permanencia de los rebaños por su término, deseo que originaba numerosos pleitos.
Frente a la prohibición absoluta de recibir los vecinos de la ciudad ganado de sus sirvientes, dictada en 1614, las ordenanzas de 1632 abordan el problema de una manera más realista. Por supuesto penan con dureza la acogida de cabezas foráneas, pero, por el contrario, permiten ésta a los señores de ganado con mano de obra fija. Estos pueden acoger entre sus rebaños reses de sus mayorales, zagales y pastores, aunque sean de otra vecindad, con un límite establecido en una décima parte del total de cabezas del amo. Si excedían esta tasa serían penados con el quinto, como los demás acogidos ilegalmente.
Los ganaderos sufrieron también el empuje del arado contra los escasos pastizales de la ciudad, desde fechas muy tempranas. Por ejemplo, la labranza de las tierras concejiles será un problema constante a lo largo de toda la Edad Moderna. Ya en 1504 el ayuntamiento mandaba que ningún vecino roturase las tierras concejiles de la ciudad. Años más tarde, la ciudad, alegando que en sus términos había langosta aovada, obtuvo licencia para roturarlas y darlas en arriendo por diez años. Como hemos escrito en otra parte, estas operaciones no sólo implicaban el cambio de dedicación del terreno, de pasto a labor, sino también la modificación de su situación jurídica, el paso de comunal a propio, total o parcialmente, y decimos parcialmente, porque los rastrojos quedaban como pasto común. En nuestro siglo XVI, una vez aradas unas tierras concejiles era difícil que, acabado el término de la autorización, no volvieran a labrarse. En el caso que nos ocupa, en 1541, cuando estaba a punto de expirar el plazo concedido, el procurador síndico y un jurado presentaron un escrito ante el Consejo Real para solicitar una prórroga, alegando tanto los beneficios que recibía la ciudad al aumentar la producción de pan como la existencia de otros términos baldíos para el ganado, de forma que éste no recibía perjuicio. Tras el preceptivo informe del corregidor, consiguieron la licencia para dar en arriendo a labor por ocho años ciertos concejiles. La rastrojera, una vez alzada la gavilla, quedaba para pasto común.
Así pues, al ayuntamiento le tocó, como a todos los de la época, regular las rastrojeras, aprovechamiento de uso común, frente a las tentativas siempre presentes durante el siglo XVI de acabar con la derrota de mieses. A pesar de las corrientes mitificadoras del regeneracionismo, los agricultores de Ciudad Real, como los de otras muchas localidades castellanas, soportaron de mala gana esta servidumbre comunitaria ganadera, hasta el punto de que el concejo tuvo que recordar en 1613 el derecho de los ganaderos a comer los rastrojos con sus animales. Una de las maneras de limitar los efectos de la derrota de mieses era proceder a la quema de rastrojos lo antes posible. El ayuntamiento tuvo que prohibir en diversas ocasiones -por ejemplo en 1528- quemarlos antes de Santa María de septiembre.
El ansia de hierbas llevó a que aprovechamientos, desde nuestra perspectiva insignificantes, como el pasto de las pámpanas de las viñas, dieran lugar a toda una serie de medidas, algunas de carácter contradictorio, según el devenir de los tiempos. Unas veces, como en febrero de 1579, la victoria correspondió a los enemigos de estas servidumbres: a instancias del procurador síndico de la ciudad, el Consejo Real ordenó al corregidor prohibir el pasto de las pámpanas de las viñas, aunque los ganados pertenecieran a vecinos de Ciudad Real. Así la viña aparece como un poderoso agente contrario a las servidumbres comuna les. Otras, por el contrario, la pámpana no sólo se utilizaba como bien comunal sino como bien de propios, con el correspondiente disgusto de los viticultores. Así, por ejemplo, en una fecha indeterminada del primer cuarto del siglo XVI la justicia, regimiento y oficiales del concejo juraron solemnemente que nunca más venderían el pasto de las viñas. Sin embargo, en 1527, el procurador síndico de la ciudad comparecía ante el visitador del Arzobispado de Toledo y presentaba una información sobre la esterilidad de los tiempos, falta de pastizales y escaso dinero de la ciudad, con el fin de obtener de la autoridad eclesiástica la relajación del citado juramento para poder vender las pámpanas de las viñas. Por lo tanto, las necesidades fiscales y de abastecimiento constituían en Ciudad Real, como en toda Castilla, peligrosos adversarios de los bienes y servidumbres comunales. En 1546 la ciudad había obtenido 600 ducados del arrendamiento a pan de las tierras concejiles y de las pámpanas de las viñas que quería emplear en la compra de grano para el abasto de la ciudad.
Vicisitudes de la propiedad pública
El cierre de términos de pasto común se hizo legalmente al amparo de las necesidades fiscales de la Monarquía y fue utilizado por ésta para compensar, en pequeña medida, la subida de impuestos del XVI y del XVI[. Quizá, en nuestra ciudad, el más significativo fue el de los montes de la Atalaya y Valcansado en 1530. La ciudad se dirigió al Emperador argumentando el agobio de las exacciones reales y cómo los señores de ganado no pasaban de cincuenta, en su mayoría exentos. Frente a éstos, los pecheros pobres superaban los 1.000 vecinos. Convencida por estos argumentos, la Administración Carolina concedió a la pechería de Ciudad Real el cierre de la Atalaya y Valcansado para hacer frente al servicio. No tenemos noticia de que aquí se produjera una reacción de la hidalguía local contra una medida que, indirectamente, les convertía en pecheros, como sucedió en otras localidades de la Corona de Castilla. Si de lo que era común se abonaba un impuesto personal, los privilegiados también lo estaban pagando. Quizá la propia conciencia de una posición social indiscutida, más consideraciones de estabilidad social y, sobre todo, el que esas dehesas sirvieran de poco para el tipo de ganadería que desarrollaban les impulsaran a no someter tal providencia a discusión.
Pero si en el siglo XVI se produjeron algunos cierres y adehesamientos de pastos comunales y roturaciones de concejiles, a partir del establecimiento del impuesto de «millones» y durante todo el XVII, lo excepcional se convirtió en norma, a pesar de algunas protestas de los ganaderos. Por ejemplo, en el inventario de fines del siglo XVI, publicado por Emilio Bernabeu, se recoge una provisión del Consejo Real dirigida a un tal licenciado Montero para que no procediese contra ningún oficial del ayuntamiento de esta ciudad ni contra sus vecinos por roturar tierras para la paga de los millones. Los donativos «voluntarios» a Su Majestad también constituyeron una excelente ocasión para que las ciudades y villas y lugares obtuvieran algunas mercedes del monarca con el fin de compensar el esfuerzo, comprensión y buena voluntad mostrada hacia las necesidades del fisco regio. Ya vimos en otra parte cómo muchas localidades, a cambio del donativo, conseguían licencia y facultad para cerrar bienes comunales, adehesar términos y roturar tierras destinadas a pasto común. Este último parece haber sido el caso de Ciudad Real que consiguió permiso para labrar algunos concejiles con ocasión del primer donativo de los años veinte. Antes de que terminara el arrendamiento, un regidor perpetuo presentó un informe ante el Consejo Real alegando que la fiesta del Santísimo Sacramento había quedado reducida a una procesión por falta de fondos de la ciudad, cosa inconcebible para la religiosidad barroca que requería para tan alta ocasión toros y regocijos. Para convencer al Consejo Real, los munícipes ciudarrealeños echaron mano de piadosos argumentos:
«haciendo reverencia a tan Gran Señor, de quien Vuestra Majestad Católica es tan devoto, imitando a sus santos predecesores.»
El rey pidió información y algunos capitulares propusieron diversos arbitrios; todos, como era de esperar, destinados a transformar lo comunal en propio del concejo. Tras escuchar múltiples pareceres, el señor corregidor emitió su informe en junio de 1627 favorable a la roturación de ciertos términos concejiles para que la ciudad cumpliera los votos, justificando su parecer con el argumento de que las rastrojeras eran muy apreciadas:
«con que alzado el fruto sea pasto común de todos los vecinos y labradores de esta ciudad para que lo pasten con sus ganados y esto les viene a ser de más provecho que si fuere concejil y no labrantía, pues las rastrojeras para el agostadero vienen a ser de mucha más consideración y con esto se hace servicio a los santos y la ciudad cumple con sus votos prometidos y a los vecinos se les hace tan gran beneficio y provecho...
Tras los millones vinieron los donativos y tras éstos una infinidad de arbitrios. Una medida parecida fue tomada en 1634. Felipe IV, a petición del concejo, justicia y regidores de Ciudad Real, expidió una provisión por la que concedía licencia para romper las tierras concejiles con el fin de que la ciudad pudiera abonar sus deudas al fisco real. La ciudad se dirigió al monarca con el fin de obtener facultad para seguir roturando los concejiles, con el fin de pagar los impuestos del doceavo y de la sal. Según los peticionarios y los pareceres vertidos en el concejo abierto, siempre preceptivo cuando se trataba de alterar usos que afectaban al común de los vecinos, los citados términos concejiles se habían sembrado los últimos diez o doce años, sin perjuicio para los vecinos de la ciudad, puesto que sus ganados los aprovechaban en escasas ocasiones:
«porque los más de los ganados que hay en la dicha ciudad se van a pastar dehesas y posesiones que tienen arrendadas y quedan muy pocos en los términos de la ciudad...»
Es decir, la labranza de estos términos concejiles, que, en buena lógica, debería haber sido excepcional, constituyó la norma, de tal forma que buena parte de las tierras concejiles de Ciudad Real estuvieron labradas la mayor parte de los años de la Edad Moderna, con cortos períodos de intermisión. Como ya hemos dicho, los pastos públicos de la ciudad no permitían el desarrollo del tipo de ganadería a gran escala, practicada por los señores de ganado ciudarrealeños. Quizá por eso se autorizaban dichas roturas. Ahora bien, ellos no eran los perjudicados y surge la tentación de plantear si no lo serían los pequeños ganaderos, aquellos que no tenían trato suficiente como para arrendar dehesas. El hecho fue que, en esta ocasión, se les concedió la labranza por seis años, tres para sembrar y tres para barbechar. A los ganados, según informe preceptivo, les quedaban para pastar las barbecheras y los rastrojos.
Incluso en el siglo XVIII se emplearon los concejiles para el pago de cargas fiscales ordinarias y extraordinarias. En 1751 la ciudad tenía adehesados, con licencia real y por espacio de siete años, dos quintos de invernadero y cinco de agostadero y rastrojera. Con su producto acudía al pago del médico, votos de la ciudad, salarios de las oficiales menores del concejo, etc. Años más tarde, en julio de 1767 con motivo de una contribución extraordinaria de más de 17.000 reales, la ciudad acordó pedir permiso al Consejo de Castilla para la roturación de los concejiles, dejando sólo para pasto aquello que fuera inútil para la labor. En esta ocasión la ciudad revistió su petición de un tinte social: los labradores, muchos de ellos sin tierras propias, pagaban una renta excesiva, lo que se remediaría con la medida propuesta, pues la ciudad pensaba cobrar un terrazgo inferior
«en una tercera o cuarta parte menos de su justo valor cada suerte de tierras a proporción de sus respectivas calidades...»
Además, como otras veces, la ciudad tenía intención de arrendar también las rastrojeras. En 1770 una real provisión concedió a la ciudad permiso para romper y labrar 2.635 fanegas de tierra concejil de primera y segunda calidad.
Como hemos apuntado, incluso las rastrojeras, bien comunal por excelencia, fueron cerradas y arrendadas con el fin de pagar impuestos o servicios esenciales de la comunidad, a los que los propios no podían acudir. Tal fue el sentido de la autorización concedida por Felipe IV a Ciudad Real en 1657 para dar en arriendo las rastrojeras y pagar con su renta el salario de un médico.
Pero no sólo eran pastos los aprovechamientos que una ciudad necesitaba de su entorno. Los grandes concejos castellanos, protagonistas de los momentos más pujantes de la repoblación, tenían un amplio término donde ejercerlos. Los pequeños y no tan pequeños, gracias a las comunidades de pastos, rastrojeras y leñas podían paliar estas necesidades. Sin embargo, Ciudad Real, y ésta es una singularidad notable, no era ni un gran concejo ni tampoco tenía especiales vínculos jurídicos con su entorno natural. Este, el Campo de Calatrava, era de una jurisdicción distinta con comunidad entre sus distintos pueblos, de la que Ciudad Real necesitaba muchas cosas y aportaba pocas. Si bien las luchas entre calatravos y ciudarrealeños quedaron superadas en el aspecto político desde el reinado de los Reyes Católicos, las tensiones motivadas por la pretensión de Ciudad Real de realizar determinados aprovechamientos en el territorio de la Orden subsistieron durante bastante tiempo.
En este sentido, ningún episodio de tanta significación como el famoso y larguísimo pleito de las leñas que ocupa buena parte del siglo XVI. Los ciudarrealeños, basándose en privilegios de los monarcas medievales, pretendían tener derecho y estar en posesión inmemorial de:
«pacer con sus ganados todo el término de la dicha Orden y cortar la leña y madera y hacer carbón y coger esparto y cendra y todos los otros usos y aprovechamientos...»
En una palabra, de comportarse en todo el Campo de Calatrava como si la ciudad tuviera comunidad de pastos y aprovechamientos. Ya hemos escrito en otra parte que las comunidades de términos eran tenazmente defendidas cuando a los concejos les interesaba y repudiadas cuando les perjudicaba. A los tribunales de la época les tocó entender, ponderar, equilibrar y juzgar los deseos de unos y otros y a ello dedicaron buena parte de su tiempo. Probablemente, siempre había habido problemas en este sentido, pero el primer tercio del siglo XVI fue en toda La Mancha de un extraordinario crecimiento demográfico, lo que provocó una presión notable sobre estos bienes, siempre escasos en la España interior. Las justicias de los pueblos comarcanos detuvieron a numerosos vecinos de Ciudad Real y en noviembre de 1548, la ciudad, cansada de tantas penas y prendas contra sus hijos, presentó demanda ante la Chancillería de Granada contra la Orden de Calatrava y sus villas y lugares. La defensa de las localidades de la Orden se centró básicamente en que éstas tenían sus términos distintos y apartados de los de la ciudad realenga. El pleito fue muy largo y tuvo numerosas vicisitudes procesales que no son ahora del caso. En octubre de 1556, la Chancillería granadina pronunció sentencia de vista por la que permitía a los vecinos de Ciudad Real cortar leña seca y verde para sus usos y aprovechamientos, excepto en las dehesas boyales. En relación al resto de sus pretensiones, el tribunal absolvió a la Orden de Calatrava. Naturalmente, ambas partes recurrieron el fallo. La sentencia de revista, pronunciada en diciembre de 1561 confirmó sustancialmente la de vista, añadiendo que el corte se haría guardando las leyes de Su Majestad, lo que, en realidad, no era menester declarar. En 1562 se expidió la correspondiente carta ejecutoria.
Pero el pleito se complicé. Desde que surgió el problema, en la primera mitad del siglo XVI, el Campo de Calatrava fue afectado por las ventas de villas calatraveñas a particulares. Así, la Orden perdió una serie de localidades que, por necesidades de la Hacienda regia y con autorización del Pontífice, pasaron a señorío secular: Malagón y sus aldeas, Villarrubia, Valenzuela, Valdepeñas, Viso, Santa Cruz de Mudela, Picón y Piedrabuena. A ellas hay que añadir la encomienda de Guadalerzas y Fuente del Emperador, situadas en la acutal provincia de Toledo, aunque pertenecientes a la Orden. Los nuevos señores, siempre deseosos de alcanzar el máximo de facultades en sus nuevos dominios y de sustraerlos en lo posible a antiguas servidumbres, alegaron que cualesquier derechos de la ciudad contra la Orden de Calatrava habían cesado desde el momento en que el monarca les vendió esas villas con sus términos. Sin embargo, estas pretensiones, defendidas con una tenacidad que va más allá del mero interés material y que entra dentro del mundo de lo simbólico, no les fueron reconocidas por el tribunal granadino que sujetó a las demarcaciones de las villas neoseñorializadas a las mismas servidumbres reconocidas por las sentencias citadas.
Ahora bien, las sentencias, tanto contra la Orden como contra las villas de señorío, no terminaron con los conflictos y toda la segunda mitad del XVI conoce un rosario de requerimientos del procurador síndico de Ciudad Real a las justicias de las villas del Campo de Calatrava para que cumpliesen la ejecutoria de las leñas y, en su virtud, no penasen a los vecinos de Ciudad Real que hicieren los aprovechamientos reconocidos por el tribunal. Especialmente reticentes a su cumplimiento parecen haber sido los alcaides de la dehesa de Calabazas, perteneciente al Sacro Convento de Calatrava, de la encomienda de Herrera y desde luego de algunas de las villas neoseñorializadas.
Los adehesamientos de tierras
Otro problema al que tuvo que hacer frente la ciudad fue contestar los adehesamientos de términos de los concejos comarcanos que les limitaban los aprovechamientos. En este sentido Ciudad Real seguía una línea de actuación constante a todos los concejos de la época: tratar de adehesar sus términos y pleitear denodadamente cuando lo hacían las localidades cercanas. Así, por ejemplo, tenemos el requerimiento realizado por don Lorenzo Suárez de Figueroa al concejo de Piedrabuena para que no adehesase el término de la Peralosa en 1578. Contra Picón, también localidad de señorío, Ciudad Real elaboró una información ante la justicia de Piedrabuena en 1576 para demostrar que el término de Fuente del Ciervo no era dehesa sino término baldío.
Casa de Santa María del Guadiana. La jurisdicción de esta finca fue segregada de la de Ciudad Real en 1647 y vendida a su propietario, don Luis Bermudez y Mexia de la Cerda. |
Ahora bien, Ciudad Real también trató de adehesar parte de sus términos para uso común. Por ejemplo, en 1546 obtuvo facultad de Carlos V para hacer una dehesa boyal -destinada, por lo tanto, exclusivamente al pasto del ganado de labor- en el sitio de la Celada, camino de Las Casas, hasta entonces término baldío y concejil. Sin embargo, no sólo fueron concejos los que trataron de sustraer sus términos a las servidumbres comunitarias en la Edad Moderna. Los adehesamientos ejecutados por personas poderosas estuvieron presentes durante tres siglos, incluso en un término que no se presta demasiado a ello como el de Ciudad Real. Resulta evidente que los grandes propietarios, eclesiásticos y seculares, ya fueran señores jurisdiccionales o meros dueños, intentaron, desde fechas muy tempranas, sobre todo si tenían fincas bajo un mismo lindero, apartarlas de los usos comunitarios. Ya en tiempos de los Reyes Católicos se pleiteaba sobre la legalidad del adehesamiento de Galiana, efectuado con permiso de Juan II. En 1751 Ciudad Real tenía tres términos adehesados por particulares, considerados de dudosa legalidad: Santa María del Guadiana, Fuentillezgo y Prado de Galiana. El heredamiento de Santa María del Guadiana pertenecía al mayorazgo fundado por Rodrigo de Martibáñez y doña María Carrillo, su mujer, en 1577. Uno de los sucesores en el mayorazgo, don Luis Bermúdez y Mexía de la Cerda, deseoso de convertirse en señor de vasallos, aprovechó las llamadas ventas de despoblados, motivadas por las dificultades de la Real Hacienda, para adquirir en 1647 la jurisdicción civil y criminal de su finca, como comentaremos en su momento. La operación consistía en convertir en señorío jurisdiccional una heredad de la que ya se tenía la propiedad privada. Aunque en las escrituras de tales ventas, se establecía con claridad la prohibición de alterar los aprovechamientos comunales a los que pudieran estar sujetas las tierras, pues la venta sólo era una segregación de la jurisdicción en primera y segunda instancia del corregimiento de Ciudad Real, el propio don Luis Bermúdez o sus sucesores aprovecharon la circunstancia de ser señores de vasallos para adehesar el término. Algo parecido pasó con el heredamiento de Fuentillezgo, propiedad en el siglo XVIII de don Vicente Crespí de Mendoza. Un adehesamiento posterior tuvo lugar con el llamado Prado de Galiana que, según las Respuestas Generales del Catastro, se cerró en 1712. La ciudad obtuvo sentencia favorable de un juez de comisión del Consejo de Castilla en 1734, quien declaró dicho término común y baldío. Sin embargo, los titulares del mayorazgo apelaron, apelación no resuelta en la fecha de redacción del Catastro. La ciudad alegaba que se no había podido seguir los pleitos para defender sus derechos por falta de medios económicos. Quizá no fuera sólo la escasez de dinero de la hacienda municipal lo que impidiera el seguimiento de esos pleitos, sino la posición preeminente que en la sociedad ciudarrealeña y dentro del mismo ayuntamiento ocupaban los titulares de estas dehesas.
Santa María del Guadiana, Fuentillezgo y Prado de Galiana tienen en común estar bañadas por el río Guadiana, ser lugares de pastos altos, lo que como indican los redactores de las Respuestas Generales, los hace especialmente apetecibles para el ganado mayor.
El río Guadiana y sus molinos. El abastecimiento de agua
El modesto río Guadiana tuvo un papel fundamental en la vida económica ciudarrealeña de los tiempos modernos. Proporcionó pescado fresco a una población de la España interior, como prueban los relativamente numerosos pescadores recogidos en los padrones de vecindario. La pesca era uno de los propios del Ayuntamiento y el arrendamiento de este derecho proporcionaba una corta cantidad a las siempre exhaustas arcas municipales. Mientras Ciudad Real tuvo una industria textil de cierta entidad, la corriente del Guadiana movió los mazos con que se abatanaban los paños y, sobre todo, en su ribera del Guadiana se erigían los molinos que molturaban el grano destinado al abasto de los habitantes de la ciudad y de otros pueblos comarcanos. Los caminos que conducen de Ciudad Real a ciertos sitios del río presenciaron un trasiego diario de pescadores, molineros, arrieros, carretas, bestias con fardos para moler, paños para abatanar, etc.
Los molinos ciudarrealeños útiles en el siglo XVIII eran ocho, de los que no ha quedado en pie ni uno, lo que simboliza muy expresivamente el escaso afán de la sociedad ciudarrealeña por conservar su patrimonio cultural.
Ya en el siglo XVIII había cuatro arruinados y los batanes, muy activos en otros tiempos, estaban reducidos a solares o transformados en molinos. El tipo de molino ciudarrealeño consiste en una fábrica de tamaño mediano y de rendimiento medio: ni tan importante como los situados en otros ríos más caudalosos, como los del Guadalquivir a su paso por Córdoba, por ejemplo, ni tan pequeños como los enclavados en los irregulares cursos de La Mancha que sólo molían unos pocos meses al año. Los molinos de Ciudad Real pertenecían a los grupos privilegiados de la sociedad, fundamentalmente a instituciones eclesiásticas, algunos por legados, pero incluso los molinos pertenecientes al estado secular estaban vinculados e integrados en mayorazgos. Era también frecuente la propiedad compartida de estos ingenios. El más importante era el de Alarcos con sus cuatro piedras, propiedad de los Dominicos de Ciudad Real, si bien la mayoría sólo disponían de dos piedras. Tres tenía el de D. Olalla, perteneciente a las Dominicas, y durante el XVII fue el molino más rentable.
MOLINOS DEL TERMINO DE CIUDAD REAL
NOMBRE | PIEDRAS | PROPIETARIO |
Emperador | Colegio de Doncellas Nobles de Toledo. | |
Vicario | Sacro Convento de Calatrava la Nueva 11/14 y D. Eco. de Cárdenas 3/14 en el siglo XVIII. | |
Batán Nuevo | Sacro Convento. | |
Doña Olalla | 3 | Dominicas de Ciudad Real. |
Alcalde | En 1610 doña Beatriz de Criptana. | |
Fuente de Alarcos | 4 | Convento de Dominicos de C. Real. |
Antón Pérez Reina fue también batán | En el xvi de Fernando de Poblete. | |
Alcalde | A pp. del XVII de doña Beatriz de Criptana, viuda del jurado Fernando Juarez. | |
Batán de la Higueruela | De doña María Carrillo en el XVI y a pp. del XVII del licenciado Alonso de Rojas. | |
Piconcillo | 2 | Fábrica N.' Sra. Prado, 2/3 y Francisco de Oviedo, 1/3. |
Molino de la Higuera | 2 | Convento de religiosas de Miguelturra. |
Batán Nuevo | Convento de Calatrava. | |
Torreblanca | Del mayorazgo de los Céspedes en el XVII. | |
Galápagos | En el xvi era de los Treviños de Loaisa. | |
Pedregoso | 2 | Disposición de don Antonio de Gala. |
Gajión | Doña Ana Corredor viuda de Alonso de Ureña en 1615; en el XVIII, don Juan Antonio Espinosa, vecino de Alcázar, como titular de un vínculo. | |
Albalá. Fue también batán | 2 | En el XVIII era de D.' M.' Catalina de Torres, como titular de un vínculo. En el XVII, perteneció a la familia Treviño-Velarde. |
Vallo Sancho | Parte de doña Estefanía de Prado en 1601. En el no se menciona. | |
Gaitanejo | En el XVIII, 1/2 era del Convento Mercedarias Miguelturra y 1/2 y doña Francisca Ledesma. En |
Rara vez explotaban directamente estos molinos sus titulares. Los solían dar en arrendamiento de corta duración. Normalmente, el pago de la renta era una especie y en algunos contratos, sobre todo si el molino era propiedad de una comunidad eclesiástica, figura como parte de la renta, la obligación de entregar cierta cantidad de harina. Tanto al empezar el arriendo como al terminar, solía hacerse una tasación ante escribano público de los instrumentos del molino para evitar que las sucesivas locaciones degradasen estos valiosos ingenios.
Resulta difícil, por la fragmentación de los datos, seguir con certeza la evolución de la renta de los molinos. No obstante; cabe afirmar que su alquiler no decayó tanto en el XVII como el de las tierras y casas.
Ciudad Real también anduvo escasa de agua en la Edad Moderna, si bien gozaba de numerosas fuentes en su término, que merecieron las alabanzas del padre Díaz jurado. Se encontraban, más o menos, a una legua de la población: Cantagallos, Fuente Simón, la del Emperador, Fuentillezgo, Villadiego, etc. Para beber los animales, tampoco faltó agua pues como hemos dicho los escasos pastos de la ciudad se encontraban cercanos al Guadiana, aunque hubo una tendencia a privatizar y adehesar los abrevaderos.
Al parecer se trajo agua de alguna de ellas, concretamente de la del Valle, pero la ciudad se abastecía sobre todo de los pozos existentes dentro del recinto: San Sebastián, Santa Catalina y Pozo Dulce. La capellanía de Bartolomé Gómez jurado era propietaria de este último que lo arrendaba para uso de los aguadores de la ciudad. La necesidad de abastecer de agua se hizo patente en varias ocasiones. En 1772 la ciudad llamó a un dominico que había llevado el agua a Consuegra y Herencia e incluso se hicieron algunos trabajos, pronto abandonados. También existe algún proyecto posterior que corrió la misma suerte. Por lo tanto, Ciudad Real, por desidia o por falta de fondos públicos o por ambas causas a la vez, entró en la edad Contemporánea con el problema del agua, como tantos otros, sin resolver.